Errata naturae, 2013, 2014. 302 páginas.
Tit. or. The country girls. Trad. Regina López Muñoz.
Caithleen vive en una granja, tiene una amiga insoportable que se burla de ella, un padre alcohólico al que teme, una madre que intenta llevar la granja como puede, y dentro de esa vida casi miserable las cosas tienen espacio para ir a peor…
No sé de dónde me vino la recomendación, es posible que leyera algún artículo en jotdown, pero a pesar de las elogiosas frases de la contratapa, ha sido una decepción total. No es que el libro esté mal escrito, pero no me ha despertado ningún interés. Unos personajes que se acercan bastante al estereotipo, unas situaciones que hemos leído muchas veces y una manera de narrar funcional pero nada brillante.
Es la primera parte de una trilogía que no acabaré porque las desventuras de esta joven de campo pueden seguir su camino sin que yo tenga que sufrir leyéndolas.
No me ha gustado.
Allí vivía también otro granjero, y ambas familias compartían la única barca. Cruzaban el lago los viernes para hacer los recados y recoger la pensión del abuelo; y, por supuesto, también los domingos para ir a la iglesia. Después de misa compraban la prensa y se tomaban un té con la dueña de la papelería mientras el abuelo iba a beber una pinta de cerveza negra. Era un hombre muy anciano, y siempre le colgaba un hilillo de baba por la barba blanca. Estaba muy mayor como para tirar de la barca, pero el vecino, Tom O’Brien, era un chico joven y muy afable. Tom se encargaba de remar y, mientras tanto, el abuelo rememoraba los viejos tiempos y recordaba aquella vez que el Shannon estuvo tres meses congelado; siempre tenía a punto alguna anécdota acerca de los chicos que se ocultaron de los soldados británicos en su pajar.
Pese a que siempre repetía las mismas historias, Tom O’Brien y su familia escuchaban como si fuese la primera vez que las oían contar. Entretanto, la señora O’Brien y mi tía Molly las pasaban moradas para evitar que los sombreros saliesen volando, pues aun en días de verano soplaba el viento con ímpetu, y a menudo estallaba una tormenta de improviso y las olas rompían contra los bordes de la barca, que zozobraba. Era una embarcación muy vieja pintada de verde.
Así pues, mamá se había ido, aunque no le gustase aquella casa. Decía que la hiedra no dejaba entrar la luz en la cocina, y no lograba conciliar el sueño porque el rumor del agua le causaba inquietud. Tenía un miedo atroz al agua. Era viernes, así que a buen seguro quedaría con Tom O’Brien en el pueblo de Tintrim. ¿Por qué habría tenido que irse? No era propio de ella. Ella nunca me había dejado sola, jamás. Se me ocurrió que tal vez hubiese ido a preguntarle al abuelo si podíamos mudarnos ella y yo. Me entusiasmaba la idea de irme a vivir allí. Mi tía Molly era muy simpática, y por las noches me leía novelones de amor. Tenían un transistor muy viejo que sólo se escuchaba con auriculares, y también criaban pollitos enanos que siempre andaban deambulando alrededor de la casa. Se estaba muy bien en verano. Había maizales alrededor de la casa y unos bambúes gruesos y exuberantes en las riberas. Había una playa con arena adonde íbamos la tía Molly y yo a leer las novelas románticas, y mi abuelo nunca se emborrachaba. Me detuve a pensar en todas estas cosas porque me daba pavor hacerle a Hickey la pregunta que me atormentaba. Finalmente la hice:
—¿Ha vuelto mi padre?
—Sí, a cambiarse de camisa —respondió, sarcástico.
—¿Le ha pegado?
—¿Acaso no tiene que pagarla con alguien cada vez que se emborracha? Si no es con ella, me toca a mí; y si no estamos ninguno de nosotros, pues con el perro.
En ese momento apareció Baba comiéndose un plátano.
—Ya podías haberme esperado —dijo, mirándome con furia.
—Hola, Shirley Temple —saludó Hickey; y a mí—: Tu madre ha dejado dicho que te quedes donde Baba.
—No, Hickey, yo me quedo en casa. Tú cuidarás de mí.
Pero negó con la cabeza. No me quería. No me amaba. No era capaz de sacrificarse y quedarse en casa conmigo. No podía pasarse sin sus cervezas ni sin la cara sebosa de Maisie. Maisie trabajaba en el bar del hotel Greyhound. Siempre le estallaban las cremalleras de las faldas, y estaba mellada, pero a Hickey le gustaba mucho. Era gorda, como él, y muy alegre.
—Quédate en nuestra casa —intervino Baba, tirando la piel del plátano a una boñiga fresca y haciendo revolotear en todas direcciones un enjambre de moscas.
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