Jonathan Carroll. El mar de madera.

marzo 9, 2020

JOnathan Carroll, El mar de madera
La factoría de ideas, 2005. 320 páginas.
Tit. or. The wooden sea. Trad. Manuel de los Reyes.

El protagonista, jefe de policía en un pueblo de Estados Unidos, adopta a un perro más feo que un pecado y el muy desagradecido se le muere en el trabajo. Lo entierra en el bosque pero acaba volviendo. Un suceso extraño que sólo es el anticipo de lo que está por venir.

La potencia de la novela está en el ritmo de aparición de misterios que se van resolviendo y engarzando con otros y en la fuerza de ese protagonista que pasó de chico malo a adulto responsable y que tendrá que pactar consigo mismo para resolver el problema que le ha caído encima. Es difícil dar más detalles sin caer en el destripe.

Creo que la trama tiene algún que otro agujero pero en general se puede hacer la vista gorda por las ideas agradables que tiene y por lo fácilmente que engancha. Por lo visto hay más novelas ambientadas en el mismo sitio, será cuestión de echarles un vistazo.

Otra reseña: El mar de madera.

Recomendable.

Estaba de tan buen humor que me puse a cantar «Hi Ho, Hi Ho, tenemos que trabajar» mientras hundía la pala en el suelo blando. Cinco minutos después tropezaba con la primera raíz, que resultó ser tan gruesa como el monstruo subterráneo de Temblores. Sin amilanarme (Hi Ho, Hi Ho), me encogí de hombros y empecé a excavar en otro sitio. Pero resulta, quién me lo iba a decir, que había raíces por todo aquel viejo bosque. Mientras Vertuoso se ponía rígido en el maletero de mi coche, también mi rabia se ponía rígida como una furiosa erección de al menos treinta centímetros de largo.
Cuando acabé de morderme la mano y me hube fumado tres cigarros pensé muy despacio y con una calma forzada: probaré en otro sitio. Si eso no sale bien… Y esto es lo más interesante: por furioso y frustrado que me sintiera ante la renuencia de la tierra a aceptar mi hoyo, ni por un instante consideré la posibilidad de llevar el cuerpo del chucho a la perrera y hacer que lo incineraran. Vertuoso tenía que ser enterrado. Tenía que ser depositado en el suelo con cariño y ternura. No sabía por qué se me había metido esa idea en la cabeza, pero así era. No le debía nada. Ni años de estrecha camaradería, ni estupenda compañía en mis momentos de soledad y depresión, ni días de verano lanzándole palos en el jardín. ¿El mejor amigo del hombre? Pero si ni siquiera lo conocía. No era más que un perro hecho polvo al que se le había ocurrido estirar la pata en el suelo de mi despacho. Vale, en parte se debía a lo que había mencionado Magda: me gustan los perdedores. Me pasaba la mayor parte del tiempo en su lado de la calle. Fracasados, embusteros, cabezas huecas, borrachos y delincuentes: para mí todos; yo invito. Vertuoso parecía pertenecer a todo lo dicho a la vez. Estaba seguro de que, si fuese una persona, su voz sonaría como un molinillo de café y tendría el cerebro hecho trizas por culpa de los excesos. Pero el hecho de que hubiera entrado en mi vida poseía un matiz especial. Si me
preguntaran qué era, mentiría si dijese que lo sabía. Lo único que sabía con toda certeza era que debía encargarme de su entierro y eso era precisamente lo que pensaba hacer De modo que me guardé mi mal humor y empuñé la pala de nuevo. Esta vez dio resultado.
Cavar un agujero profundo requiere más esfuerzo del que te imaginas. Además de que te destroza la piel de las manos. Pero encontré un sitio de unos cuantos metros de extensión que me permitió horadar todo lo que quise sin poner más obstáculos en mi camino. Cuando hube terminado, el agujero medía un metro aproximado de profundidad y era lo suficientemente ancho. Allí estaría de maravilla.
Lo más interesante de todo fue lo que salió con la última palada de tierra. En lo alto del montoncito oscuro había algo mucho más brillante, casi blanco. Producía un contraste tan acusado que resultaba imposible pasarlo por alto. Dejé la pala en el suelo y alargué el brazo hacia lo que fuera que fuese aquello. Al principio pensé que se trataba de un palo desteñido hasta perder todo el color. De unos veinticinco centímetros de largo, era de un gris plateado y tenía un extremo aserrado, como si hubiera estado sujeto a algo de mayor tamaño y lo hubieran arrancado. Al acercármelo para echarle un vistazo más detenido, la plata se trocó en un blanco cremoso y resultó que no era ningún palo sino una especie de hueso.
Nada de lo que extrañarse. Los bosques están llenos de esqueletos de animales. Incluso llegué a sonreír, pensando que había profanado la tumba de algún animal mientras cavaba la de otro. El ultraje definitivo: ¿es que hoy en día una ardilla ni siquiera puede descansar en paz? ¡Llamen a la ASPCA! Crueldad con animales muertos.

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