Javier Vásconez. Estación de lluvia.

marzo 20, 2023

Javier Vásconez, Estación de lluvia
Veintisiete letras, 2009. 310 páginas.

Selección de cuentos de diferentes libros del autor que en ocasiones comparten personajes que se entrecruzan en la trama. Con un lenguaje heredero de Faulkner y Onetti, que aparecen como personajes en uno de los cuentos. Familias venidas a menos, oscuras venganzas y relaciones tormentosas.

La solidez de la escritura del autor está fuera de toda duda, pero lo que cuenta -e incluso la organización de cómo lo cuenta- se me han hecho pesadísimas, hasta el punto de tener ganas de abandonar el libro. Me ha costado muchísimo acabarlo por las pocas ganas que tenía de abrir sus páginas. Pero en los dos o tres momentos en los que lo que cuenta está bien dan ganas de aplaudir. La pena es que son momentos muy escasos (dejo muestras)

No me ha gustado.

-Tranquilo, hermano. No te impacientes -respondió con docilidad Aguilar, el fotógrafo de policiales, se diría que para disimular un poco la borrachera-. Estoy con gripe. ¡Cierto! Y por eso no quiero arriesgar la vida, a no ser que me reemplaces… ¿Podrías?
—¿Dónde fue la borrachera? —le pregunté, sonriendo con malicia desde el sofá-. Hasta aquí se huele la marca de whisky que estuviste tomando…
—Bueno eres tú para adivinar -dijo con voz cavernosa-. Pero por ahora mejor que dejes a un lado tu asqueroso olfato.
-¿De veras? ¡Ya lo tengo! Es un Johnny etiqueta roja…
-No seas pendejo -dijo-. Eso fue la semana pasada. Ahora me estoy quitando la fiebre con un caballito blanco. Y justo cuando me iba a acostar me llaman del periódico para que vaya urgentemente a la comisaría.
-¿De qué se trata?
-Al parecer encontraron a una niña cerca de un basurero… Basta con que hagas unas cuantas fotos para cumplir con la rutina del archivo. ¿Puedes ir?
—Puedo —le respondí colgando sin aguardar su comentario.
En tardes así no hay nadie ni nada que mitigue la angustia. Es tan grande el horror al vacío cuando el sol empieza su lenta retirada tras la cordillera y el reloj de la Catedral da la seis, que vista así, desde las sombras, la existencia no parecería tener sentido, pues está constituida por todos esos días sin tiempo que se acumulan en el calendario. Por contraste, me había empeñado absurdamente en evocar el cuerpo delgado de la hippy, prometiéndome desentrañar lo que había detrás de esa piel, demasiado suave, cuando ella iniciaba un lento recorrido por
cl estudio a oscuras, hasta ir a perderse en el vapor de la ducha. 1 ,a recuerdo apoyada con desfachatez en el vano de la puerta, sabiendo que yo estaba ahí para darle y recibir lo que quería. I s posible que nadie comprenda lo que significa haber caído tan bajo, aunque me consideraba dichoso cuando la veía actuar sin ningún pudor y después de haber puesto debajo de sus sobacos un billete doblado por la mitad, para que siguiera obstinadamente representando la misma escena ante el espejo, y para que así su vida, sin dejar de ser la de una puta, consérvala algo de ese sucio deseo que había en mis ojos.
Entonces, sus visitas se hicieron más frecuentes. Entraba sin zapatos, para evitar que sonaran las tablas del piso cuando yo estaba en el laboratorio. Traía un dulce olor a lluvia en el abrigo, traía la abyección de otros hombres en la expresión de sus ojos. Venía siempre hambrienta y feliz. Su alegría parecía extenderse y renovar el aire enrarecido de la casa. Ahora me doy cuenta de que no fue un acto solidario de mi parte, sino que deliberadamente la seguí al hotel adonde llevaba a sus clien-les. ¿No había algo de monstruoso en mi deseo por la hippy, que cuanto más próximo lo sentía más lejano e inaccesible se volvía para mí? Todavía la recuerdo cepillándose el pelo con-i ra la claridad gris de la ventana, así fue como comprendí su desgracia, la ensimismada tristeza que emanaba de su cuerpo. Pero al mismo tiempo otro pensamiento, más recóndito en mi mente, había adquirido toda su significación. Seguramente buscaba mi protección para beneficiarse, en la noche, con mi locura o mi estupidez. En ese momento hubiera querido actuar de otra manera, quizá como el asesino de la muchacha muer-ta. La cabellera rojiza, descuidada y sin brillo, súbitamente cobró un sentido muy especial. Si la había estado deseando
durante todo ese tiempo era porque tal vez no había otra forma de sobrellevar la soledad.
—Yo no soy como las otras, que odian a los hombres -me dijo-. Es cierto que pocos regresan… -añadió tristemente-. Quizá no sea bonita. Pero me gusta agradar y sé cómo comportarme cuando me tratan bien.
Pronunció aquellas palabras con suavidad. El hilo de su voz se había quebrado entre sorbos de cerveza, sin querer admitir que solamente era una puta callejera -un recipiente concebido para la infamia- donde cualquiera podía derramar su odio, con la brutalidad de un carnicero, sin por ello despertar la cólera de nadie.


