Monumental antología de edición muy cuidada en papel semibiblia para que las 1250 páginas no abulten demasiado. Incluye los siguientes relatos (que después de copiar he descubierto están listados en la wikipedia: Antología universal del relato fantástico ¡Maldición!):
E. T. A. Hoffmann, El hombre de arena
Honoré de Balzac, El elixir de larga vida
Alexander Pushkin, La dama de pique
Edgard Allan Poe, Manuscrito hallado en una botella
Nathaniel Hawthorne, El velo negro del pastor. Una parábola
Théophile Gautier, El pie de la momia
Villiers del’Isle-Adam, Vera
Wilkie Collins, Monkton el loco
Bulwer-Lytton, Hechizados y hechizadores, o la casa y el cerebro
Fitz James O’Brien, ¿Qué era eso?
Charles Dickens, Juicio por asesinato
Iván Turguéniev, Un sueño
Sheridan Le Fanu, El testamento del hacendado Toby
Vernon Lee, Amour Dure
Guy de Maupassant, ¿ Quién sabe?
Rudyard Kipling, La marca de la bestia
Arthur Machen, El pueblo blanco
Ambrose Bierce, La muerte de Halpin Frayser
Charlotte Perkins Gilman, El empapelado amarillo
Margaret Oliphant, La ventana de la biblioteca
Henry James, Los amigos de los amigos
Robert Hichens, Cómo llegó el amor al profesor Guildea
O. Henry, La habitación amueblada
M. R. James, Silba y acudiré
Leonid Andréiev, Lázaro
Leopoldo Lugones, La estatua de sal
Hanns Heinz Ewers, La araña
Algernon Blackwood, El Wendigo
Giovanni Papini, Dos imágenes en un estanque
Junichiro Tanizaki, El tatuaje
Oliver Onions, La bella que saluda
Oliver Saki, El ventanal abierto
E. F. Benson, Orugas
Gustav Meyrink, La visita de J. H. Obereit a las tempojuelas
H. P. Lovecraft, La música de Eric Zann
Lord Dunsany, En donde suben y bajan las mareas
May Sinclair, Donde el fuego no se apaga
Hugh Walpole, La nieve
Ann Bridge, El accidente
María Luisa Bombal, Las islas nuevas
Jorge Luis Borges, Las ruinas circulares
Diño Buzzati, Los siete mensajeros
Francisco Tario, La noche de Margaret Rose
Alejo Carpentier, Viaje a la semilla
Adolfo Bioy Casares, La trama celeste
Shirley Jackson, La lotería
Rosa Chacel, Fueron testigos
Julio Cortázar, Axolotl
Silvina Ocampo, Los objetos
Roben Aickman, Los cicerones
Paul Bowles, Allal
Danilo Kis, La leyenda de los durmientes
Javier Marías, La canción de Lord Rendall
Cristina Fernández Cubas, El ángulo del horror
Naiyer Masud, Lo oculto
A la hora de opinar sobre una antología hay que distinguir entre la selección y el contenido. Sobre la labor del editor alabar su valentía y lo extenso de la propuesta. Criticable quizás los pocos relatos actuales (sólo hay 100 páginas dedicadas a relatos posteriores a 1950) y que en la mitad el tema sea casi con exclusiva las apariciones de fantasmas con algunos ejemplos excesivamente largos para su calidad (la bella que saluda se me hizo eterno). Pero son menudencias al lado de la gran cantidad de buenos relatos que se encuentran, sobre todo los que no son muy conocidos.
Personalmente me han sorprendido varios (valga una muestra, E. F. Benson, Charlotte Perkins Gilman) y sobre todo el último relato de Naiyer Masud, con una estética muy parecida a Felisberto Hernández (no es casualidad que también esté editado por Atalanta).
Antología llamada a ser imprescindible. Aquí una reseña: Antología universal del relato fantástico y aquí un artículo con entrevista incluída: Jacobo Siruela, el conde de las letras. Porque aunque a algunos critiquen al editor, a mí me parece encomiable que un noble se meta en el negocio de los libros. Mejor que lo que hacen muchos.
Calificación: Muy bueno.
Extracto:
Los objetos
Alguien regaló a Camila Ersky, el día que cumplió veinte años, una pulsera de oro con una rosa de rubí. Era una reliquia de familia. La pulsera le gustaba y sólo la usaba en ciertas ocasiones, cuando iba a alguna reunión o al teatro, a una función de gala. Sin embargo, cuando la perdió, no compartió con el resto de la familia, el duelo de su pérdida. Por valiosos que fueran, los objetos le parecían reemplazables. Sólo apreciaba a las personas, a los canarios que adornaban su casa y a los perros. A lo largo de su vida, creo que lloró por la desaparición de una cadena de plata, con una medalla de la virgen de Luján, engarzada en oro, que uno de sus novios le había regalado. La idea de ir perdiendo las cosas, esas cosas que fatalmente perdemos, no la apenaba como al resto de su familia o a sus amigas, que eran todas tan vanidosas. Sin lágrimas había visto su casa natal despojarse, una vez por un incendio, otra vez por un empobrecimiento, ardiente como un incendio, de sus más preciados adornos (cuadros, mesas, consolas, biombos, jarrones, estatuas de bronce, abanicos, niños de mármol, bailarines de porcelana, perfumeros en forma de rábanos, vitrinas enteras con miniaturas, llenas de rulos y de barbas), horribles a veces pero valiosos. Sospecho que su conformidad no era un signo de indiferencia y que presentía con cierto malestar que los objetos la despojarían un día de algo muy precioso de su juventud. Le agradaban tal vez más a ella que a las demás personas que lloraban al perderlos. A veces los veía. Llegaban a visitarla como personas, en procesiones, especialmente de noche, cuando estaba por dormirse, cuando viajaba en tren o en automóvil, o simplemente cuando hacía el recorrido diario para ir a su trabajo. Muchas veces le molestaban como insectos: quería espantarlos, pensar en otras cosas. Muchas veces por falta de imaginación se los describía a sus hijos, en los cuentos que les contaba para entretenerlos, mientras comían. No les agregaba ni brillo, ni belleza, ni misterio: no hacía falta.
