Valdemar, 2001. 446 páginas.
Trad. José Rafael Hernández Arias.
Recopilación de todos los textos breves de Kafka, en sus versiones originales a partir de los manuscritos, ya que algunos de los publicados estuvieron retocados por Max Brod. Se incluyen algunos largos, como La metamorfosis, no sólo porque el autor lo consideraba así, sino porque en su opinión formaba parte de una trilogía junto con La condena y El fogonero.
83 cuentos en un orden más o menos cronológico de los que muchos son fragmentos o continuaciones inacabadas de otros. Pero no pensemos que los fragmentos son cosas sueltas sin ningún sentido, todos los textos tienen entidad propia porque son Kafka en estado puro. Eso sí, la calidad es bastante desigual. Al lado de obras maestras como la famosa metamorfosis o Ante la ley encontramos otros textos más olvidables -y que pocas veces suelen aparecer en antologías.
Sobre la personalidad y los textos de Kafka se ha dicho mucho y no voy a ser yo quien aporte nada nuevo. Comentar que el libro lo leí poco a poco porque no es conveniente pasear mucho tiempo seguido en el borde del abismo. No deja de ser curioso que alguien que transpira ese pesimismo vital apreciara tanto la jovialidad:
En los recuerdos de Gustav Janouch sobre Kafka se encuentra un curioso pasaje sobre uno de los autores predilectos del autor praguense, me refiero a G. K. Chesterton, el creador del Padre Brown y el autor de ensayos en defensa de la fe católica. Para Kafka, en una época impía e irreligiosa como la suya, sólo quedaba la jovialidad como remedio contra la desesperación. Por esta razón le gustaba la obra de Chesterton, porque era tan jovial que casi se podía creer que había encontrado a Dios.
Una edición excelente que sirve para releer textos famosos (El silencio de las sirenas, Un artista del hambre, El buitre, La construcción de la muralla China y tantos otros) al lado de otros bastante desconocidos pero que nos dan una idea del talento y las obsesiones de Kafka.
Muy bueno.
17. EL GRAN RUIDO
Estoy sentado en mi habitación, en el cuartel general del ruido de toda la casa. Oigo cómo se cierran todas las puertas; el ruido que hacen al cerrarse evita que oiga los pasos de los que las atraviesan, aunque todavía oigo cómo se cierra el horno en la cocina. Padre echa abajo la puerta de mi habitación y la atraviesa arrastrando su bata; en la habitación contigua atizan las cenizas de la calefacción; Valli pregunta, gritando desde el recibidor palabra por palabra, si ya se ha limpiado el sombrero de padre; un borboteo, que me parece familiar, eleva el griterío de una voz que responde. Llaman a la puerta de la casa y hace el mismo ruido que una garganta acatarrada, se abre la puerta con el canturreo de una voz femenina y se cierra con una sacudida despiadada. Padre se ha ido, ahora comienza el ruido suave, disperso, desesperanzado, iniciado por el canto de los dos canarios. Ya hace tiempo pensé, con los canarios se me vuelve a ocurrir, si no podría abrir un poco la puerta, arrastrarme como una serpiente hasta la habitación contigua y desde el suelo pedir a mi hermana y a su institutriz un poco de silencio.
—La cuestión es la siguiente. A pesar de mi juventud, me han nombrado juez de la colonia penitenciaria. Ayudé al comandante anterior en todos los asuntos penales y conozco el aparato mejor que nadie. El principio al que someto mis decisiones es: la culpa es siempre inconcusa. Otros tribunales podrán no compartir este principio, pues normalmente son colegiados y tienen otros tribunales superiores a los que están sometidos. Pero ése no es el caso aquí, o, al menos, ése no era el caso con el anterior comandante. El nuevo, ciertamente, ya ha mostrado ganas de entrometerse en mis competencias judiciales, pero hasta ahora he sabido defenderme y también lo sabré hacer en el futuro. Usted quería que le explicase este caso. Es muy simple, como todos. Un capitán ha presentado esta mañana una denuncia en la que acusa a este hombre, asignado al capitán como sirviente y que duerme ante su puerta, de haberse dormido durante el tiempo de servicio. Su deber consistía en levantarse cada hora y saludar ante la puerta del capitán. Ningún deber difícil, como se puede comprobar, y muy necesario, pues tiene que permanecer fresco para vigilar y para servir. El capitán quiso comprobar la noche anterior si el sirviente cumplía su deber. Abrió la puerta cuando el reloj daba las dos de la madrugada y lo encontró durmiendo en posición fetal. A continuación, cogió la fusta y lo golpeó en la cara. En vez de levantarse y pedirle perdón, el hombre cogió al capitán por las piernas, lo movió de un lado a otro y exclamó: «¡Tira la fusta o te como!». Ése es el relato de los hechos. El capitán vino hace una hora a verme, escribí los datos que me proporcionó y, a renglón seguido, escribí también la sentencia. A continuación, ordené que encadenaran al hombre. Todo fue muy fácil. Si hubiera llamado primero al hombre y le hubiera preguntado, sólo se habría originado confusión. Para empezar, habría mentido; si me hubiera sido posible demostrar que mentía, habría sustituido las antiguas mentiras por otras nuevas y etc. Pero ahora lo tengo y ya no lo suelto. ¿Está claro? Pero el tiempo pasa, la sentencia se debería ejecutar ya y todavía no he terminado de explicar el funcionamiento del aparato.
54. EL SILENCIO DE LAS SIRENAS
Demuéstrales que también medios deficientes, sí, incluso pueriles, pueden servir para salvarse.
