Ariel, 1987. 260 páginas.
Tit. or. What is history? Trad. Joaquín Romero Maura.
Ensayo muy influyente -por lo que he leído- acerca de en qué consiste la historia. Lo bueno es que un gañán como yo puede leerlo y aprender mucho porque es muy divulgativo y se entiende perfectamente pese a que toca temas profundos.
La historia tiene muchas características que la hacen especial: se busca la objetividad pero esta es imposible. Se basa en los hechos pero siempre tienen que ser interpretados. Habla del pasado pero tiene un pie en el presente y otro en el futuro. Juzga cosas que no tiene que juzgar pero tiene un estatus de ciencia.
Carr va desgranando una serie de conceptos (sociedad, moralidad, causación, progreso…) y basándose en sus propios conocimientos y poniendo ejemplos claros y a pie de calle ilumina cada uno de estos aspectos dando una opinión coherente y convincente.
Muy recomendable.
No puede deducirse, del hecho de que una montaña parezca cobrar formas distintas desde diferentes ángulos, que carece de forma objetiva o que tiene objetivamente infinitas formas. No puede deducirse, porque la interpretación desempeñe un papel necesario en la fijación de los hechos de la historia, ni porque no sea enteramente objetiva ninguna interpretación, que todas las interpretaciones sean igualmente válidas y que en principio los hechos de la historia no sean susceptibles de interpretación objetiva. Más adelante nos detendremos en el significado exacto de la objetividad en la historia.
Pero tras la hipótesis de Ollingwood, se oculta otro peligro aún mayor. Si el historiador ve necesariamente el período histórico que investiga con ojos de su época, y si estudia los problemas del pasado como clave para la comprensión de los presentes, ¿no caerá en una concepción puramente pragmática de los hechos, manteniendo que el criterio de la interpretación recta ha de ser su adecuación a algún propósito de ahora? Según esta hipótesis, los hechos de la historia no son nada, y la interpretación lo es todo. Nietzsche ya dejó enunciado el principio: «La falsedad de una opinión no encierra para nosotros objeción alguna contra ella… El problema radica en saber hasta dónde contribuye a prolongar la vida, a preservarla, a amparar o aun a crear la especie». Los pragmáticos norteamericanos, aunque menos explícitamente y con menos entusiasmo, siguieron el mismo derrotero. El conocimiento es conocimiento para algún fin. La validez del conocimiento depende de la validez del fin. Pero aun en los casos en que no se ha profesado esta teoría, la práctica ha resultado no menos inquietante. He visto en mi propio campo de investigación demasiados ejemplos de interpretación extravagante que ignoraban los hechos más elementales, como para no quedar impresionado ante la realidad del peligro. No es sorprendente que el análisis minucioso de los productos más extremados de las escuelas historiográficas soviética y antisoviética fomente a veces cierta nostalgia de aquel imaginario refugio decimonónico de la historia meramente fàctica.
A mediados del siglo xx, ¿cómo hemos de definir, pues, las obligaciones del historiador hacia los hechos? Creo que he pasado en los últimos años bastantes horas persiguiendo y escrutando documentos, y rellenando mi relato histórico con hechos debidamente anotados a pie de página, como para librarme de la imputación de tratar con demasiada ligereza documentos y hechos. El deber de respeto a los hechos que recae sobre el historiador no termina en la obligación de verificar su exactitud. Tiene que intentar que no falte en su cuadro ninguno de los datos conocidos o susceptibles de serlo que sean relevantes en un sentido u otro para el tema que le ocupa o para la interpretación propuesta. Si trata de dar del inglés Victoriano la imagen de un ser moral y racional, no debe olvidar lo acontecido en Stalybridge Wakes en el 1850. Pero esto, a su vez, no significa que pueda eliminar la interpretación que es la savia de la historia. Los legos en la materia —es decir, los amigos de fuera
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