Libros del asteroide, 2017. 110 páginas.
La sombra de un niño ahogado en un lago, Salomon, el hermano de su padre, persigue al protagonista toda su niñez. Hasta que, ya adulto, se dedica a investigar para descubrir que las cosas no eran como el pensaba pero que, a la vez, sí que lo eran.
Un prodigio de concisión, en apenas 100 páginas nos habla de la muerte, del duelo, de la memoria, de la familia, de la importancia de recordar, e incluso de que hay otras vidas de las que nada sabemos y que cargan con su cruz a cuestas.
Me ha encantado. Muy bueno.
No sé en qué momento el inglés reemplazó el español. No sé si lo reemplazó realmente, o si más bien adopté el inglés como una especie de vestimenta que me permitiera ingresar y moverme con libertad en mi nuevo mundo. Apenas tenía diez años, pero acaso entendía ya que una lengua es también una escafandra. Días o semanas después de haber llegado a Estados Unidos —a un suburbio en el sur de Florida llamado Plantation—, y casi sin darnos cuenta, mis hermanos y yo empezamos a hablar solo en inglés. A nuestros padres, quienes nos seguían hablando en español, ya solo les contestábamos en inglés. Sabíamos un poco de inglés antes de salir de Guatemala, por supuesto, pero un inglés rudimentario, un inglés de juegos y canciones y caricaturas infantiles. Fue mi nueva profesora en el colegio, miss Pennybaker, una mujer muy joven y muy alta que corría maratones, quien mejor entendió lo esencial que era apropiarme rápidamente de mi nueva lengua.
El primer día de clases, ya en mi uniforme azul y blanco de colegio privado, miss Pennybaker me paró ante el grupo de niños y niñas y, tras guiarme en el juramento de lealtad a la bandera, me presentó como el nuevo alumno. Luego les anunció a todos que, cada lunes, yo daría un breve discurso sobre un tema que ella me asignaría el viernes previo, y el cual yo debía preparar y practicar y memorizar durante el fin de semana. Recuerdo que, en esos primeros meses, miss Pennybaker me asignó dar discursos sobre mi postre favorito (nieve de mandarina), sobre mi cantante favorito (John Lennon), sobre mi mejor amigo en Guatemala (Óscar), sobre lo que yo quería ser de grande (vaquero, hasta que me caí de un caballo; doctor, hasta que me desmayé al ver sangre en un programa de televisión), sobre uno de mis héroes (Thurman Munson) y sobre uno de mis antihéroes (Arthur Slugworth) y sobre una de mis mascotas (teníamos ahora como mascota a un enorme lagarto; o más bien un enorme lagarto vivía en nuestro jardín; o más bien un enorme lagarto vivía en el canal que corría atrás de nuestra casa, y algunas tardes lo veíamos desde la ventana tendido en el césped del jardín, quieto como una estatua, tomando el sol; mi hermano, por razones que solo él conocía, lo nombró Fernando).
Un viernes, miss Pennybaker me pidió que preparara un discurso sobre mis abuelos y bisabuelos. Ese sábado en la mañana, entonces, mientras mi hermano y yo desayunábamos y mi papá tomaba café y leía el periódico en la cabecera de la mesa, le hice algunas preguntas sobre sus antepasados, y mi papá me dijo que sus dos abuelos se habían llamado Salomón. Igual que su hermano, exclamé rápido en inglés, casi defendiéndome ante ese nombre, como si un nombre pudiese ser una daga, y la voz lejana de mi papá me dijo en español que sí, que Salomón, igual que su hermano. Me explicó por encima del periódico que su abuelo paterno, de Beirut, se había llamado Salomón, y que su abuelo materno, de Alepo, también se había llamado Salomón, y que por eso su hermano mayor se había llamado así, Salomón, en honor a sus dos abuelos. Yo guardé silencio unos segundos, algo asustado, tratando de imaginarme el rostro de mi papá del otro lado del periódico, acaso del otro lado del universo, sin saber qué decir ni qué hacer con ese nombre tan peligroso, tan prohibido. Mi hermano, también en silencio a mi lado, tenía un bigote de leche. Y ambos seguíamos en silencio cuando de pronto las palabras de mi papá se elevaron como un trueno o mandamiento desde el otro lado del periódico. El rey de los israelitas, anunció, y yo entendí que el rey de los israelitas había sido su hermano Salomón.
Ese lunes, entonces, de pie ante mis compañeros, les dije en mi mejor inglés que los dos abuelos de mi papá se habían llamado Salomón, y que el hermano mayor de mi papá también se había llamado Salomón, en honor a ellos, y que ese niño Salomón, además de hermano de mi papá, había sido el rey de los israelitas, pero que se había ahogado en un lago de Guatemala, y que su cuerpo de niño y su corona de rey seguían allá, perdidos para siempre en el fondo de un lago de Guatemala, y todos mis compañeros aplaudieron.
2 comentarios
Sin duda, Halfon arma historias emocionantes, medidas y bien escritas. Este libro me gustó. Mi favorito: El boxeador polaco
A mí también me gustó mucho