Ignoro de dónde me vino esta recomendación, pero al abrir el libro y ver que era una recopilación de artículos periodísticos casi se me cae de las manos. Huyo de estos conjuntos aunque los firmen plumas por mi tan queridas como las de Quim Monzó. Por no cerrarlo decidí leer un par. Acabé leyendo todos.
Jacinto Antón es un hombre de intereses diversos y singulares. Tiene algunas fijaciones, como la del conde Almásy, los personajes militares y trastear con reptiles, pero en general los temas son variados y extravagantes. Desde cocodrilos disecados a los húsares alados. De las momias a los campos de concentración. Cobardes y valientes todos mezclados, frecuentemente en la misma persona.
Prosa literaria, no de artículo. ¿Hay ficción? Seguramente para mejor resaltar la verdad, en ocasiones. Hay momentos divertidos, líricos, épicos, emocionantes. Todo por el mismo precio.
Lo mejor, sus artículos están disponibles online en el País: Jacinto Antón. Les recomiendo los anteriores al año 2000, los mejores, en mi opinión.
Si le ha gustado -y mucho- a un enemigo de los artículos periodísticos, ya se pueden imaginar lo bueno que es.
En Ravensbrück, la pesadilla se materializaba en realidades concretas: las casas de los SS, los crematorios, el corredor de las ejecutadas, las celdas de castigo, la Appelplatz, donde las presas aguardaban el recuerdo… Con su mirada, Català despertaba los viejos fantasmas del campo en una ordalía de dolor. Pasaban envueltas en sus capas negras las crueles guardianas, marchaban agotadas las brigadas de trabajo esclavo y crujían de nuevo los ejes de la siniestra carreta en la que se cargaban los escuálidos cadáveres, la cosecha del Lager. Neus Català nos llevó frente al monumento de homenaje a las presas y leyó con voz firme las palabras inscritas: «Si estas mujeres no hubieran interpuesto el escudo de acero de sus cuerpos frágiles…».
De vuelta al hotel, dejando atrás las puertas de aquel averno alemán y sus miasmas, me sentaba al borde del agua y observaba los pájaros del lago buscando algo de paz. Había leído que en la zona abundaban los martines pescadores, nuestro blauet, esa avecilla maravillosa a la que nadie puede permanecer indiferente y que con su vuelo incendiado de brillantes colores y su zambullida ha iluminado a tantos poetas: Milton, Byron, Keats, Oscar Wilde o Gerard Manley Hopkins («As kingfishers match fire, dragonflies draw flames»). Dicen que el martín pescador (Alcedo attis) tiene la facultad de calmar las aguas con su vuelo rasante y de crear sosiego a su alrededor. Algo que seguramente viene del mito griego de Halcyone y los 14 días de calma del solsticio de invierno, los días alciónicos, alkyonides hemerai.
Una noche le pregunté a una de las camareras del hotel por el ave y su curioso nombre en alemán, Eisvogel, ‘pájaro de hielo’. «Es por el plumaje, de un brillo azulado como el hielo». Me contó también que en invierno, cuando los lagos de la región se hielan, los martines pescadores hiperbóreos se lanzan contra la superficie congelada tratando de perforarla y algunos mueren, sus cuerpecillos rotos como flores ensangrentadas arrojadas sobre una sábana fría.
Al igual que los martines pescadores, las presas de Ravensbrück se veían forzadas a romper el hielo del lago del campo, el Schwedt, para meterse a dragarlo, descalzas y con las manos desnudas. Muchas de ellas, me explicaba Neus, yacen en el fondo, pues las cenizas de las muertas se arrojaban al lago, junto al que se alzan los hornos crematorios. «Nunca vi los pájaros de que me hablas. No estábamos para mirar pájaros. Sólo recuerdo los cuervos, grandes y lustrosos, los cuervos que dan su nombre al campo, Ravensbrück, ‘el puente de los cuervos’, y que medraban por todas partes».
Tampoco yo vi, en fin, aquellos días de abril, los martines pescadores. Pero sé que están allí y que contra la sombra ancha de las alas negras de los cuervos alzan, como las deportadas, como la querida Neus, su grito de aviso, la obstinada fragilidad de sus cuerpos y la esperanza de su luz.
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