Acantilado, 2012. 368 páginas.
No puedo imaginar como se metió en mi cabeza la idea de que éste era un libro sobre genética. Supongo que por lo de la herencia oculta. Imaginen mi sorpresa cuando veo que es la historia familiar del autor contada a través de los netsukes heredados de un antepasado.
Buena parte de lo que cuenta es bastante interesante, no en vano sus ancestros -los Ephrussi– fueron una familia rica e influyente a finales del XIX y principios del XX. El dueño de los netsukes aparece en un cuadro de Renoir y es una de las inspiraciones para el personaje de Charles Swann. El japonismo de fin de siglo hizo que los coleccionistas compraran a bulto todo lo relacionado con ese país y Charles consiguió una excelente colección que iría rodando por la familia hasta llegar al autor.
Luego la colección iría a Odessa, recalaría en una Viena antes de la segunda guerra mundial, se salvaría de las manos de los nazis gracias a la criada:
—No me podía llevar para ti nada muy valioso. Así que cada vez que pasaba iba pillando tres o cuatro figuritas del vestidor de la baronesa, esas con las que jugabais de niños—¿te acuerdas?—, me las guardaba en el bolsillo del delantal y las llevaba a mi habitación. Las escondía en el colchón. Tardé tres semanas en sacarlas todas del armario de cristal. ¡Eran un montón, acuérdate!
»Y ellos no se dieron cuenta. Estaban muy ocupados. Pero con las cosas grandes, las pinturas del barón, la vajilla de oro que había en la caja de seguridad, los aparadores de la sala de estar, las estatuas y las joyas de tu madre. Y esos libros que el barón quería tanto. De las figuritas ni se enteraron.
»Así que me las llevé yo. Las escondí en el colchón y dormía encima. Ahora has regresado y tengo algo que devolverte.
En diciembre de 1945 Anna le dio a Elisabeth doscientos sesenta y cuatro netsuke.
Ésta es la tercera parada en la historia de esas miniaturas.
Y acabaría en Japón cerrando un ciclo que el autor nos pinta con todo lujo de detalles, mezclando la historia de su familia con la Historia en mayúsculas y el arte, ese arte discreto de anónimos japoneses que viajarían por una Europa convulsa.
Aquí lo tratan de manera extensa y exquisita: La liebre con ojos de ámbar. A mí en ocasiones me molestaban los problemas de niños ricos de los protagonistas, pero hay que reconocer que el libro merece la pena.
Muy interesante.
Luego estaban las pinturas de la vida parisina: una escena de Degas de la salida de una carrera en Longchamp, adonde Charles iba a ver los famosos caballos de su tío Maurice Ephrussi. «Carreras — Ephrussi — 1000 [francos]», apunta Degas en su libreta. E imágenes de mujeres galantes, de bailarinas, una escena en la sombrerería, con las nucas de dos jóvenes sentadas en un sofá (dos mil francos), y una mujer sola en un café, acunando una copa de absenta.
La mayoría de los cuadros de Charles eran del campo, de nubes pasajeras y viento entre los árboles que hablaban de su sentimiento del momento efímero. Había seis paisajes de Sisley y tres de Pissarro. A Monet le compró, por cuatrocientos francos, una vista de Vétheuil con raudas nubes blancas sobre un terreno con sauces y una pintura de unos manzanos, Pommiers, pintada en el mismo pueblo. También compró una escena de un ventoso amanecer sobre el Sena, Les Glaçons, cuando empieza a quebrarse el hielo; una pintura que, en Jean Santeuil, su primera novela, Proust describe bellamente como «un día de deshielo… el sol, el azul del cielo, el hielo agrietado, el barro y el movimiento del agua haciendo del río un espejo deslumbrante».
Hasta en el retrato del «pequeño y desgreñado salvaje», al que Laforgue envió recuerdos, late un sentimiento de falta de permanencia, de cambio inminente. La Bohémienne, la desgreñada gitanilla pelirroja con ropas de campesina, está de pie bajo un sol feroz sobre un fondo de árboles y pastos. A punto de echar a correr y no detenerse, es claramente parte de su paisaje.
Todas éstas eran pinturas, escribió Charles, que podían «presentar el gesto y la actitud del ser vivo moviéndose en la fugacidad de la atmósfera y los incesantes cambios de luz; atrapar al paso la movilidad perpetua de los colores del aire, ignorando los matices individuales para alcanzar una unidad luminosa, cuyos diferentes elementos se funden en un todo indivisible, y llegar a una armonía general aun por medio de las discordias».
También le compró a Monet un espectacular cuadro de bañistas: Les Bains de la Grenouillère.
De regreso en Londres, camino a la biblioteca, voy a la National Gallery a ver esta pintura y una vez más la imagino cerca del fauteuil amarillo y los netsuke. Muestra un sitio popular sobre el Sena en mitad del verano. Por una estrecha pasarela de madera, figuras en traje de baño caminan hacia el río moteado de sol, mientras los que no se bañan van hacia la orilla; hay una sola mancha de bermellón en el dobladillo de un vestido. Unos botes se agolpan en el primer plano, esos «botes gloriosamente imaginados» de Laforgue, y sobre la escena cuelga un dosel de follaje. Las ondas del agua, confundiéndose con las cabezas de los bañistas, se desvanecen más allá en «la perpetua movilidad del color del aire». Hace el calor justo para meterse en el agua, se nos ocurre, pero un poquito de frío para salir. Uno se siente vivo mirando el cuadro.
La conjunción de objetos japoneses y el centelleante estilo pictórico nuevo parece adecuada: aunque para los Ephrussi el japonisme pudiera ser una especie de religión, fue en el círculo de artistas amigos de Charles donde tuvo su efecto más profundo. Como él, Manet, Renoir y Degas eran ávidos coleccionistas de grabados japoneses. La estructura de las imágenes japonesas parecía representar de un modo diferente el significado del mundo. Inconsecuentes porciones de realidad—un buhonero rascándose la cabeza, una mujer con un niño que llora, un perro yéndose hacia la izquierda—tenían tanta significación como una gran montaña en el horizonte. Como en los netsuke, la vida diaria transcurría sin ensayos. La violenta unión de narrativa con claridad gráfica, caligráfica, era catalizadora.
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