Partiendo de la base de que todo canon es imperfecto mejor guiarse por los seleccionadores. En este caso los gustos de Ignacio Vidal-Folch y Ramon de España coinciden bastante con los míos. Básicamente se inspiran en el Cairo con unas gotas del Víbora. Yo no estoy tan escorado hacia la línea clara pero la disfruto igual.
Viendo además la editorial que lo publica todo encaja. En cualquier caso un conjunto de recomendaciones adecuadas, información biográfica sobre los autores muy bien escrita y documentada -alejada de los típicos refritos wikipédicos habituales en estos casos. La pena es que no me ha descubierto ningún autor nuevo, aunque me ha puesto el gusanillo de volver a algunos o descubrir obras que tengo sin leer.
Recomendable.
Pero no nos dirigimos, o no sólo nos dirigimos, a ese lector. Este libro quiere ser una herramienta orientativa para todos aquellos que, sin saber nada de co-mics, sin haberlos leído nunca, habiéndose mantenido lejos de los tebeos y del aura subcultural que los rodea, pero sintiendo curiosidad por un medio narrativo, quisiera saber qué hay de bueno en él.
Ese lector se sentiría perfectamente desorientado si tuviera que escoger entre los miles de títulos que los kioscos o las librerías especializadas le ofrecen en las portadas de chillones colores. Como un camino de iniciación a los tebeos, este libro le hablará sólo de las obras maestras de los comics, le ofrecerá un listado de lo mejor que ha realizado el medio en estos cien años de vida. Lo mejor, porque ya decía Dalí que no vale la pena tomarse la molestia de asistir a un espectáculo que no sea extraordinario, y mucho menos merece la pena escribir (y leer) sobre comics que no sean ciento por ciento excelentes.
«Lo mejor», según el criterio de los autores de este canon. Y ese criterio parte del presupuesto de que los comics no son, como a veces descarnadamente se ha pensado, un medio de experimentación gráfica, un soporte para el virtuosismo gráfico, ni mucho menos un noveno arte tendente a descifrar lo inefable, sino una subcorriente de la literatura popular que emplea el dibujo como parte de su lenguaje, prácticamente como una caligrafía. En suma: la historieta es un medio de expresión que se funda en el guión, en el relato, y por consiguiente
es, en lo fundamental, narrativa escrita.
A partir de este a priori, nuestro criterio dice que los mejores comics de todos los tiempos son aquellos que destacan como relato coherente; los que, en cuanto relato, no desmerecen de los logros de otros sistemas como la novela o la película.
Por eso, en nuestra selección de obras maestras nadie espere ver ninguna de las historietas de la llamada «edad de oro» del comic, la que va desde principios de siglo hasta la segunda guerra mundial; ni referencias a «Tarzán» por bien que dibujasen la anatomía del hombre mono sir Harold Foster en 1929 y a partir de 1937 el señor Burne Hogarth; ni al «Krazy Kat» de Herriman, por más que se nos diga que su narrativa surreal conecta con ciertas vanguardias artísticas de las primeras décadas del siglo; ni referencia alguna a «Rip Kirby», «Flash Gordon» o «Agente secreto X-9», aunque a nadie se le escape que el trazo de Alex Raymond es el de la suprema, insuperada elegancia. Los relatos que estos y otros maestros de la Edad de Oro (Winsor McCay, «Little Nemo» 1905; Elzie Crisler Segar, «Popeye» 1929; Walt Disney, «Mickey Mouse» 1930; Chester Gould, «Dick Tracy» 1931; Milton Caniff, «Terry y los piratas» 1934; Lee Falk y Ray Moore, «El hombre enmascarado, 1936) no se dirigen al público adulto, por más que algunos de ellos hayan construido universos oníricos de gran poder de fascinación y por más que la vieja guardia de la crítica especializada, perezosa y sumisa a los hit parades norteamericanos, no jure más que por ellos.
Por motivos parecidos no dedicaremos ni siquiera unas líneas desdeñosas a los «mangas» japoneses que durante los últimos años se han enseñoreado del mercado, en la cresta de la ola de los dibujos animados de la televisión, ni mucho menos a los superhéroes americanos que, en la estela del «Superman» de Jerry Siegel y Joe Shuster, tanto daño han hecho a los tiernos circuitos cerebrales de generaciones de adolescentes perdidas ya para la sociedad a fuer de embrutecidas por las andanzas de esos patéticos enmascarados.
También dejaremos de lado las tiras cómicas como los «Peanuts» de Charles Schulz o la «Mafalda» de Quino, cuyo humor inteligente e impacto mediático son sobradamente conocidos por los lectores interesados o no en comics como
para que ahora vayamos a descubrir también esta sopa de ajo. Por cierto que «Comic» es un término que revela sus principios humorísticos, pero en nuestro canon nos ceñiremos casi exclusivamente a los grandes autores de relatos y a las obras maestras del tebeo moderno.
Los autores se comprometen con el lector totalmente indocumentado en comics a proporcionarle en estas páginas la información precisa para que pueda hacerse con una biblioteca breve de los mejores que han aparecido en los cien años que han transcurrido desde que Richard Felton Outcault trazó el primer y tembloroso filacterio. Una biblioteca breve, generadora de lecturas satisfactorias y que no desmerecerá del nivel de su biblioteca general de grandes obras de la literatura universal.
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