Felipe Alfau. Locos.

marzo 17, 2023

Felipe Alfau, Locos
Planeta, 2008. 282 páginas.
Tit. or. Locos a comedy of gestures. Trad. Javier Fernández de Castro.

En una taberna de Toledo se juntan una serie de personajes curiosos que el autor utiliza para desarrollar sus historias en un tira y afloja porque en cuanto se descuida se rebelan y hacen de las suyas. Algunos casi no existen mientras que otros luchan por convertirse en seres reales mientras que unos pocos viven vidas legendarias.

Novela recuperada del olvido de la memoria, escrita en la década de los 30 pero publicada en 1988. En el prólogo la comparan con Calvino, Nabokov, Eco e incluso con Borges, y va a ser que no. Tiene muchos aciertos e incluso páginas brillantes, pero dista mucho de ser una obra maestra.

Aunque ahora estemos hartos de metaficción de nivolas o personajes que buscan un autor en la época debió ser un recurso original y el entramado que construye enlazando los cuentos mediante personajes que pasan del primer plano al fondo y viceversa (con pistas sutiles que se explican en el epílogo) es admirable. En Un romance de perros, una de las historias más largas con tintes autobiográficos, el autor está que se sale. Pero otras, como la de Chinelato se hacen difíciles de tragar. Y no siempre las costuras metanarrativas están bien acabadas.

Pero en general es una obra que merece la pena leer, con momentos geniales. Vean el elenco:

«La cartera», en realidad, puede ser el centro del libro, cuyo tema es España considerada como un absurdo, una mezcolanza de mendigos, chulos, policías, monjas, ladrones, curas, asesinos y artistas del timo. El título se refiere a un Café de los Locos, en Toledo, donde, en el primer capítulo, casi todos los personajes son presentados como parroquianos susceptibles de ser «personajes» para los malos escritores que, como el autor, van allí a observarlos. Está el doctor De los Ríos, el médico que atiende a la mayoría de las ruinas humanas apiñadas en torno a las mesas; Gastón Bejarano, un chulo conocido como el Cogote; don Laureano Báez, un acomodado mendigo profesional; su hija/sirvienta Lunarito, la hermana Carmela, que es la misma persona que Carmen, una monja fugada; García, un poeta que se convierte en experto en huellas dactilares; el padre Inocencio, un cura salesiano; don Benito, el Prefecto de Policía; Felipe Alfau; don Gil Bejarano, un buhonero, tío del Cogote; Pepe Bejarano, un joven agraciado, hermano del Cogote; doña Micaela Valverde, viuda tres veces y necrófila.

Muy bueno.


Un día estaba yo sentado en un café de la Plaza de Cataluña de Barcelona. Mi atención, así como la de diversos transeúntes y clientes del café, se vio atraída por un extraño grupo que cruzaba la plaza.
Eran seis hombres vestidos de forma fantástica. Portaban americanas con gruesas franjas verdes y amarillas y también sombreros de copa con el mismo tipo de rayas. Venían hacia el café.
Cuando estuvieron más cerca, me fijé en un hombre que caminaba delante y que hacía todo lo posible por sumergirse en sus ropas. Buscaba literalmente un agujero en la tierra que se lo tragase.
Finalmente, el pobre tipo acabó de cruzar la plaza y tomó asiento ante una de las mesas del café. Los seis le siguieron con toda seriedad, tomaron asiento ante una mesa cercana y permanecieron silenciosos e inmóviles. Le pregunté a un camarero qué era todo aquello.
—Pertenecen a una agencia especializada en el cobro a morosos. Hace aproximadamente un mes que funciona.
La agencia trabajaba de la siguiente manera:
Si una persona no pagaba una deuda, el asunto era puesto en manos de la agencia. Inmediatamente, seis hombres vestidos de la forma descrita se apostaban ante la puerta de la víctima. En cuanto el acreedor salía de casa, le seguían de cerca. Si tomaba un coche, ellos tomaban otro. Si iba de visita, ellos le esperaban a la puerta y luego reanudaban su actividad. Le seguían a todas partes, constantemente, hasta que todo el asunto se convertía en una pesadilla. Incluso el moroso más recalcitrante se rendía ante semejante persecución y, con vistas a librarse de esa peste y del ridículo público, pagaba su deuda para que le dejasen en paz. No se sabía de nadie que hubiese aguantado una semana. La agencia se quedaba una parte de la deuda, y ése era su negocio.
Evidentemente, el hombre que se había sentado en el café estaba sobre ascuas. Se giró en la silla y les dio la espalda a sus verdugos. La gente empezaba a agolparse, señalaba a los hombres y al moroso, y se reía.
Finalmente, el pobre hombre se levantó. Se acercó a uno de los seis y cambió unas palabras con él. Llamaron un carruaje y todos se metieron en él. En la espalda de uno de ellos pude ver claramente escrito:
AGENCIA OLÓZAGA
El mismo Olózaga de siempre, pensé, un espíritu lleno de recursos e imaginativo, con el mismo amor colorista por llamar la atención, siempre nuevo y refrescante en sus ideas.


Entonces Cavañitas sufrió un terrible castigo. Cavañitas, que era muy hábil con la honda, derribó al perro de la escuela de una pedrada en la cabeza y hubo que matar al perro.
Fue cosa del destino, y el primer signo de protesta que me lanzó a la acción. Cuando Cavañitas acabó su castigo, le di un abrazo y le pedí que me prestara una honda.
Esa noche, de vuelta a casa, llevaba la honda en una mano y la boina repleta de piedras; piedras recién cortadas, con cantos muy agudos y del tamaño adecuado. Sabía que era casi tan bueno como Cavañitas con la honda, que casi nunca fallaba, y, lo que es mejor, sabía que una honda convenientemente usada puede lanzar una piedra con fuerza terrorífica.
Aquella noche me sentía febril y había una rabia en mi corazón que pocas veces he vuelto a sentir. Al llegar a la calle, me detuve en el extremo y la vi extenderse frente a mí, estrecha y larga. Una sola farola en el extremo opuesto. Una sombra se destacó de la pared y se detuvo en el centro. Era el perro y se puso a ladrar.
Eso me produjo el efecto de un latigazo. Recuerdo haber oído el zumbido de la honda y un prolongado aullido. Yo estaba en pleno paroxismo. Recuerdo al perro retrocediendo y me recuerdo a mí persiguiéndole con saña y lanzándole una piedra tras otra hasta que lo perdí de vista.
Estaba poseído por una furia infernal, sentía la sangre golpeando en mis sienes, y entonces se abrió una ventana y apareció el dueño del perro diciendo algo acerca del perro. Le maldije utilizando el vocabulario más sucio que conocía. Trató de amenazarme pero yo le tiré una piedra y luego otra, que rompió un cristal. Recuerdo haberle gritado que deseaba matarles, al perro y a él. Entonces él se metió dentro, llamándome loco, y creo que tenía razón, y me fui a casa.
Cuando me abrieron la puerta, entré y me eché a llorar. No recuerdo lo que dije, salvo que no tenía intención de volver a estudiar, o que si me mandaban a ese colegio otra vez mataría a un cura. Grité y juré y por una vez no fui regañado. Mi madre me gritó a su vez, pidiéndome que me calmara, que no volvería al colegio, que podía hacer lo que quisiese y dormir cuanto desease. Entonces la recuerdo diciendo algo acerca de la anemia, y se mostró muy solícita y sentí un inmenso alivio y durante los días siguientes estuvieron dándome de beber algo amargo antes de las comidas.

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