Siruela, 1993, 1999. 280 páginas.
Tit. or. Se una notte d’inverno un viaggiatore. Trad. Esther Benítez.
Leí en su momento todo lo que encontré de Italo Calvino porque es un autor que me encantaba y, no sé por qué, este título escapó de mis manos. Sabía de su existencia, claro, me lo recomendaban alguna que otra vez, pero por una cosa o por otra no me lo apuntaba en la lista. ¿Un error? No, porque ahora que le ha llegado su turno he disfrutado muchísimo de su lectura.
Más que de argumento tenemos que hablar de meta argumento. Porque la trama se articula alrededor de un lector que comienza una historia y no puede seguir leyéndola por diferentes avatares (el libro está mal impreso, se pierde…). Mientras asistimos a sus peripecias vamos leyendo los distintos fragmentos de las supuestas historias que nunca lograremos completar.
Lo que en manos de otro sería un soporífero artefacto posmoderno difícil de tragar, en las expertas de Calvino se convierte en una sucesión de historias trepidantes, en una celebración del gozo de la lectura, en un juego de pistas intertextual enriquecedor y, sobre todo, en un placer de principio a fin con un final de aplauso.
Posiblemente la novela más redonda del autor y una verdadera delicia.
Muy recomendable.
Has leído ya una treintena de páginas y te estás apasionando por la peripecia. En cierto punto observas: «Esta frase no me suena a nueva. E incluso me parece que he leído ya todo este pasaje». Está claro: son motivos que vuelven, el texto está tejido con estos vaivenes, que sirven para expresar la fluctuación del tiempo. Eres un lector sensible a estas sutilezas, tú, dispuesto a captar las intenciones del autor, nada se te escapa. Pero, al mismo tiempo, experimentas también cierta contrariedad; precisamente ahora que empezabas a interesarte de veras, el autor se cree en la obligación de alardear de uno de los consabidos virtuosismos modernos, repetir un párrafo tal cual. ¿Un párrafo, dices? Pero si es una página entera, puedes hacer la comparación, no cambia ni una coma. Y al seguir adelante, ¿qué sucede? Nada, ¡la narración se repite idéntica a las páginas que ya has leído!
Un momento, mira el número de la página. ¡Maldita sea! ¡De la página 32 has vuelto a la página 17! Lo que creías un rebuscamiento estilístico del autor no es sino un error de imprenta: han repetido dos veces las mismas páginas. Es al encuadernar el volumen cuando se ha producido el error: un libro está hecho de «cuadernillos»; cada cuadernillo es una gran hoja en la que se imprimen dieciséis páginas y se pliega en ocho; cuando se encuadernan los cuadernillos puede suceder que a un ejemplar vayan a parar dos cuadernillos iguales; es un incidente que de vez en cuando ocurre. Hojeas ansiosamente las páginas que siguen para encontrar la página 33, siempre que exista; un cuadernillo repetido sería inconveniente de poca monta; el daño irreparable es cuando el cuadernillo exacto ha desaparecido, ha acabado en otro ejemplar donde a lo mejor está duplicado aquel y falta este. Sea como fuere, quieres reanudar el hilo de la lectura, no te importa nada más, habías llegado a un punto en el que no puedes saltar ni siquiera una página.
Ahí tienes de nuevo la página 31, 32… Y después, ¿qué viene? Todavía la página 17, ¡por tercera vez! ¿Qué clase de libro te han vendido? Han encuadernado juntos muchos ejemplares del mismo cuadernillo, no hay una sola página buena en todo el libro.
Arrojas el libro al suelo, lo tirarías por la ventana, incluso por la ventana cerrada, a través de las láminas de las persianas enrollables, que trituren sus incongruentes quinternos, que las frases las palabras los morfemas los fonemas chorreen sin poderse recomponer más en discurso; a través de los cristales, si son cristales irrompibles mejor aún, lanzar el libro reducido a fotones, vibraciones ondulatorias, espectros polarizados; a través del muro, que el libro se desmenuce en moléculas y átomos pasando entre átomo y átomo del cemento armado, descomponiéndose en electrones neutrones neutrinos, partículas elementales cada vez más diminutas; a través de los cables del teléfono, que se reduzca a impulsos electrónicos, a flujo de información, sacudido por redundancias y ruidos, y se degrade en una vertiginosa entropía. Quisieras arrojarlo fuera de la casa, fuera de la manzana, fuera del barrio, fuera del distrito municipal, fuera de la ciudad, fuera de la provincia, fuera de la región, fuera de la comunidad nacional, fuera del mercado común, fuera de la cultura occidental, fuera de la plataforma continental, de la atmósfera, de la biosfera, de la estratosfera, del campo gravitatorio, del sistema solar, de la galaxia, del cúmulo de galaxias, conseguir despedirlo más allá del punto donde las galaxias han llegado en su expansión, allí donde el espacio-tiempo no ha llegado aún, donde lo acogería el no-ser, incluso el no haber sido nunca ni antes ni después, a perderse en la negatividad más absoluta garantizada e innegable. Lo que se merece, ni más ni menos.
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