Alianza, 2010. 198 páginas.
Tit. Or. Nine stories. Trad. Elena Rius.
Tanto había oído nombrar al autor, del que todavía no he leído su obra clásica (la reseña que hay en esta bitácora es de un invitado) que cuando acabé de leer el primer cuento se me quedó cara de tonto ¿Es para tanto? Buscando en internet críticas vi que no era el único decepcionado. Por suerte la cosa mejora. Los cuentos son:
Un día perfecto para el pez banana
El tío Wiggly en Conectcicut
Justo antes de la guerra con los esquimales
El hombre que ríe
En el bote
Para Esmé, con amor y sordidez
Linda boquita y verdes mis ojos
Teddy
El periodo azul de Daumier-Smith
Muchos tratan sobre la relación de adultos con niños o adolescentes. Mi preferido El hombre que ríe, crónica del distanciamiento entre el mundo de los adultos y el de los niños, con historia dentro de historia incluída.
En general están bastante bien, ojo, si el primero -de título tan famoso- no me impresionó demasiado fue más por lo que yo esperaba. En su momento se realizaron muchas reseñas de estos cuentos en varias bitácoras literarias. Pueden empezar por aquí: Nueve Cuentos de J.D. Salinger; Inicie su camino y luego seguir su camino al final. Una propuesta muy interesante que debería repetirse.
Calificación: Bueno.
Un día, un libro (269/365)
Extracto:
En 1928, a los nueve años, yo formaba parte, con todo el espíritu de cuerpo
posible, de una organización conocida como el Club de los Comanches. Todos los
días de clase, a las tres de la tarde, nuestro Jefe nos recogía, a los
veinticinco comanches, a la salida de la escuela número 165, en la calle 109,
cerca de Amsterdam Avenue. A empujones y golpes entrábamos en el viejo autobús
comercial que el Jefe había transformado. Siempre nos conducía (según los
acuerdos económicos establecidos con nuestros padres) al Central Park. El resto
de la tarde, si el tiempo lo permitía, lo dedicábamos a jugar al rugby, al
fútbol o al béisbol, según la temporada. Cuando llovía, el Jefe nos llevaba
invariablemente al Museo de Historia Natural o al Museo Metropolitano de Arte.
Los sábados y la mayoría de las fiestas nacionales, el Jefe nos recogía por la
mañana temprano en nuestras respectivas viviendas y en su destartalado autobús
nos sacaba de Manhattan hacia los espacios comparativamente abiertos del Van
Cortlandt Park o de Palisades. Si teníamos propósitos decididamente atléticos,
íbamos a Van Cortlandt donde los campos de juego eran de tamaño reglamentario y
el equipo contrario no incluía ni un cochecito de niño ni una indignada
viejecita con bastón. Si nuestros corazones de comanches se sentían inclinados a
acampar, íbamos a Palisades y nos hacíamos los robinsones. Recuerdo haberme
perdido un sábado en alguna parte de la escabrosa zona de terreno que se
extiende entre el cartel de Linit y el extremo oeste del puente George
Washington. Pero no por eso perdí la cabeza. Simplemente me senté a la sombra
majestuosa de un gigantesco anuncio publicitario y, aunque lagrimeando, abrí mi
fiambrera por hacer algo, confiando a medias en que el Jefe me encontraría. El
Jefe siempre nos encontraba.
El resto del día, cuando se veía libre de los comanches el Jefe era John
Gedsudski, de Staten Island. Era un joven tranquilo, sumamente tímido, de
veintidós o veintitrés años, estudiante de derecho de la Universidad de Nueva
York, y una persona memorable desde cualquier punto de vista. No intentaré
exponer aquí sus múltiples virtudes y méritos. Sólo diré de paso que era un
scout aventajado, casi había formado parte de la selección nacional de rugby de
1926, y era público y notorio que lo habían invitado muy cordialmente a
presentarse como candidato para el equipo de béisbol de los New York Giants. Era
un árbitro imparcial e imperturbable en todos nuestros ruidosos encuentros
deportivos, un maestro en encender y apagar hogueras, y un experto en primeros
auxilios muy digno de consideración. Cada uno de nosotros, desde el pillo más
pequeño hasta el más grande, lo quería y respetaba.
Aún está patente en mi memoria la imagen del Jefe en 1928. Si los deseos
hubieran sido centímetros, entre todos los comanches lo hubiéramos convertido
rápidamente en gigante. Pero, siendo como son las cosas, era un tipo bajito y
fornido que mediría entre uno cincuenta y siete y uno sesenta, como máximo.
Tenía el pelo renegrido, la frente muy estrecha, la nariz grande y carnosa, y el
torso casi tan largo como las piernas. Con la chaqueta de cuero, sus hombros
parecían poderosos, aunque eran estrechos y caídos. En aquel tiempo, sin
embargo, para mí se combinaban en el Jefe todas las características más
fotogénicas de Buck Jones, Ken Maynard y Tom Mix, perfectamente amalgamadas.
Todas las tardes, cuando oscurecía lo suficiente como para que el equipo
perdedor tuviera una excusa para justificar sus malas jugadas, los comanches nos
refugiábamos egoístamente en el talento del Jefe para contar cuentos. A esa hora
formábamos generalmente un grupo acalorado e irritable, y nos peleábamos en el
autobús—a puñetazos o a gritos estridentes—por los asientos más cercanos al
Jefe. (El autobús tenía dos filas paralelas de asientos de esterilla. En la fila
de la izquierda había tres asientos adicionales —los mejores de todos—que
llegaban hasta la altura del conductor.) El Jefe sólo subía al autobús cuando
nos habíamos acomodado. A continuación se sentaba a horcajadas en su asiento de
conductor, y con su voz de tenor atiplada pero melodiosa nos contaba un nuevo
episodio de «El hombre que ríe». Una vez que empezaba su relato, nuestro interés
jamás decaía. «El hombre que ríe» era la historia adecuada para un comanche.
Hasta había alcanzado dimensiones clásicas. Era un cuento que tendía a
desparramarse por todos lados, aunque seguía siendo esencialmente portátil. Uno
siempre podía llevárselo a casa y meditar sobre él mientras estaba sentado, por
ejemplo, en el agua de la bañera que se iba escurriendo.
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