Historia de un romance entre Asís Taboada, Marquesa de Andrade (viuda) y el gaditano Diego Pacheco. Una insolación de la primera da pie al acercamiento entre los dos personajes que conduce a un flirteo y finalmente a la consumación del amor.
Sorprende la novela por su frescura, el uso de diferentes registros del lenguaje, del más popular al más culto y, sobre todo, por la falta de culpa por parte de la mujer en el asunto amoroso. Es un canto al disfrute increíble en esa época. La mujer toma sus decisiones y tira p’alante, no es una seducida ni una violentada, sino que es una mujer empoderada.
Tiene entrada en la wikipedia: Insolación y es muy divertida.
Muy recomendable.
—La mano, jermosa —repitió la gitana.
Se la alargué y ella la agarró haciéndomela tener abierta. Pacheco contemplaba las dos manos unidas.
—¡Qué contraste! —murmuró en voz baja, no como el que dice una galantería a una señora, sino como el que hace una reflexión entre sí.
En efecto, sin vanidad, tengo que reconocer que la mano de la gitana, al lado de la mía, parecía un pedazo de cecina feísimo: la tumbaga de plata, donde resplandecía una esmeralda falsa espantosa, contribuía a que resaltase el color cobrizo de la garra aquella, y claro está que mi diestra, que es algo chica, pulida y blanca, con anillos de perlas, zafiros y brillantes, contrastaba extrañamente. La buena de la bohemia empezó a hacer sus rayas y ensalmos, endilgándonos una retahíla de esas que no comprometen, pues son de doble sentido y se aplican a cualquier circunstancia, como las respuestas de los oráculos. Todo muy recalcado con los ojos y el ademán.
—Una cosa diquelo yo en esta manica, que hae suseder mu pronto, y nadie saspera que susea… Un viaje me vasté a jaser, y no ae ser para má, que ae ser pa sastisfasión e toos… Una carta me vasté a resibir, y lae alegrá lo que viene escribío en eya… Unas presonas me tiene usté que la quieren má, y están toas perdías por jaserle daño; pero der revé les ae salir la perra intensión… Una presoniya está chalaíta por usté (al llegar aquí la bruja clavó en Pacheco las ascuas encendidas de sus ojos) y un convite le ae dar quien bien la quiere… Amorosica de genio me es usté; pero cuando se atufa, una leona brava de los montes se me güerve… Que no la enriten a usté y que le yeven toiticas las cosas ar pelo de la suavidá, que por la buena, corasón tiene usté pa tirarse en metá e la bahía e Cadis… Con mieles y no con hieles me la han de engatusar a usté… Un cariñiyo me vasté a tener mu guardadico en su pechito y no lo ae sabé ni la tierra, que secretica me es usté como la piedra e la sepultura… También una cosa le igo y es que usté mesma no me sabe lo que en ese corasonsiyo está guardao… Un cachito e gloria le va a caer der sielo y pasmáa se quedará usté; que a la presente me está usté como los pajariyos, que no saben el árbol onde han de ponerse…
Si la dejamos creo que aún sigue ahora ensartando tonterías. A mí su parla me entretenía mucho, pues ya se sabe que en esta clase de vaticinios tan confusos y tan latos, siempre hay algo que responde a nuestras ideas, esperanzas y aspiraciones ocultas. Es lo mismo que cuando, al tiempo de jugar a los naipes, vamos corriéndolos para descubrir sólo la pinta, y adivinamos o presentimos de un modo vago la carta que va a salir. Pacheco me miraba atentamente, aguardando a que me cansase de gitanerías para despedir a la profetisa. Viendo que ya la chica del puñal en el moño acudía con la fuente de huevos revueltos, solté la mano, y mi acompañante despachó a la gitana, que antes de poner pies en polvorosa aún pidió no sé qué para er churumbeliyo.
Empezábamos a servirnos del apetitoso comistrajo y a descorchar una botella de jerez, cuando otro cuerpo asomó en la abertura de la tienda, se adelantó hacia la mesa y recitó la consabida jaculatoria:
—En er nombre e Dió Pare, Jijo y Epíritu Zanto, que onde va er nombre e Dió…
—¡Estamos frescos! —gritó Pacheco—. ¡Gitana nueva!
—Claro —murmuró con aristocrático desdén la chica del merendero—. Como a la otra le han dado cuartos y vino, se ha corrido la voz… Y tendrán aquí a todas las de la romería. Pacheco alargó a la recién venida unas monedas y un vaso de Jerez.
—Bébase usté eso a mi salú…, y andar con Dios, y najensia.
—E que les igo yo la buenaventura e barde… por el aqué de la sal der mundo que van ustés derramando.
—No, no… —exclamé yo casi al oído de Pacheco—. Nos va a encajar lo mismo que la otra; con una vez basta. Espántela usted… sin reñirla.
—Bébase usté el Jerés, prenda… y najarse he dicho —ordenó el gaditano sin enojo alguno, con campechana franqueza. La gitana, convencida de que no sacaba más raja ya, después de echarse al coleto el jerez y limpiarse la boca en el dorso de la mano, se largó con su indispensable churumbeliyo, que lo traía también escondido en el mantón como gusano en queso.
—¿Tienen todas su chiquitín? —pregunté a la muchacha.
—Todas, pues ya se ve —explicó ella con tono de persona desengañada y experta—. Valientes maulas están. Los chiquillos son tan suyos como de una servidora de ustedes. Infelices, los alquilan por ahí a otras bribonas, y sabe Dios el trato que les dan. Y está la romería plagada de estas tunantas, embusteronas. Lástima de abanico.
—¿Ustedes duermen aquí? —la dije por tirarle de la lengua—. ¿No tienen miedo a que de noche les roben las ganancias del día o la comida del siguiente?
—Ya se ve que dormimos con un ojo cerrado y otro abierto… Porque no se crea usted: nosotros tenemos un café a la salida de la Plaza Mayor y venimos aquí no más a poner el ambigú.
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