Ediciones B, 2006. 890 páginas.
Tit. Or. Glory Season. Trad. Rafael Marín Trechea.
De David Brin ya hemos comentado dos libros en el Cuchitril. El primero, Arrecife brillante, me pareció soporífero. El segundo, Gente de Barro me gustó bastante. El que les comento hoy está a medio camino.
Stratos es un planeta apartado del Phylum Homínido, una colonia escondida donde la madre fundadora ha creado una sociedad gobernada por mujeres que se reproducen por clonación. Maia es una descastada que ha nacido en verano; es decir, que no es un clon, sino que ha sido procreada a la antigua usanza. Si se esfuerza lo suficiente podrá crear su propia línea de clones. Pero el planeta ha recibido una sorprendente visita y Maia se verá involucrada en una conspiración planetaria.
El libro es entretenido y se lee de un tirón. La sociedad planteada es bastante consistente y hay detalles curiosos, como que los pocos hombres del planeta tengan como afición una variante del juego de la vida. Pero tampoco hay demasiada profundidad y sigo pensando que es muy peligroso para un escritor masculino imaginar una sociedad controlada exclusivamente por mujeres. A veces se caen en generalizaciones paternalistas.
Lectura ligerita para pasar un buen rato. Nada más.
Escuchando: El Rock Del Hombre-Lobo. Los Rebeldes.
Extracto:[-]
Se contaban también historias de grumetes que intentaban montar en los zoors, flotando hacia Lysos sabía dónde, quizás inspirados por leyendas de días remotos, cuando los zepelines y los aviones surcaban el cielo, y a los hombres se les permitía volar.
Como para demostrar que era un día de destino y sincronía, Leie llamó la atención de Maia señalando en dirección contraria, al suroeste, más allá de la cúpula dorada del templo de la ciudad. Maia parpadeó ante una forma plateada que destelló brevemente al posarse en el suelo; reconoció el estilizado dirigible que repartía el correo y los paquetes demasiado valiosos para ser confiados al transporte marítimo, y que llevaba a las poquísimas pasajeras cuyos clanes debían ser casi tan ricos como la diosa del planeta para poder permitirse pagar la tarifa. Maia y Leie suspiraron, compartiendo por una vez exactamente el mismo pensamiento. Haría falta un milagro para que cualquiera de ellas llegara a viajar así, entre las nubes. Tal vez sus descendientes clónicas lo harían, si los caprichosos vientos de la suerte soplaban en esa dirección. El pensamiento aportaba un ligero consuelo.
Tal vez eso también explicaba por qué los grumetes a veces renunciaban a todo por cabalgar un zoor. Los hombres, por propia naturaleza, no podían tener clones. No podían copiarse a sí mismos. Como mucho, conseguían la inmortalidad menor de la paternidad. Fuera lo que fuese lo que más desearan, tenía que ser conseguido en el lapso de una vida, o no lo sería en absoluto.
Las gemelas reemprendieron el camino. Tan cerca ya de los muelles, donde los barcos de pesca desprendían unos miasmas húmedos y punzantes, empezaron a ver mucha más gente de verano como ellas mismas. Mujeres de formas, colores, tamaños diversos, a menudo con cierto parecido familiar a algún clan bien conocido (unos cabellos de las Sheldon, o la mandíbula distintiva de las Wy-lee), que compartían la mitad o una cuarta parte de sus genes con una línea materna renovada, igual que las gemelas llevaban pintado en el rostro gran parte de Lamai.
Por desgracia, medio parecido servía de poco. Vestida con kilts de un solo color o calzones de cuero, cada persona del verano deambulaba por la vida como una unidad solitaria, única en el mundo. La mayoría, pese a todo, mantenía la cabeza bien alta. La gente del verano trabajaba en los muelles, calafateaba los veleros, y ejecutaba la mayor parte del trabajo manual que sostenía el comercio marítimo, a menudo con una alegría cuya contemplación era una inspiración en sí misma.
Antes de Lysos, en los mundos del Phylum, las vars como nosotras eran normales y las clones raras. Todo el mundo tenía un padre… y a veces hasta crecían conociéndolo.
Maia solía imaginar planetas llenos de variedades descabelladas e impredecibles. Las madres Lamai lo llamaban «una fijación indigna», aunque tales pensamientos eran más frecuentes desde que la noticia de la Nave Exterior empezó a filtrarse en forma de rumores y luego mediante los reportajes censurados de la tele.
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