Der Níster. La familia Máshber.

diciembre 19, 2014

Der Níster, La familia Máshber
Libros del silencio, 2011. 886 páginas.
Tit. Or. Di Mishpokhe Mashber. Trad. Rhoda Henelde y Jacob Abecais.

Máshber significa crisis, y eso es lo que relata el libro, la crisis de una familia acomodada en una ciudad ucraniana a finales del siglo XIX. Tres hermanos son los protagonistas: Moishe es un acaudalado hombre de negocios, Luzzi es un hombre espiritual respetado y Álter vive en la buhardilla aquejado de una enfermedad mental. Los negocios del primero empezarán a tener problemas, la orientación religiosa de Luzzi sufrirá un cambio que no será vista con buenos ojos por el resto de la comunidad y Álter parecerá recuperar el conocimiento lo que no le traerá la felicidad. Crónica también de la crisis de un mundo y retrato fiel de la comunidad judía de la época, la ciudad de N. parece ser un trasunto de Berdíchev (allí nació, por ejemplo Joseph Conrad).

La publicidad de la contraportada la coloca entre las cien mejores obras de la literatura yiddish y eso ya nos hace sospechar un poco, porque entrar entre los cien primeros casi nos parece indicar que estas entre los 10 últimos antes que entre los diez primeros. Lo ponen al lado de Isaak Babel o Imre Kertész y va a ser que no.

El mayor problema de este libro es que es una novela del siglo XIX escrita en el siglo XX. Un remake de Papa Goriot, crisis financiera incluída. La prosa se lee con gusto, pero no es especialmente brillante. Sí son memorables el retrato de época y la extensa galería de personajes, nobles arruinados, judíos respetables, taberneros de malas artes, lumpen… una sociedad que estaba a punto de desaparecer y de la que el autor da testimonio.

El conjunto, pese a su monumental extensión, merece la pena. Está bien haberla recuperado y editado tan bien, con un excelente prólogo que la pone en su contexto y una portada de Chagall que era amigo del autor. Pero no es una obra cumbre de la literatura (que tampoco hace falta, claro).

Me he enterado de muchas cosas, que había un rabino aragonés del siglo XI llamado Bahya ben Yosef Ibn Paquda, que la crisis de confianza no es algo de ahora (ver extracto) y que la hija del autor murió en 1942 en Leningrado y su padre le escribió esta conmovedora dedicatoria:

Mi niña,
mi desdichada hija, Hádele,
trágicamente perecida.
Nacida en julio de 1913, en Zhitomir.
Fallecida en la primavera de 1942, en Leningrado.
Que el corazón roto de tu padre sirva de lápida
sobre tu perdido sepulcro.
Sea este libro dedicado a tu eterno y sagrado recuerdo

Tu padre, el autor
Der Níster

Aquí lo consideran imprescindible: Der Níster: La familia Máshber, aquí prácticamente también: “La familia Máshber”, de Der Níster y el excelente niño vampiro: La caída de la casa Máshber aprovecha para hablar de todo un poco en una reseña muy interesante que se atreve a no poner el libro por las nubes y es más equilibrado.

Calificación: Bueno.

