Virus editorial, 2011. 120 páginas.
Ensayo y defensa del anarquismo, del que se queja el autor que tiene pocos representantes en el mundo académico y al que se le critica constantemente su falta de solidez teórica y, por otro lado, la escasez de sistemas anarquistas que hayan funcionado con éxito. Se responden a estas y otras críticas y se adelantan algunas soluciones y programas de estudio acerca de cómo construir una antropología anarquista, ya que es desde esta disciplina desde donde mejor se puede abordar el problema.
Estoy de acuerdo con muchas de las cosas que plantea el autor pero, por haber vivido de cerca lo que son los movimientos autogestionados, conocido por dentro los sindicatos anarquistas y, en general, como de idiotas somos los humanos, soy menos optimista sobre la viabilidad de una transformación en este sentido. Igual que aquel que decía que era más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, es más fácil imaginar un futuro fascista que uno anarquista.
Pero es una lectura muy estimulante.
Muy recomendable.
La teoría del éxodo propone que la forma más efectiva de oponerse al capitalismo y al Estado liberal no es a través de la confrontación directa sino de lo que Paolo Virno ha llamado una «retirada emprendedora», una defección de masa protagonizada por quienes desean crear nuevas formas de comunidad. Solo hace falta repasar un poco la historia para darse cuenta de que los movimientos de resistencia popular más exitosos han adoptado precisamente esta forma. Su objetivo no ha sido la toma del poder (lo que normalmente conduce a la muerte o a convertirse a menudo en una variante si cabe más monstruosa de aquello que se pretendía combatir), sino una u otra estrategia para situarse fuera de su alcance, emigrando, desertando, creando nuevas comunidades. Un historiador también autónomo, Yann Moulier Boutang, ha llegado incluso a afirmar que la historia del capitalismo es la historia de los intentos de resolver el problema de la movilidad obrera —la incansable creación de instituciones como los contratos de aprendizaje, la esclavitud, los sistemas de cu-líes, los trabajadores contratados, los guest workers (trabajadores invitados) e innumerables formas de control de las fronteras—, puesto que si alguna vez se hiciera realidad la propia versión fantasiosa del sistema, según la cual los trabajadores serían libres para vender o no su fuerza de trabajo, todo el sistema se vendría abajo. Es precisamente por este motivo que una de las reivindicaciones más consistentes de los elementos radicales del movimiento de la globalización, desde los autónomos italianos hasta los anarquistas norteamericanos, ha sido siempre la libertad global de movimiento, «una verdadera globalización», la destrucción de las fronteras y un derribo general de los muros.
4) Poder/ignorancia o poder/estupidez
A los académicos les encanta la teoría de Foucault que identifica conocimiento y poder y que insiste en que la fuerza bruta ya no es un factor primordial en el control social. Les gusta porque les favorece: es la fórmula perfecta para aquellos que quieren verse a sí mismos como políticos radicales aunque se limitan a escribir ensayos que apenas leerán una docena de personas en un ámbito institucional. Por supuesto, si cualquiera de estos académicos entrara en una biblioteca universitaria para consultar un volumen de Foucault sin acordarse de llevar una identificación válida, decidido a hacerlo contra viento y marea, descubriría rápidamente que la fuerza bruta no está tan lejos como desearía creer: un hombre con una gran porra, y entrenado en su uso contra la gente, entraría pronto en escena para echarlo.
De hecho, la amenaza que ejerce ese hombre con la porra está presente en todo momento en nuestro mundo, hasta el punto que muchos hemos incluso abandonado la idea de cruzar las incontables barreras y límites que crea y poder así olvidar su existencia. Si ves a una mujer hambrienta a algunos metros de distancia de un enorme montón de comida, algo que suele ocurrir a menudo en las grandes ciudades, existe una sola razón por la que no puedas coger un poco y ofrecérselo. Es muy probable que aparezca un hombre con una porra y te golpee. Por el contrario, a los anarquistas les encanta recordárnoslo. Por ejemplo, los habitantes de la comunidad ocupada de Christiania, en Dinamarca, tenían un ritual navideño que consistía en disfrazarse de papánoeles, coger juguetes de los grandes almacenes y distribuirlos entre los niños en la calle, en parte para ofrecer el edificante espectáculo de la policía aporreando a los papánoeles y quitándoles los juguetes de las manos a los niños que se han puesto a llorar.
Este énfasis teórico abre el camino hacia una teoría de la relación del poder, ya no con el conocimiento, sino con la ignorancia y la estupidez. Porque la violencia, y en particular la violencia estructural en que el poder se concentra solo en un lado, crea ignorancia. Quien tiene el poder de golpear a la gente en la cabeza siempre que quiere no tiene por qué preocuparse en saber en qué estará pensando esa gente y, por lo tanto, generalmente ni se lo plantea. Así que el modo más sencillo de simplificar los acuerdos sociales, de ignorar el juego increíblemente complejo de perspectivas, pasiones, percepciones, deseos y acuerdos recíprocos es crear una ley y amenazar con atacar a todo aquél que se atreva a quebrarla. Es por este motivo que la violencia siempre ha sido el recurso favorito de los estúpidos: es prácticamente la única forma de estupidez a la que es casi imposible enfrentarse mediante una respuesta inteligente. Y por supuesto, es la base del Estado.
A diferencia de lo que sostiene la creencia popular, las burocracias no crean la estupidez. Hay muchas maneras de gestionar ciertas situaciones que son inherentemente estúpidas porque en el fondo están basadas en la arbitrariedad de la fuerza.
Al final, esto nos llevaría a una teoría sobre la relación entre la violencia y la imaginación. ¿Por qué la gente que está oprimida (las víctimas de la violencia estructural) tratan siempre de imaginarse cómo deben sentirse los opresores (los beneficiarios de la violencia estructural) pero casi nunca ocurre al revés? El hecho de que los humanos sigan siendo criaturas comprensivas se ha convertido en uno de los baluartes de cualquier sistema de desigualdad —lo cierto es que a los pisoteados les preocupan sus opresores, al menos mucho más de lo que éstos se preocupan por ellos—; pero éste también podría ser un efecto de la violencia estructural.
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