David Mitchell. La casa del callejón.

junio 9, 2022

David Mitchell, La casa del callejón
Penguin Random House, 2017. 223 páginas.
Tit. or. Slade House. Trad. Laura Salas Rodríguez.

En un callejón escondido hay una puerta casi imperceptible que conduce a una extraña casa. Sus habitantes parecen amables, pero esconden un secreto, y no es aconsejable bajar la guardia, ni subir las escaleras.

Creo que lo peor que le puede pasar a un autor es tener éxito. Porque la idea de este libro está muy bien, la solvencia de David Mitchell está fuera de toda duda, pero el resultado es bastante mediocre. Su lectura me ha causado la peor sensación posible al leer un libro, la de pensar que con cuatro cambios podría haber sido muchísimo mejor. Porque cuando lees un libro que no hay por dónde cogerlo pues bueno, es lo que hay.

Se inscribe dentro del universo del autor, que ha creado una serie de corrientes mágico-místicas que van apareciendo aquí y allá. Esto es bueno. La idea de la casa también es muy sugerente. ¿Errores? La excesiva explicación de las cosas. En la contraportada lo comparan con Stephen King y puede ser. Pero el maestro del terror en obras como IT a pesar de tener clara la explicación de los sucesos que ocurren en el pueblo no nos la cuenta hasta el final. En este libro se explica desde el primer capítulo. Y por si no nos ha quedado claro en otro capítulo se pone delante de una grabadora y nos cuenta con pelos y señales todos los misterios de la casa. Terrible.

Porque además el mecanismo es innecesariamente complicado y farragoso. Si la idea básica (que no desvelo pero que con 20 páginas ya la conocerán) está bien ¿Para que dar tantos detalles? Si vemos un reloj basta que nos diga que marca la hora, no hace falta dar cuenta de todos los engranajes.

En definitiva, no estoy seguro de si volveré a leer un libro del autor, son demasiadas decepciones seguidas.

Se deja leer.

Me quito los zapatos y los coloco juntos antes de subir el primer tramo de escaleras. Las paredes están revestidas de madera y la alfombra de las escaleras es gruesa como la nieve y beis como el turrón. Arriba hay un pequeño rellano donde un reloj de pie hace crunc, cronc, crunc, cronc… Pero primero paso por el retrato de una niña, más pequeña que yo, cubierta de pecas, con una especie de delantal al estilo victoriano. Es una muerta que parece viva. La barandilla se desliza bajo mis dedos. Mamá toca la última nota de «Chant de l’alouette», y oigo los aplausos. Los aplausos la hacen feliz. Cuando está triste solo ceno galletas saladas y plátano. El siguiente retrato es un hombre con cejas peludas vestido de uniforme militar: el del regimiento de la ciudad de Londres. Lo sé porque papá me compró un libro de los regimientos del ejército británico y me lo aprendí de memoria. Crunc, cronc, crunc, cronc, hace el reloj. El último retrato antes del rellano es de una señora demacrada con sombrero que se parece a la señora Stone, nuestra profesora de religión. Si la señora Marconi me hiciese adivinar, diría que la señora del sombrero querría estar en cualquier lugar menos aquí. Del rellano pequeño sale otro tramo de escaleras a la derecha, que lleva a una puerta blanquecina. El reloj es altísimo. Coloco la oreja contra su pecho de madera y le oigo el corazón: crunc, cronc, crunc, cronc… No tiene manecillas. En su lugar tiene palabras pintadas en su cara de reloj pálida como un hueso y antigua; pone EL TIEMPO ES, por debajo EL TIEMPO ERA y por debajo EL TIEMPO ES. En el segundo tramo de escaleras, el siguiente retrato es de un hombre como de unos veinte años, pelo negro grasiento, mirada de reojo y una expresión como de haber desenvuelto un regalo y no poder adivinar qué es. El penúltimo es el retrato de una señora a la que reconozco. Por el pelo. La señora que he visto en la ventana. También lleva los mismos pendientes largos, pero en lugar de tener los ojos pintados como a rayas luce una sonrisa soñadora. Debe de ser una amiga de los Grayer. Mira qué vena malva tiene en el cuello, está latiendo, y alguien me murmura al oído «Corre lo más rápido que puedas, vete por donde has venido…» y yo contesto «¿Qué?», y la voz se detiene. ¿Ha existido alguna vez? Es del Valium. A lo mejor debería dejar de tomarlos durante un tiempo. Solo faltan unos cuantos pasos hasta la puerta blanquecina, y oigo la voz de mamá al otro lado:

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