Extractos:
Se presentaban allí a destiempo y sin ser invitados. Medio avergonzada y careciendo de palabras —como suele ocurrir cuando uno se presenta ante un alto personaje de los negocios y su propia lengua no lo ayuda a decir lo que quiere—, la persona que, digamos, ahorraba el dinero para la dote de la hija o lo guardaba para abrir un pequeño comercio, empezaba a balbucear en una especie de lenguaje de mudos:
—He oído… En la ciudad corren algunos rumores… ¿Tal vez… sería posible… que me dieran ahora… precisamente ahora… o sea hoy… mi dinero?
—¿Qué ha sucedido? —le preguntaban en el despacho . ¿Ha vencido el plazo de su pagaré?
—No, el plazo todavía no —respondía—. ¿Quién ha hablado del plazo? Por mí el dinero podía quedarse durante varios plazos… Pero si en la ciudad se habla, si corren rumores…
—¿Qué rumores? —empezaban ya a preguntar a aquella persona en un tono más airado.
—Algo así como que los nobles dispararon, dicen…
—¿Y qué? —le contestaban jocosamente—. ¿La bala le alcanzó a usted? Váyase a casa con salud —añadían—, y cuando venza el plazo y usted quiera sacar su dinero, será un honor para nosotros entregárselo, pero antes del plazo no hay dinero. Antes del plazo no se paga. Vuelva a casa con salud.
Así les respondían los empleados y contables que habían recibido el encargo de atender a esa clase de personas. Y aquellos pobres individuos se marchaban con lo mismo que habían venido, aunque más tranquilos por el hecho de haber visitado el despacho vestidos con el gabán de shabbat, pues sólo con esto ya se sentían en cierta medida socios del negocio.
Había, no obstante, entre esas personas alguna más osada y menos amedrentada —su miedo se había reducido en la medida en que había aumentado su inquietud— que desde el principio, en cuanto se presentaba en el despacho, evitaba a los empleados de menor nivel y, cuando se le preguntaba a quién buscaba, respondía enseguida mencionando los nombres de los propietarios del negocio:
—A reb Moishe Máshber o al yerno que lo representa.
—¿Tal vez podría usted decírnoslo a «nosotros»? —preguntaban los empleados—. Los propietarios están ocupados.
—No importa. Puedo esperar.
Y estas personas se quedaban esperando hasta que finalmente les permitían entrar ante Moishe, deseosas de averiguar si era verdad lo que se decía. Querían ver cuál era su porte, su aspecto, y cómo hablaba con los acreedores, pues así les quedaría claro hasta qué punto era cierto lo que se rumoreaba o bien era un cuento inventado y una falsedad.
A Moishe Máshber algunas de estas visitas le causaban una penosa impresión. Más de una vez sentía ganas de gritarles, casi de echarles, pero como la situación era realmente grave y recibir con mala cara a esta clase de acreedores podía ser mal interpretado de hacerse público, se esforzaba por contener su rabia. Lo hacía, sin embargo, a un alto precio. Con frecuencia, cuando se marchaban, Moishe suspiraba en silencio y permanecía largo rato sentado, hundido en su sillón. Cuando ya sentía que le faltaba aire, buscaba el abrigo para salir a la calle.
Aún peor: había algunos a quienes acudir a las oficinas les parecía poco y se dirigían a casa de Moishe. Eran personas que se consideraban algo emparentadas con él o que viajaban con él a visitar al mismo rebbe, o que rezaban con él en el mismo oratorio, etc. Estos calculaban la hora a la que Moishe no estaría en la vivienda y se presentaban ante Guitl o sus hijas. Desde el principio utilizaban un tono como si se estuviera en vísperas de una bancarrota segura y con suaves palabras se quejaban a las mujeres, apelando a su tierna conciencia.
—¿A quién se hace algo así? ¿A quién? ¿A los propios parientes?… ¿Y de quién? ¿De quién?… De alguien como Moishe no esperábamos tal cosa…
—¿Qué es eso de «esperábamos»? ¿Y qué es eso de «alguien como Moishe»? —preguntaban Guitl y sus hijas, sin entender siquiera de qué se trataba.
—Cuando nos hablaban de dejarlo «en buenas manos» y «a una persona de confianza», ¿quién era de más confianza que Moishe Mashber? —respondían.
—Entonces, ¿qué quieren ustedes? —preguntaban los familiares de Moishe.
—¡Queremos nuestro dinero!
—¿Y por qué han venido aquí? Para eso están las oficinas. Aquí no hemos recibido el dinero ni sabemos nada. Aquí no se lleva ningún negocio.
De este modo respondían a los parientes. Sin embargo, cuando estos habían salido de casa y daban la espalda a la puerta, Guitl abandonaba en silencio la habitación donde los había recibido y entraba en la suya enjugándose una lágrima. Y a veces más de una.


