El padre Almida y el sacristán de la iglesia tienen que abandonarla para evitar perder unas subvenciones de las que dependen buen parte de sus ingresos. Dejarán en las manos del padre Matamoros, un misacantano aficionado a la bebida la misa y a Tancredo, jorobado, en manos del acoso de Sabina, la lúbrica ahijada del sacristán. Las tres Lilias, encargadas de los servicios domésticos, se alegrarán de la llegada del nuevo cura.
Es fascinante como el autor consigue crear, en tan pocas páginas, un ambiente tan asfixiante, tan desquiciado bajo una apariencia respetable, que insinue tantos secretos oscuros, que lo pueble de personajes que parecen sacados de las tragedias griegas pasadas por el molinillo del cinismo contemporáneo.
Me ha fascinado esa iglesia, y me he quedado un poco huérfano cuando ha acabado el libro, porque hay más historia de la que se cuenta y me hubiera gustado leerla.
Muy recomendable.
De una edad indefinible, el padre Matamoros -el reverendo padre San José Matamoros del Palacio- resultaba de verdad un raro pájaro en la parroquia, gris y desplumado, venido de Dios sabe qué cielos. Vestía de paño oscuro y en lugar de alzacuellos usaba un suéter gris, de cuello de tortuga; su chaqueta parecía prestada, le quedaba grande; sus redondos zapatos casi negros, de colegial, tenían el cuero rajado y las suelas desaparecidas; los cordones eran blancos; usaba anteojos cuadrados: una lente partida por la mitad, una pata remendada con una sucia tira de esparadrapo.
Acabado el licor se fue corriendo con Tancredo a la sacristía (la lluvia arreciaba y se aposentaba en los sifones del jardín, desbordándose por sobre el pasillo de piedra) y, ya en la sacristía, acezante, pasó revista a cada ámbito, haciendo hincapié en los devotos lienzos que ornaban las paredes. Se persignó ante una virgen de Botticelli, y pareció orar con los ojos, maravillado; tiempo que Tancredo aprovechó para buscar una toalla y secarle el rostro y cabello, las empapadas manos, el pescuezo de pájaro. Matamoros se dejó hacer, sin quitar los ojos de la piadosa Madona del magníficat. Por
fin suspiró, y echó otra mirada en derredor, asintiendo con la cabeza. Reparó con alguna ironía en el teléfono, negro y antiguo, sobre una mesita. Lo sorprendió ese lejano rincón del teléfono donde, además, se divisaba una silla vacía, escueta, rodeada de una muchedumbre de ángeles de yeso, vírgenes y santos consternados, especie de tropa vencida, con las narices rotas, sin brazos, la mitad de las alas desaparecidas o descoloridas, los ojos blancos, los rostros raspados, las manos partidas y los dedos agrietados, extraño gentío que sin duda esperaba ser trasladado al artesano resucitador, o al basurero. Y se sonrió: «Teléfono para llamar a Dios», dijo. De su bolsillo sacó un diminuto peine amarillo, con el que apaciguó la revoltosa melena, usando a modo de espejo el inmenso copón de oro que Almida jamás quiso usar en sus misas, Dios sabe por qué. Del mismo bolsillo sacó un frasco de enjuague bucal, y -para bochorno del jorobado- hizo dos o tres buches que arrojó sin misericordia dentro del mismo copón. «Habrá que limpiar esto», dijo, y sólo entonces miró a Tancredo con fijeza de ave de rapiña. «Es usted mi acólito, ¿cierto?» preguntó, ofrendando la inevitable ojeada a su joroba. Sonrió sin maldad. «Ponga esto», ordenó, «en el altar». Se lo dijo mientras entregaba una luminosa y bien labrada vinajera de cristal, llena de agua. «Con esto decanto el vino», dijo, y, enseguida, los ojos puestos en un crucifijo de bronce, igual que si rindiera una explicación al Altísimo: «Prefiero beber mi propia agua en mis misas»
2 comentarios
más comas no entran
Yo creo, que, con buena voluntad, todavía cabe, alguna más.