Incluye los libros de cuentos Cuentos de mamá, Cuentos republicanos y La guerra de los dos mil años.
Están en orden cronológico menos el último que por motivos editoriales se coló en este primer volumen cuando debería ir en el segundo. Los primeros son estampas del niño y los problemas de salud con su madre, la cercanía de la muerte que no se entiende y los problemas de la posguerra. El segundo -en mi opinión el mejor- ya se ha reseñado por aquí (ver el enlace anterior).
El último se mueve entre una ciencia ficción sui géneris (al estilo de Calvino) y un onirismo inquietante. Hay ciudades extrañas, coches que invaden las carreteras en un atasco perpétuo, televisores que ven el pasado o cámaras que atraviesan las paredes. Algunos cuentos están muy bien, pero en general es el que menos me ha gustado, con historias que no han envejecido del todo bien.
En conjunto, bueno.
Y pusieron en las bombillas y en los balcones de la alcoba de mamá papeles colorados; y colocaron cada una de nuestras camas a un lado de la cama grande porque los dos hermanos teníamos el sarampión. A mí me alcanzó un jueves y a él un viernes… Mi cama era la que estaba al lado del balcón, y la suya junto al armario; pero como la cama de mamá, que estaba en medio, era más alta, yo no veía a mi hermanillo… Sólo el piecero de su cama, que se retrataba en el espejo de la coqueta… Todos los muebles de la alcoba eran altos, color corinto, con incrustaciones de laureles, de armas, de liras y de laúdes barrigudos… Y sobre la mesilla de noche, que estaba a mi lado, había un reloj que no se paraba nunca. Y una veces casi no se oía, pero otras se oía tanto que parecía que latía toda la alcoba, y el armario, y el lavabo, y las descalzadoras tapizadas de azul…, y el jarro del lavabo blanco y gordo, y las sienes.
Como era invierno, por el balcón se veía un cielo muy feo. Por las tardes tocaban las campanas a Gloria, porque todos los días se morían niños del sarampión. Tocaban horas y horas. Y algunas veces se oían las campanas, pero no se oía el reloj, y otras al revés, y otras las dos cosas… y además un organillo que se paraba en la esquina de la confitería todas las tardes a tocar el “Adiós, muchachos, compañeros de mi vida”… Lo tocaban todas, todas las tardes. Y cuando se iba, todavía seguía yo oyéndolo… Y creía que aquellos muchachos que se iban éramos nosotros: mi hermanillo y yo. Y luego decía el tango, que iba cantando una chica, “barra querida de aquellos tiempos”. Y yo no sabía que sería aquella cosa de “barra querida”… y miraba al toallero, que eran dos barras de cristal. Y es que, entonces, yo nada oía bien, ni nada veía bien, ni nada entendía bien, pues en mi cabeza todo daba vueltas colorado como el papel de las bombillas y el balcón, y todo me sonaba a campanas, a reloj y a organillo. ¡Sobre todo el organillo! Y sonaba al anochecer, cuando subía la fiebre y nos ponían el termómetro, y lo miraban a la luz del balcón y decían: treinta y ocho y medio, treinta y nueve y medio… “Adiós, muchachos, barra querida… de aquellos tiempos…” Tin, ton… Tic, tac, tic, tac.
Y todos los días, por el espejo de la coqueta, pasaban muchas veces papá y mamá, la Tala, la abuela, el abuelo, y nos miraban, y hablaban entre sí, y nos tocaban la frente.
Las manos de don Domingo, el médico, estaban muy frías y daba gusto. Cuando nos tomaba el pulso sacaba un reloj finito de oro y lo miraba muy serio, pero yo, por más que aguzaba, no conseguía oír el reloj de don Domingo: no lo dejaba salir el de la mesilla, que era más gordo… Y si yo movía las piernas o sacaba los brazos, don Domingo me decía: “Niño, no hagas banderas”. Y yo no sabía por qué cosa sería aquello “hacer banderas”.
De noche, venía la criada de la confitería a ver cómo estábamos, y la de Bolós, y la de Salvadorcito… Ellos también estaban con el sarampión… Toda la calle estaba con el sarampión, menos la nena del organillo.
… A veces, no sabía yo si es que veía a papá y a mamá y a toda la gente en el espejo de la coqueta, o es que lo soñaba, o es que los recordaba de antes del sarampión… Me pasaba igual con el “Adiós, muchachos”, que no sabía cuándo lo estaba oyendo y cuándo no. Y unas veces me creía que sí, que estaba en la cama, pero otras no, sino que volaba por encima de la plaza, y que en medio de ella estaba León, el policía, con el sable colgado y comiéndose una lechuga hoja a hoja.
Una tarde, estaba tocando el organillo en la esquina el “Adiós, muchachos”, y de pronto se paró… y es que pasaba un entierro… que fue el de Salvadorcito. Y oí muy bien cómo los curas cantaban al pasar bajo mi balcón; sobre todo oía muy bien a Paco, el sacristán, que tenía una voz muy retumbona. Y de pronto me estremecí porque la banda de música comenzó a tocar la marcha triste que tocan en las procesiones, y era que iba la banda en el entierro, porque el padre de Salvadorcito era teniente de alcalde. El entierro tardó en pasar mucho, mucho, mucho, y ya cuando no se oía nada del entierro, siguió el organillo con su “Adiós, muchachos”, por donde lo había dejado…
Pero yo no supe que aquel era el entierro de Salvadorcito hasta luego, muy después, y siempre pensé que la banda lo que iba tocando entonces era el “Adiós, muchachos”.
Todavía tardaron muchos días en quitar los papeles rojos de los balcones y las bombillas. Cuando nos pusimos buenos, ya se había ido el organillo, de modo que nunca pude verlo, ni a la nena que cantaba.
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