Para guardarse de las sirenas, Odiseo se puso cera en los oídos y dijo que lo encadenaran al mástil. Algo similar podrían haber hecho los viajeros desde entonces —excepto aquéllos a los que las sirenas seducían desde la lejanía—, pero se sabía en todo el mundo que eso no ayudaba. El canto de las sirenas lo penetraba todo, hasta la cera, y la pasión del seducido habría roto algo más que cadenas y mástil. En eso no pensó Odiseo, aunque tal vez había oído algo sobre ello, pero él confiaba plenamente en los trozos de cera y en las cadenas, así que con alegría inocente por contar con tales medios de defensa se enfrentó a las sirenas.
No obstante, las sirenas poseen un arma mucho más terrible que su canto: su silencio. Aún no ha ocurrido, pero entra dentro de lo razonable que alguien pudiera salvarse ante su canto, lo que en ningún caso podría suceder ante su silencio. Nada en la tierra puede superar el sentimiento de haberlas vencido con las propias fuerzas, tampoco la arrogancia resultante de esa victoria, que todo lo arrebata.
Y, en realidad, cuando Odiseo llegó, aquellas violentas cantantes no cantaron, ya fuera porque creyeran que a ese enemigo sólo se le podría vencer con el silencio, ya porque al ver el rostro de felicidad de Odiseo, quien sólo pensaba en cera y cadenas, olvidaran sus cantos.
Odiseo, sin embargo, por decirlo de algún modo, no escuchó su silencio; él creyó que cantaban y que se había protegido muy bien de su canto; fugazmente pudo ver cómo giraban sus cuellos, cómo respiraban profundamente, vio los ojos llenos de lágrimas, la boca medio abierta, y creyó que todo se debía a las arias, que, sin ser oídas, resonaban a su alrededor. Pero esa visión se tornó distante, las sirenas desaparecieron y, precisamente cuando él estaba más cerca de ellas, ya no supo nada de ellas.
Las sirenas, sin embargo, más bellas que nunca, se estiraban y giraban, dejaban que su cabello ondeara al viento, extendían las garras sobre las rocas, ya no querían seducir, sólo querían seguir contemplando, tanto como fuera posible, el brillo de los grandes ojos de Odiseo.
Si las sirenas hubieran tenido conciencia, en aquel momento habrían sido destruidas; pero así son y así permanecen, sólo Odiseo se les ha escapado.
Por lo demás, hasta nosotros ha llegado un añadido a esta historia. Odiseo, se dice, era tan astuto, tan zorro, que la diosa del destino no pudo penetrar en su interior; tal vez él, aunque eso no se puede entender con una mentalidad humana, había notado que las sirenas callaban y presentó tanto ante ellas como ante los dioses el arriba descrito proceso imaginario como si se tratase de un escudo.
63. EL ESCUDO DE LA CIUDAD
Al principio reinaba un gran orden en la Torre de Babel, sí, tal vez había demasiado orden, se pensaba demasiado en indicaciones, intérpretes, alojamientos para trabajadores y en vías de comunicación, como si se tuvieran ante sí siglos de posibilidades de trabajo. La opinión dominante en aquel tiempo hacía hincapié en que no se podía construir con la suficiente lentitud; no había que exagerar mucho esa opinión para terminar resistiéndose a poner los fundamentos. Se argumentaba así: «Lo esencial de toda la empresa es el pensamiento de construir una torre que llegue al cielo. Al lado de este pensamiento todo es secundario. El pensamiento, una vez aprehendido en toda su grandeza, ya no puede desaparecer; mientras existan seres humanos, siempre estará presente el fuerte deseo de construir la torre hasta el final. Así pues, en ese sentido, no hay que preocuparse por el futuro, todo lo contrario, los conocimientos del hombre aumentan, el arte de la construcción hace continuos progresos y los hará en el futuro; para realizar un trabajo en el que ahora invertimos un año, en cien años tal vez sólo se necesitarán seis meses para terminarlo y, además, con una mayor perfección, más duradero. ¿Para qué, entonces, esforzarse hoy por llegar a los límites de nuestras fuerzas? Eso sólo tendría sentido si existiera la esperanza de terminar la torre en el periodo de vida de una generación. Pero eso no se puede esperar. Más bien ocurriría que la siguiente generación, con sus conocimientos perfeccionados, encontraría deficiente el trabajo de la anterior y decidiría derribar lo construido para comenzar desde el principio». Semejantes pensamientos paralizaron las fuerzas y más que preocuparse por la construcción de la torre se preocuparon por la construcción de la ciudad de los trabajadores. Cada equipo nacional quiso tener los más bellos alojamientos, sobre ello surgieron disputas, que desembocaron en luchas sangrientas. Esas luchas ya no cesaron; para los responsables sirvieron como nuevo argumento para detener la construcción por falta de concentración o para postergarla hasta que se firmara la paz. Pero no se empleaba todo el tiempo en luchar, en las pausas se embellecía la ciudad, con lo que se provocaban nuevas envidias y nuevas luchas. Así transcurrió el tiempo de la primera generación, pero ninguna de las siguientes fue distinta, sólo aumentaba la destreza y con ella las ansias de lucha.
A todo ello se añadió que ya la segunda generación reconoció la falta de sentido de una torre celestial, pero ya existían demasiados vínculos como para abandonar la ciudad. Todo lo que surgió de esta ciudad en forma de canciones y leyendas está henchido por el anhelo de un día profético, en el cual la ciudad será destruida por un puño enorme, con cinco golpes consecutivos. Por eso la ciudad tiene un puño en el escudo.
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