Penguin Random House, 2015. 190 páginas.
Tit. or. The year of magical thinking. Trad. Javier Calvo Perales.
Mientras su hija está en el hospital en coma por culpa de una neumonía complicada, el marido de la autora muere de un infarto fulminante. Mientras lidia con tanto dolor acumulado intenta seguir adelante como puede.
Ha obtenido varios premios, ha servido de sostén como guía de duelo para muchas personas, y yo mismo lo leí como homenaje a la autora, recientemente fallecida. Pero a pesar de la dureza del tema confieso que me dejó bastante frío. Mi mayor preocupación era por la hija y el desarrollo de su enfermedad. Pero no conseguí empatizar con las reflexiones de la autora sobre el proceso que estaba sufriendo. Quizás no era el momento adecuado.
Está bien.
30 de diciembre de 2003, martes.
Habíamos visitado a Quintana en la UCI de la sexta planta del Beth Israel Norte.
Habíamos vuelto a casa.
Habíamos hablado de si cenábamos fuera o nos quedábamos en casa.
Yo dije que encendería la chimenea y cenaríamos en casa.
Encendí la chimenea, me puse a hacer la cena y le pregunté a John si quería una copa.
Le serví un whisky y se lo llevé a la sala de estar, al sillón junto a la chimenea donde solía sentarse y donde ahora estaba leyendo.
El libro que John estaba leyendo era de David Fromkin, unas galeradas encuadernadas de Europe’s Last Summer: Who Started the Great War in 1914?
Terminé de hacer la cena y puse la mesa en la sala de estar, donde, si estábamos los dos solos, podíamos cenar ante la chimenea. Me encuentro a mí misma haciendo hincapié en la chimenea porque las chimeneas eran importantes para nosotros. Yo había crecido en California, John y yo habíamos vivido veinticuatro años juntos allí, y en California calentábamos las casas encendiendo la chimenea. Encendíamos la chimenea hasta en las noches de verano, cuando caía la niebla. Las chimeneas encendidas indicaban que estábamos en casa, que habíamos completado el ciclo, que nos habíamos cobijado para pasar la noche. Encendí las velas. John pidió una segunda copa antes de sentarse. Yo se la di. Estaba concentrada en mezclar la ensalada.
John estaba hablando y de pronto se calló.
En un momento dado de los segundos previos o del minuto previo a callarse me había preguntado si el segundo whisky que le había servido era puro de malta. Yo le dije que no, que le había puesto el mismo whisky que la primera vez.
—Bien —me dijo él—. No sé por qué, pero creo que no deberías mezclarlos.
En otro momento de aquellos segundos previos o de aquel minuto previo, John me había estado contando por qué la Primera Guerra Mundial era el acontecimiento crucial del que fluía todo el resto del siglo XX.
Solo recuerdo que levanté la vista. John tenía la mano izquierda levantada y estaba encorvado e inmóvil. Al principio pensé que me estaba gastando una broma poco afortunada, intentando hacerme más llevadera aquella jornada tan difícil.
Recuerdo que le dije: «No hagas eso».
Como no me contestó, lo primero que me vino a la cabeza fue que tal vez había empezado a comer y se había atragantado. Recuerdo que intenté levantarlo y separarlo lo bastante del respaldo de la silla como para hacerle la maniobra de Heimlich. Recuerdo lo mucho que pesaba cuando se desplomó hacia delante, primero sobre la mesa y luego al suelo. Al lado del teléfono de la cocina yo tenía pegada con cinta adhesiva una tarjeta con los números del servicio de ambulancias del New York-Presbyterian. No es que los tuviera allí pegados en previsión de un momento así. Los tenía pegados junto al teléfono por si algún vecino del edificio necesitaba una ambulancia.
Otra persona.
Llamé a uno de los números. Un operador me preguntó si John estaba respirando. Yo le dije: «Vengan ya». Cuando llegaron los paramédicos intenté contarles lo que había pasado, pero antes de que pudiera terminar ellos ya habían transformado la parte del salón donde John estaba tirado en una sala de urgencias. Uno de ellos (eran tres, tal vez cuatro, al cabo de una hora ya no estaba segura) se puso a hablar con el hospital sobre el electrocardiograma que ya parecían estar transmitiendo. Otro estaba preparando la primera o la segunda jeringa de las muchas inyecciones que le acabarían poniendo. (¿Epinefrina? ¿Lidocaína? ¿Procainamida? Me vienen nombres a la cabeza pero no tengo ni idea de dónde han salido). Recuerdo que les dije que tal vez se hubiera asfixiado. Me lo refutaron con un simple gesto del dedo: el conducto respiratorio no estaba obstruido. Ahora parecían estar usando palas desfibriladoras con el objeto de restaurar el ritmo cardíaco. Obtuvieron algo que tal vez fuera un ritmo cardíaco normal (o eso pensé yo: estábamos todos en silencio y se produjo un salto brusco), a continuación lo perdieron y volvieron a empezar.
—Sigue en fibrilación —recuerdo que dijo el que hablaba por teléfono.
—En fibrilación-V —me aclararía el cardiólogo de John cuando me llamó a la mañana siguiente desde Nantucket—. Debieron de decir «fibrilación-V». V quiere decir «ventricular».
Tal vez dijeran «fibrilación-V» y tal vez no. La fibrilación auricular no causa paro cardíaco de forma inmediata ni necesaria. La ventricular sí. Tal vez la ventricular se daba por sobreentendida.
Recuerdo que intenté esclarecer mentalmente lo que iba a pasar a continuación. Como en el salón estaba el personal de la ambulancia, el siguiente paso lógico sería ir al hospital. Se me ocurrió que el personal médico podía decidir salir para el hospital de un momento a otro y que yo no estaría lista. Que no tendría a mano lo que necesitaba llevar. Que les representaría una pérdida de tiempo y me dejarían allí. Encontré mi bolso, unas llaves y un resumen que el médico de John había hecho de su historial clínico. Cuando volví a la sala de estar, los paramédicos estaban mirando el monitor que habían colocado en el suelo. Yo no podía ver el monitor, así que miré las caras de ellos. Me acuerdo de que uno echó un vistazo a los demás. Cuando decidieron que había que trasladarlo, todo sucedió muy deprisa. Yo los seguí al ascensor y les pregunté si podía acompañarlos. Ellos dijeron que iban a bajar primero la camilla y que yo podía ir en la segunda ambulancia. Uno de ellos esperó conmigo a que volviera a subir el ascensor. Para cuando él y yo entramos en la segunda ambulancia, la primera ya estaba saliendo de la parte delantera del edificio. La distancia de nuestro edificio a la parte del New York-Presbyterian que antes era el New York Hospital es de seis manzanas transversales. No recuerdo ninguna sirena. No recuerdo que hubiera tráfico. Cuando nosotros llegamos a la entrada de urgencias del hospital, la camilla ya estaba desapareciendo en el interior del edificio. Había un hombre esperando en la zona de acceso para coches. No se veía a nadie más que no llevara uniforme hospitalario. Aquel hombre era el único.
—¿Es la esposa? —le preguntó al conductor, y a continuación se dirigió a mí—: Soy su asistente social —me dijo, y supongo que fue entonces cuando lo supe.
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