Acantilado, 2009. 126 páginas.
Tit. Or. Lauta i oziljci. Trad. Luisa Fernanda Garrido Ramos y Tihomir Pistelek.
Seguramente llegué hasta este libro a través de aquí: Laud y cicatrices, engañado como siempre por frases como estas:
Que gente como Perec, Foster Wallace o Bolaño son hermanos de Danilo Kiš se hace aquí evidente.
El cuento “Laúd y cicatrices” hizo más que emocionarme o admirarme: me desmoronó por dentro.
Tengo que dejar de hacer caso a las comparaciones con Bolaño. Sin embargo, estoy más de acuerdo con la siguiente frase:
la mayoría de estos relatos son algo así como los “lados B” de la colección reunida en el magistral volumen Enciclopedia de los muertos,
Que proviene de esta extensa, equilibrada y recomendable reseña: Laud y cicatrices.
La lista es la siguiente:
El apatrida
Yuri Golets
Laúd y cicatrices
El maratoniano y el juez de carrera
El poeta
La deuda
A y B
A mí me costó entrar, pero al segundo relato (Yuri Golets) con su mezcla de ficción y realidad ya estaba convencido. El que más me ha gustado es el que da título al libro, del que dejo al final un par de citas. El poeta, con su parodia de la censura comunista, también me llamó la atención.
Calificación: Bueno.
En los últimos veinte años no vivimos bajo el mismo techo. Yo, durante este tiempo, me he acostado con muchas mujeres; supongo que ella también tenía amantes. ¿Cuántos? No lo sé. No obstante, existía entre nosotros algo que nos unía. Algo fundamental; algo que une a un hombre y a una mujer para siempre.
El teléfono sonó y de nuevo habló con alguien en alemán, en voz baja. O puede que fuera yiddish. Después se sentó otra vez enfrente de mí:
—Un mes antes de que ella cayera enferma, paseábamos por el bulevar Saint-Michel. Era un día despejado, igual que el de hoy. En un momento se paró y me cogió la mano: «Me gustaría vivir cien años—dijo—. Contigo». Luego nos besamos. En la boca.
Yuri Golets tomó un sorbo de vino. —Un balance excelente para una vieja pareja judía— constató—después de treinta y tres años de vida en común. —Deberías irte a alguna parte cuanto antes—le dije—. ¿Y qué pasa por fin con ese testamento?
—Existe la posibilidad de que no me haya dejado nada. Tampoco me preocupa. Lo único que quiero es que se acaben los trámites. Además, todo eso ya carece de importancia. Yo ya he terminado con lo mío. Ayudé a algunas personas. Me acosté con una decena de mujeres. Quizá incluso con un centenar. Asimismo escribí algo, más bien poco; como rozando el agua con el dedo. Ya no me quedan fuerzas ni curiosidad.
—Sé cómo te sientes. Yo también me he asomado, no hace tanto, a ese abismo. En una situación así, la gente no te puede dar ningún consejo, y a Dios, si me lo permites, no le interesa demasiado. Entonces empecé a buscar libros que me dieran fuerzas para seguir viviendo. Y llegué a la trágica conclusión de que todos los que había engullido durante décadas no podían ayudarme en aquel instante decisivo. Te omito los libros sagrados y los sabios de la Antigüedad; no estaba preparado para ellos porque me faltaba el punto de partida: creer en Dios. Lo que tú sí tienes. Leí a los escritores y libros más diversos, gnósticos y los comentarios de sus enseñanzas, Sobrevivir de Bruno Bettelheim, Entrenamiento autógeno de Lindemann, Los destinos del placer de una tal Aulagnier, Las afinidades electivas de Goethe, La noche, el día de Braunschweig, Estados psicóticos de Rosenfeld, las novelas de Philip Roth, e incluso De la vida de las marionetas de Bergman, porque me parecía que yo mismo era una marioneta cuyos hilos movía el destino. El único provecho que saqué de esta lectura es que los libros no ofrecen respuestas para las preguntas candentes. Que estamos guiados por los genes, por el diablo o por Dios; que nuestra voluntad, en los momentos fatídicos, no desempeña ningún papel, y que son nuestras pasiones las que nos mueven. Como cuando un nadador nada con todas sus fuerzas, pero la orilla del río no se aleja, y por si fuera poco la corriente—que está intentando remontar—lo arrastra en dirección contraria. Por suerte, las pasiones, como las desgracias, tienen un ciclo, igual que las plantas y los animales.
Me daba cuenta de que mis palabras sonaban vacías y poco naturales, no es fácil dar una respuesta a un hombre que te pregunta: ¿por qué seguir viviendo? Mis intenciones eran honestas. Refiriéndome a la experiencia propia, quería llamar su atención sobre el beneficioso efecto del tiempo, mostrarle el futuro, su futuro[…]
Le entrego el manuscrito de mi primer libro (que se publicará tres o cuatro años más tarde).
—Parece usted miembro del círculo de los Hermanos Serapion—dice él—. Se intuye el mismo programa. Su realidad es poética.
Le contesto que la realidad poética también es realidad.
—La realidad es—declara él—como la hierba y la tierra. La realidad es la hierba que crece y los pies que la pisan.
Le comento que eso también es una imagen poética. Una metáfora.
—Quizá una imagen—admite—. Vamos, tomemos otra copa. Es de guindas. Un aguardiente casero. Me lo trajeron del pueblo unos amigos. El escritor debe—prosigue—considerar la vida en su totalidad. Tiene que anunciar el gran tema de la muerte, para que el hombre sea menos soberbio, menos egoísta, menos malvado, y, por otra parte, dar un sentido a la vida. El arte es el equilibrio de estas dos ideas contradictorias. Es deber del hombre, sobre todo del escritor, y dirá usted que hablo como un viejo, abandonar este mundo dejando tras de sí no una obra, obra es todo, sino un poco de bondad, algo de conocimiento. Cada palabra escrita es como la Creación. (Pausa). Lo oye: ya cantan los primeros pájaros. Vamos a dormir. María Nikolaievna se enfadará si continuamos así hasta el amanecer. Ella ha tenido una vida dura. Muy dura.
Le digo:
—¿Qué… debo… hacer? Amo… a dos… mujeres.
En su cara aparece enseguida una expresión de sincera inquietud; sus ojos, con una sonrisa alentadora, me revelan que mis penas amorosas le llegan al corazón.
—El amor es una cosa terriblemente complicada. No haga sufrir a ninguna de ellas. Y no se precipite. Por su bien. Y por el bien de ellas.
Le digo:
—Usted conoce a una… Se la presenté hace un mes.
—Clitemnestra—contesta él—. Una auténtica Clitemnestra, capaz de hacer daño. A sí misma o a usted. El amor es una cosa terrible. ¿Qué puedo decirle? Uno no puede aprender de las experiencias amorosas ajenas. Cada encuentro entre un hombre y una mujer empieza como si fuese el primer encuentro del mundo. Como si después de Adán y Eva no hubiera habido miles de millones de encuentros. Sin embargo, fíjese, la experiencia amorosa no se transmite. Es una gran desgracia. Pero también una gran suerte. Así lo ha dispuesto Dios. Una más y apartaré la botella. María Nikolaievna se enfadaría. Sea prudente. No le haga daño a nadie. Las heridas amorosas son las que permanecen más profundamente grabadas en el corazón. Y no permita que la literatura, en su caso, sustituya al amor. La literatura también es peligrosa. La vida no se puede reemplazar con nada.
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