Me ha sorprendido agradablemente este libro. Una historia sobre un ángel apasionado que visita de vez en cuando a la humanidad. Tres protagonistas, desde el primer beso a una pitonisa nacida en el fuego, un escultor romano o un joven discípulo de Leonardo . Todas contadas por una bailarina francesa, supuestamente loca.
Un lenguaje poético diferente que, si bien al final llegó a empacharme un poco, en general deslumbrante. La mejor historia, la primera.
Algunos no acertaban a creerse aquel prodigio, y en lugar de huir introducían los pies en las vasijas de agua lustral y miraban asombrados mi cuerpo enrojecido y mi boca, que vomitaba un fuego sutilísimo de color azulado.
De pronto me sentí sola. El dolor del fuego presente me transportó al dolor del fuego pasado. Entre convulsiones, vi la cara de la mujer que me había parido y me convertí de nuevo en una niña en llamas.
Sentí que todo ardía por dentro y por fuera y escapé aterrada de todo cuanto veía dentro y fuera de mí.
Mis cabellos comenzaron a arder y mi cuerpo parecía una antorcha con piernas. Ya fuera del santuario, corrí como una bacante arrebatada por el delirio. De mi cabeza brotaban chispas y a mi paso flameaban los árboles, la maleza, el aire…
Sólo Artemio decidió seguirme, sólo él se atrevió a correr por la senda de fuego que yo iba dejando, sólo él brincó entre los tizones y respiró el aire ardiente que j iba exhalando mi aliento. Y cuando me tuvo cerca se arrojó sobre mí, estrechándome en sus brazos, deseoso de apagar el fuego que me consumía.
Yo sabía que si seguía abrazándome podía morir abrasado y le suplicaba que se apartase de mí, pero él no me hizo caso y rodamos juntos por una pendiente hasta que nos detuvo un árbol, que empezó a arder en cuanto lo tocamos. Fue entonces cuando Artemio se vio obligado a soltarme, pues se sentía morir de fuego y de ardor.
Rodó pendiente abajo, por terraplenes rocosos, hasta que desapareció como tragado por las sombras del abismo. Apenas lo había perdido de vista cuando me desmayé. No volví en mí hasta el día siguiente. Recuer-
do que al abrir los ojos noté una presencia en mi alcoba ) pensé en Artemio, pero era Onís, que me miraba con inquietud mientras me decía:
-Temo que acabas de entrar en el universo de las pasiones. ¿En quién estás pensando? ¿Con quién estás soñando? ¿Quién estremece tu corazón y tu pecho con temblores nuevos?
-El ateniense -grité, y no mentía. Recordaba el contacto con la piel de Artemio como un movimiento musical. Mi gusto y mi olfato se habían agudizado, y mis fantasías estaban impregnadas de perfumada ansiedad. Entre temblores añadí-: He sentido, cuando me abrazaba, que…
De pronto me quedé muda. Con un gesto, Onís me animó a seguir. Volví a comenzar:
-He sentido, cuando me abrazaba, que es el único hombre que no teme a los dioses.
-¿No estarás exagerando?
-¡No! -grité-. Y si no consientes que lo vea, me arrojaré al pozo del oráculo y desapareceré en el abismo.
Lo dije con tal convicción que Onís consintió que mi cimarrón se acercase al oráculo algunas tardes. Llegaba montado en un potro negro, y permanecía esperando junto a la puerta hasta que algún sacerdote salía. En-lonces Artemio preguntaba por mi estado, obteniendo el silencio por respuesta. Yo era una doncella de Apolo y no podía contraer nupcias con los mortales. Otras muchachas como yo se habían suicidado ante la idea de mi futuro sin amor palpable y verdadero. Quizá Onís pensó en ellas, pero no por eso permitió que Artemio entrase en mi aposento, ni cuando caía la nieve ni la lluvia, ni cuando las tormentas azotaban con sus truenos y relámpagos Delfos.
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