Páginas de espuma, 2011. 286 páginas.
Multitud de minirelatos alrededor de tres ejes. Los primeros inspirados en figuras retóricas como la epanadiplosis o el hipérbaton. Los segundos cogen frases hechas del lenguaje (abrigar la esperanza, entre la espada y la pared,…) y arman una historia que inspire esa frase en un sentido literal. Los últimos están escritos a partir de titulares de periódicos.
Pues bien, a pesar de que simpatizo con el juego que se propone la autora, y que los relatos están escritos con solvencia, solo uno de ellos me ha despertado algo de simpatía. El resto se me han hecho interminables, excesivamente directos en su planteamiento y sin el menor músculo narrativo. Si decía aquel que un relato te tiene que ganar por KO estos no me han hecho ni cosquillas.
No me ha gustado.
Abrigar esperanzas
Pedro Juan era ya todo un hombre cuando, en la sección para caballeros de unos grandes almacenes, conoció a Esperanza. «Te llamas igual que mi madre», le dijo. «Pero igual, igual, ¿eh?». Ella sonrió. «A veces la llaman Espe», añadió él. «Como a mí», contestó ella. Y como si aquellas coincidencias fueran suficientes para entrar en confianza, Pedro Juan se decidió a invitarla al cine. Esperanza aceptó. Y también aceptó, algunas semanas más tarde y siempre en nombre de esa serie de significativas coincidencias que fraguaban una historia de amor sin precedentes, casarse con Pedro Juan. La alegría no tuvo límites cuando, diez meses después, Esperanza madre y Pedro Juan esperaban con impaciencia extrema en los pasillos de la Maternidad el nacimiento del primer retoño. Niña. Otra Esperanza en la familia. Quiso el destino que aquel mismo día, de camino a casa, Esperanza, Esperanza, Esperanza y Juan Pedro sufrieran un percance en carretera a altas horas de la noche. Tuvieron que abandonar el vehículo y quedarse a la intemperie. Nevaba. El frío era inaguantable. Pedro Juan se desembarazó de toda su ropa y la cedió a sus Esperanzas. No iba a permitir que las cobijara otro. «Cada cual las suyas», pensó, y acto seguido detuvo un automóvil. Subió. Conducía una mujer bellísima que dijo llamarse Milagros. «Te llamas igual que mi hermana», le dijo Pedro Juan. «Pero igual, igual, ¿eh?». Ella sonrió. «A veces la llaman Mila», añadió él. «Como a mí», contestó ella. Aquellas coincidencias fueron suficientes para entrar en confianza. De ahí.
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