Una tarde de invierno volvía de cumplir unas diligencias en las calles de la ciudad y al cruzar una plaza se detuvo a descansar en un banco. ¡Para qué imaginar Buenos Aires! Hay otras ciudades con plazas. Una luz crepuscular bañaba las ramas, los caminos, las casas que la rodeaban; esa luz que aumenta a veces la sagacidad de la dicha. Durante un largo rato miró el cielo, acariciando sus guantes de cabritilla manchados; luego, atraída por algo que brillaba en el suelo, bajó los ojos y vio, después de unos instantes, la pulsera que había perdido hacía más de quince años. Con la emoción que produciría a los santos el primer milagro, recogió el objeto. Cayó la noche antes que resolviera colocar como antaño en la muñeca de su brazo izquierdo la pulsera.
Cuando llegó a su casa, después de haber mirado su brazo, para asegurarse de que la pulsera no se había desvanecido, dio la noticia a sus hijos, que no interrumpieron sus juegos, y a su marido, que la miró con recelo, sin interrumpir la lectura del diario. Durante muchos días, a pesar de la indiferencia de los hijos y de la desconfianza del marido, la despertaba la alegría de haber encontrado la pulsera. Las únicas personas que se hubieran asombrado debidamente habían muerto.
Comenzó a recordar con más precisión los objetos que habían poblado su vida; los recordó con nostalgia, con ansiedad desconocida. Como en un inventario, siguiendo un orden cronológico invertido, aparecieron en su memoria la paloma de cristal de roca, con el pico y el ala rotos; la bombonera en forma de piano; la estatua de bronce, que sostenía una antorcha con bombitas de luz; el reloj de bronce; el almohadón de mármol, a rayas celestes, con borlas; el anteojo de larga vista, con empuñadura de nácar; la taza con inscripciones y los monos de marfil, con canastitas llenas de monitos.
Del modo más natural para ella y más increíble para nosotros, fue recuperando paulatinamente los objetos que durante tanto tiempo habían morado en su memoria.
Simultáneamente advirtió que la felicidad que había sentido al principio se transformaba en malestar, en un temor, en una preocupación.
Apenas miraba las cosas, de miedo de descubrir un objeto perdido.
Desde la estatua de bronce con la antorcha que iluminaba la entrada de la casa, hasta el dije con el corazón atravesado con una flecha, mientras Camila se inquietaba, tratando de pensar en otras cosas, en los mercados, en las tiendas, en los hoteles, en cualquier parte, los objetos aparecieron. La muñeca cíngara y el calidoscopio fueron los últimos. ¿Dónde encontró estos juguetes, que pertenecían a su infancia? Me da vergüenza decirlo, porque ustedes, lectores, pensarán que sólo busco el asombro y que no digo la verdad. Pensarán que los juguetes eran otros parecidos a aquéllos y no los mismos, que forzosamente no existirá una sola muñeca cíngara en el mundo ni un solo calidoscopio. El capricho quiso que el brazo de la muñeca estuviera tatuado con una mariposa en tinta china y que el calidoscopio tuviera, grabado sobre el tubo de cobre, el nombre de Camila Ersky.
Si no fuera tan patética, esta historia resultaría tediosa. Si no les parece patética, lectores, por lo menos es breve, y contarla me servirá de ejercicio. En los camarines de los teatros que Camila solía frecuentar, encontró los juguetes que pertenecían, por una serie de coincidencias, a la hija de una bailarina que insistió en canjeárselos por un oso mecánico y un circo de material plástico. Volvió a su casa con los viejos juguetes envueltos en un papel de diario. Varias veces quiso depositar el paquete, durante el trayecto, en el descanso de una escalera o en el umbral de alguna puerta.
No había nadie en su casa. Abrió la ventana de par en par, aspiró el aire de la tarde. Entonces vio los objetos alineados contra la pared de su cuarto, como había soñado que los vería. Se arrodilló para acariciarlos. Ignoró el día y la noche. Vio que los objetos tenían caras, esas horribles caras que se les forman cuando los hemos mirado durante mucho tiempo.
A través de una suma de felicidades Camila Ersky había entrado, por fin, en el infierno.
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