Luego se puso a lamer el chocolate con la punta de la lengua, Comenzó a masticar la galleta, haciéndola crujir entre los dientes. Sus ojos brillaron de satisfacción. El hombre bajó con astucia la cabeza, mientras iba cambiando de postura y lentamente empezó a acariciarle los brazos. Ahora sólo tenía ojos para ella, pero optó por esquivar su mirada. Era consciente de que iba a conservar un recuerdo cobarde y abstracto de la niña. Este debía ser su último recurso, recordar aquel rostro feliz antes de que fuera demasiado tarde.
Ahora había comenzado a acariciarle los muslos. Lo hizo con suavidad, aunque hubo un relámpago de alarma en los ojos de ella. Sofocada por el miedo, encogida, sintió que algo se iba abriendo paso, implacable, en el centro mismo de su pecho.
-¿Cómo te llamas? -le preguntó de pronto.
-Rosita.
-Rosita, ¿te gusta el chocolate?
Sin darle tiempo a decir nada, el hombre le ofreció otro Tango que ella tuvo que aceptar.
-Puede que no nos volvamos a ver -murmuró el hombre.
Ella sonrió, sin comprender, añadiendo un poco de asombro a su rostro.
—¿Me va a dejar sola? -preguntó Rosita muy lentamente-. Quisiera vivir en este bosque.
Rosita había comenzado a estirarse el vestido con turbación, al mismo tiempo que examinaba de cerca el rostro pálido y contrariado del hombre. Ahora ardía por dentro, debatiéndose en un mar de contradicciones. Fue cuando le oyó decir:
—Tal vez no nos volvamos a ver.
Ella tragó saliva. Luego levantó rápidamente los ojos para mirarle, mientras él bajaba los suyos con falso recato. Al fin había conseguido la reacción esperada. Con voz ahogada ella comentó:
-¡Creí que íbamos a seguir siendo amigos!
-Voy a seguir rezando -respondió el hombre de manera un tanto incoherente, desentendiéndose de sus palabras-. Visitaré cada una de las iglesias de esta ciudad, porque voy a salvarte. De eso estoy seguro. Voy a encontrarte antes de que te pierdas como las otras…
-Bajemos ya. Se está haciendo tarde -propuso Rosita, mientras su corazón latía aceleradamente.
La niña quiso ponerse de pie, pero el hombre la obligó a tomar asiento, apretándole con tal fuerza la rodilla que poco le faltó para que soltara un alarido. Por unos segundos intentó forcejear. Sus esfuerzos fueron vanos, porque él se lo impidió.
—No te enojes —le dijo con firmeza.
Al volverse, lo primero que advirtió fueron algunos mechones de pelo sucio adheridos a la frente de la niña. Ahora la oía respirar con la boca abierta, aceleradamente, agitándose frente a él, sin entender. Era como si un perro estuviera respirando por ella. Fue cuando empezó a mirarla con severidad. En sus labios había residuos de saliva. Tenía el gesto duro, intolerante, colérico, de quien está a punto de gritar. A la niña se le había disuelto el sabor del chocolate en el paladar. Una voz de alerta clamaba dentro de ella. Ahora temía quedarse a solas con el hombre.
-¿Conoces el cuento de la Caperucita? -le preguntó.
-No, creo que no. Me dan miedo los cuentos.
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