Una antigua costumbre conservada por la familia Máshber y transmitida de padres a hijos durante muchas generaciones consistía en que los viernes por la noche los hombres entonaban con brío en voz alta el Cantar de los Cantares. Su padre solía hacerlo en la sinagoga y la gente se apiñaba en puertas y ventanas para escucharlo. Luzzi también lo recitaba a su manera, y tampoco Moishe, pese a ser un comerciante y un hombre de mundo, se apartó nunca de la tradición.
Álter, por su parte, también recordó la costumbre, y después de bañarse para el shabbat y mudarse de ropa, en la soledad de su buhardilla —desde cuyas ventanas contemplaba el verdor de los árboles del huerto, disminuido ahora en otoño y recuperado después en primavera—, se ponía a cantar. En el momento en que sus labios pronunciaban el primer versículo, comenzaba a fluir de ellos una miel portadora de una dulzura de generaciones, de todas las generaciones que, habiéndose alimentado de ella, aún habían dejado lo suficiente para Álter.
Enseguida, tras el primer versículo, sus ojos se vidriaban y se imaginaba a sí mismo en un lejano país soleado, con altas montañas en el horizonte que parecían estremecerse, envueltas en la neblina, ante el inmenso sol y el calor del día. Allí en las alturas a veces veía jóvenes parejas de ciervos y de gamos que, buscando el sol, el agua y la altura, y también el amor, contemplaban la extensión de la tierra y de sus valles; a los pastores con sus rebaños a orillas de los arroyos; a las jóvenes del país que llenaban sus cántaros junto a los pozos, y a los guardianes, hombres y mujeres, que cuidaban los huertos y los viñedos, cercados por vallas o abiertos.
Mientras recitaba el texto, Álter se unía a aquellos pastores cuando, a la primera luz del día, bajaban de las montañas, levantando una nube de polvo, con sus rebaños —ovejas blancas y negras, cabras, cabritos y reses— para llevarlos a los pozos a abrevar.
El Cantar de los Cantares.
Oía una voz procedente del jardín y que cantaba; la voz de la mujer que él deseaba, de aquella en torno a cuyo joven cuerpo giraban día y noche todos sus pensamientos, de aquella que cantaba, como en el libro: «Morena soy y hermosa, oh, hijas de Jerusalén».
Era la voz de aquella que por la noche, en su lecho, al igual que él, no lograba conciliar el sueño, salía en busca de su amado y preguntaba por él a los guardianes de la noche: «¿A aquel a quien ama mi alma, habéis visto?».
Era como cuando Álter, en los últimos tiempos, al sentir arder la cama bajo su cuerpo, salía al patio angustiado, se paraba ante la ventana de su hermano y sin palabras le exigía lo prometido.
Heme desnudado de mi túnica; ¿cómo habría de vestirme con ella? He lavado mis pies; ¿cómo habría de ensuciarlos? Mi amado puso la mano sobre la cerradura de la puerta y mis entrañas se estremecieron ante su llegada. Me levanté para abrir a mi amado y mis manos goteaban mirra y la mirra de mis dedos caía sobre la manecilla del cerrojo. Abrí la puerta a mi amado, pero mi amado ya se había ido y mi alma salió en busca de su llamada.

Y recitando esto, a Álter le rodaban los ojos y se veía en aquella soleada y lejana tierra con sus montañas y sus gamos, sus pastores y aquella voz procedente de un viñedo cercado que reclamaba y recordaba, desde el dolor que sólo los enamorados conocen, en su canción y en su sufrir:

Sobre mi lecho, de noche, busqué a quien ama mi alma.
Busqué mas no lo hallé.
Adonde se fue tu amado, oh, la más hermosa entre las mujeres?
¿Hacia dónde se dirigió, y lo buscaremos contigo?
Mi amado bajó a su huerto, a las eras de rosas…

Y la voz que tan alto sonaba se iba apagando y parecía alejarse, dejando a Álter boquiabierto, como si realmente la hubiese oído llegar del jardín, bajo su propia ventana. Se sentía de pronto desfallecido, los brazos le colgaban fláccidos y su mirada se perdía. Si en ese momento alguien hubiese entrado en el cuarto de Álter, habría pensado que lo veía como en la época en que estaba enfermo y oía una llamada interior, a cuyo encuentro no tardaba en ir con aquellos extraños gritos que salían de sus entrañas. Pero no. Álter permanecía inmóvil, abrumado y embelesado por aquella voz que tiraba de él y succionaba la médula de sus huesos, y el frenesí que despertaba en él le hacía sentirse débil, febril e incapaz de respirar. Con la camisa desabrochada sobre el cuerpo, agobiado y sin poder mantenerse sentado en la silla ni en pie donde estaba, se acercaba de nuevo a una pared, apoyaba en ella la espalda y se deslizaba hacia abajo, lentamente, hasta que, con las rodillas dobladas, caía extenuado al suelo.


Luzzi añadió al mismo tiempo que, por mucho que él estuviera alejado del mundo de los negocios, había alcanzado a comprender, por los mensajeros que los acreedores habían mandado a su hermano antes de su fallecimiento, que estos estaban dispuestos a llegar a acuerdos tanto en lo concerniente a rebajar la deuda original como al plazo de vencimiento de la deuda restante, a condición de que vieran una voluntad firme por parte de Moishe o de sus hijos de levantar de nuevo el negocio. Los acreedores se habían dado cuenta de que, al haber hundido el negocio, no habían sufrido sólo sus propietarios, que se arruinaron del todo, sino también ellos, que quedaron sin la menor esperanza de recuperar siquiera una mínima parte de la deuda.

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