Penguin Random House, 2014. 1150 páginas.
Tit. Or. The goldfinch. Trad. Aurora Echevarría.
El protagonista de la historia se refugia con su madre en el Metropolitan de Nueva York para escapar de la lluvia. Un atentado terrorista hace que su madre muera y el desorientado sale del museo llevando dos cosas que cambiarán su vida para siempre. El anillo que le ha entregado un moribundo y un cuadro que no le pertenece.
Todo mal. Siempre me ha parecido de una pedantería insufrible decir que a un libro le sobran páginas, pero no me importa quedar como un pedante: le sobran muchas páginas. Muchas descripciones de hechos intrascendentes que ni aportan nada a la historia ni están escritas con una prosa tan excelsa que de gusto recrearse en ellas. Detrás de tanta paja hay una trama que, si bien no me ha interesado lo más mínimo, reducida a trescientas páginas por lo menos hubiera sido digerible. Tantas páginas para tan poco grano….
No me he creído nada de la historia, ni al protagonista, imbécil perdido, supongo que por tanto abuso de sustancias, ni al resto de personajes que le rodean. Que no son muchos, porque la autora los exprime al máximo y en tantas páginas todo se reduce a una decena de personas. De las cuales no me importaba la suerte de ninguna de ellas.
La traducción un desastre. En un momento dado el prota habla por teléfono y suelta ‘Estás llena de mierda’, que yo supongo que es la traducción de ‘full of shit’ y si es así mejor hubiera sido decir ‘mentirosa de mierda’. En otra conversación sale un ‘te hago un flaco favor’ que no pega y una ‘pasa de gripe’ que en Barcelona se entiende muy bien, pero en Logroño no sé yo. De todas maneras no hay que echar la culpa a la traductora, el material original no es para tirar cohetes.
Otro detalle. La novela está ambientada en una época relativamente actual, porque de tanto en tanto aparecen teléfonos móviles y ordenadores, pero prácticamente no se usan. El protagonista, incluso, se dedica a escribir cartas. Me resultó chocante.
Resumiendo, no me ha gustado absolutamente nada del libro. Una enorme pérdida de tiempo.
Óleos oscuros, dorados opacos. Tambaleándome un tanto desconcertado, me dirigí con pequeños pasos al centro de la sala. Oía el desapacible ruido de mi propia respiración, extrañamente superficial, con una nota ligera propia de una pesadilla. No quería mirar pero tuve que hacerlo. Había un hombrecillo asiático, patético con su cazadora marrón, acurrucado en medio de un charco de sangre, y un guardia de seguridad (cuyo uniforme era lo más reconocible en él, pues tenía graves quemaduras en la cara) con un brazo torcido detrás de la espalda y algo desagradable pulverizado donde debería haber estado su pierna.
Pero lo principal, lo más importante, era que ninguna de las personas allí tumbadas era ella. Me obligué a mirarlas a todas, una por una —aun cuando no me veía con fuerzas de examinar sus caras, conocía los pies de mi madre, la ropa que llevaba, los zapatos bicolor blanco y negro—, y mucho después de haberme cerciorado, me obligué a quedarme de pie en medio de los cuerpos, doblado sobre mí mismo como una paloma enferma con los ojos cerrados.
En la galería contigua, más muertos: tres. Un hombre grueso con un chaleco de rombos; una anciana llena de úlceras; una niña de tez lechosa con un rasguño en la sien pero por lo demás ilesa. Y de pronto ya no había más. Recorrí varias galerías llenas de equipo desperdigado (y con manchas de sangre en el suelo), pero no vi más cadáveres. Cuando entré en la galería en apariencia tan lejana donde ella había estado, a la que había ido, la sala de La lección de anatomía, y cerré los ojos con fuerza pidiendo un deseo, solo encontré las mismas camillas y el equipo. Mientras la cruzaba, en el silencio extrañamente ensordecedor, los únicos ojos que se clavaron en mí fueron los de los dos holandeses desconcertados que nos habían mirado a mí madre y a mí fijamente desde la pared: ¿qué estáis haciendo aquí?
De pronto algo cambió. Ni siquiera recuerdo cómo sucedió; yo estaba en un lugar diferente y corría, corría a través de salas donde no había más que una nube de humo que volvía insustancial e irreal la grandeza. Poco antes me había parecido que las galerías seguían un curso bastante recto, una secuencia serpenteante pero lógica donde todos los afluentes desembocaban en la tienda de objetos de regalos. Pero al recorrerlas de nuevo a paso rápido, en sentido contrario, caí en la cuenta de que el camino distaba de ser recto; y una y otra vez me topaba con paredes vacías y me metía en salas sin salida. Las puertas y las entradas no estaban donde esperaba encontrarlas; los pedestales surgían de la nada. Al doblar una esquina quizá con demasiada brusquedad casi choqué con un grupo de guardias de Frans Hals: tipos corpulentos y burdos de mejillas coloradas, adormilados a causa de la cerveza, como policías de Nueva York en una fiesta de disfraces. Me miraron fríamente, con ojos penetrantes y burlones, mientras me recobraba, retrocedía y echaba a correr de nuevo.
Incluso cuando todo ib
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