Capitán Swing, 2011. 164 páginas.
Tit. Or. Fud.Trad. Alicia Frieyro.
Segunda oportunidad que le daba al autor después de lo que me pareció una obra infumable llamada Stone Junction (que sin embargo levantó pasiones). Un abuelo tarambana tiene que quedarse a cargo de un nieto que ha sufrido la muerte accidental de sus padres. Viven plácidamente en un rancho, el abuelo destilando un whisky capaz de resucitar a un muerto y el nieto levantando cercas más por hobby que por otra cosa. La aparición repentina de una cría de pato (Jop) trastocará su existencia.
Como en esta ocasión no esperaba nada, no me ha parecido mal. Aquí por lo menos hay humor y algún personaje estrafalario. Pero tampoco me ha acabado de gustar. Sigo creyendo que sus narraciones no van a ninguna parte y a los pocos lugares donde van tangencialmente (espiritualidad, alabanza de la naturaleza virginal a lo Thoreau) no van conmigo.
Algunos apuntes. El prólogo lleno de spoiler pero por lo menos avisan antes de empezar diciendo que no es un problema porque un relato es más que su trama. Puede ser, pero me gustaría poder decidir al respecto. Gracias al aviso lo leí después del libro. Se incluye una entrevista al autor por parte de Kiko Amat.
Esta novela ya se publicó con el título más adecuado de ‘Joda’ porque el ‘Fud’ original hace referencia a ‘fuck’. Ignoro porque han cambiado una decisión tan acertada. Se cataloga como novela juvenil pero aparece alcohol, sexo y costumbres poco recomendables. Muy bien, dejemos de tratar a los preadolescentes como imbéciles.
Para mí se deja leer y poco más, pero ustedes mismos.
El melenudo, que se identificó como Bill el Febril, insistió en saber cuál era la dosis óptima, la cual el abuelo, basándose en su propia tolerancia, calculó que rondaría el medio litro. El melenudo, a pesar de mostrarse visiblemente tocado tras el primer trago, consiguió echarse al coleto seis o siete rápidos tragos más antes de derrumbarse en el porche delantero, donde empezó a retorcerse de tal modo que Jefe, el beagle cascarrabias y siempre salido de Peque, se acercó e intentó montarle. El avance urdió una transformación mental en el melenudo un tanto complicada de interpretar, pero por lo que el abuelo logró deducir, el tipo melenudo debió de pensar que aquello era un mapache o algo por el estilo, porque salió disparado al instante hacia el nogal que se alzaba en el jardín delantero, se encaramó a él de un único y fabuloso bote, y pasó las tres horas siguientes sentado entre las ramas desnudas encorvado como una rapaz enferma. La primera hora lloró. La segunda hora rió. La tercera hora guardó silencio. Al comienzo de la cuarta hora cabeceó hacia delante y cayó como un saco de trigo mojado. Se rompió los dos brazos. De camino al hospital, se ofreció a adquirir la totalidad de las existencias del abuelo y toda la producción futura por veinte dólares el medio litro a cambio de hacerse con la exclusividad de la distribución. A los pocos años, el brebaje se había convertido en producto de culto entre ciertos entendidos de la inconsciencia babeante, mientras que el abuelo Jake conseguía mantener el saldo de trescientos mil dólares en la cuenta conjunta que él y Peque compartían.
La pasión de Peque eran las cercas. El abuelo Jake estaba convencido de que el impresionante estirón que experimentó Peque entre los cinco y los nueve años obedecía a que era tan grande su deseo de construir cercas que se obligó a crecer lo bastante para poder manejar las herramientas. A los doce años Peque ya construía cercas dignas de la admiración de cualquier experto, y a los veinte sus cercas eran tan sólidas y elegantes que más de un experto no pudo sino sentir envidia. Trabajaba con piedra, estacas, postes y travesanos, y alambre, aunque su preferida era la cerca ovejera tradicional california-na: malla ovejera de 90 cm de alto extendida entre postes de secuoya de 1,20 m de alto por 12 cm de diámetro, con una única tirada de alambre de espino en lo alto. Le gustaba trabajar con alambre porque el alambre vibraba, y no había nada en este mundo que le satisficiera tanto y tan profundamente como puntear el hilo superior de alambre de espino y escucharlo resonar a lo largo de todo el circuito de la cerca. Lub Knowland llamaba a las cercas las «guitarras de Peque» y aseguraba haber oído sus inconfundibles tonos un día particularmente despejado en el que se hallaba pescando en el lago Beeper, en las sierras orientales, a unos trescientos veinte kilómetros de allí. La mayoría de la gente, sin embargo, calificaba esta aseveración como el típico cuento chino de Lub Knowland.
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