Cristina Rivera Garza. La muerte me da.

febrero 24, 2023

Cristina Rivera Garza, La muerte me da
Tusquets, 2007. 354 páginas.

Una mujer descubre un cadáver mutilado y castrado. Cerca del cuerpo se encuentran unos versos de la poeta Alejandra Pizarnik. Será el primero de una serie de asesinatos a los que tendrá que enfrentarse la Detective, con ayuda puntual de la protagonista -que se llama igual que la autora.

Dicen que la novela negra lo aguanta todo y es verdad. Porque este libro está compuesto de varios puntos de vista, incluye un ensayo sobre poesía, diversos poemas, un lenguaje exquisito, escritura fragmentada y todo encaja unido por el hilo sutil de los asesinatos que, aunque parezca mentira, se acaban resolviendo.

Además es uno de estos casos en los que figura y fondo se mezclan, los temas que se tratan tienen que ver con cómo son tratados, los crímenes con el tema del libro y, por decirlo claro, Cristina no da puntada sin hilo y le sale un libro redondo, bello y que además te atrapa. Lo empecé a leer y prácticamente no pude despegarme.

EL ejemplar que he leído está sacado de la biblioteca y está profusamente anotado, marcado y doblado hasta la mitad del mismo. A partir de ahí, impoluto. No sé si se abandonó la lectura o la manía de profanarlo.

Muy bueno.

«Lo que yo deseo es escribir prosa. Respeto por la prosa, excesivo respeto por la prosa», escribió Alejandra Pizarnik en la entrada de su diario el domingo 21 de junio de 1964.3 En la pluma de una poeta que, apenas dos años atrás, había publicado El árbol de Diana, un libro prologado en su tiempo por Octavio Paz y al que César Aira considera «una construcción no euclidiana que trasciende el sentimentalismo sin anular el impulso autobiográfico […] [un libro en el que] la intensidad ha culminado, los temas están decididos, el mecanismo funciona con una fluidez mozartiana», esta declaración no deja de ser enigmática.4
El interés por el tema, además, no fue efímero. Un par de años más tarde, en 1966, declaraba: «Deseo hondo, inenarrable (¡) de escribir en prosa un pequeño libro. Hablo de una prosa sumamente bella, de un libro muy bien escrito».5 Luego, durante el mismo año, Pizarnik insistía: «Deseo estudiar muy seriamente el poema en prosa. No comprendo por qué elegí esa forma. Se impuso. Además, está en mí desde mi libro primero. Nunca leí nada al respecto […]. Extraño es cómo y cuánto me obsesiona el aprendizaje de los poemas en prosa o tal vez, simplemente, de la prosa. Ahora, cada día, me corroe la seguridad de una forma imposible de prosa».6 En 1967 continuaba: «Cada vez más siento que lo mío es la prosa. Poema en prosa o lo que fuere en prosa. No puedo versificar en un lenguaje extraño y execrado. Quiero mimarlo en prosa. Prosa perfecta –imposible deseo– cuyo fin sería [ilegible] la prosa de mi idioma espantoso».7
De entrada en entrada resulta claro que, hacia los últimos años de su vida, la cual terminó por su propia mano con una sobredosis de Seconal en 1972, la poeta argentina Alejandra Pizarnik se acostumbró a volver una y otra vez, y en cada ocasión con mayor fervor, a uno de los temas a los que dedicó mucha de su energía analítica y creadora: la escritura de la prosa. Si El árbol de Diana fue, en efecto, el libro del que «no se puede ir más lejos», Pizarnik decidió ir más lejos de otra manera. En lugar de hacer más y mejor de lo mismo, la poeta se lanzó con todas sus palabras «para subir de un salto a mi prosa como un tren rápido».8 El símil, aquí, no es gratuito. Pizarnik habla de un salto y no de una transición, por ejemplo. Además, asocia la prosa con un tren rápido: un vehículo en movimiento que, a toda velocidad, puede ser también fuente de peligro. La relación de Alejandra Pizarnik con la prosa, con su anhelo de y por la prosa, quiero decir, no fue simple.
Basada en una lectura puntual de sus diarios y de su narrativa completa, me propongo dilucidar aquí algunos de los hilos que se enredan en el anhelo pizarnikiano de la prosa. Leeré estos textos tratando de escapar expresamente del retrato romántico y estereotípico de la poeta suicida obsesionada por el dolor y la muerte, para explorar a la Pizarnik que, con lecturas abundantes y meticulosas, se dedicó a pensar, y pensar bien y rigurosamente, sobre las limitaciones de la poesía y lo que para ella se convirtió, a medida que su salud mental se resquebrajaba, en el refugio de la prosa. Esa casa. Leeré los diarios de Alejandra Pizarnik porque, como declara Ana Becciu en el prólogo con que éstos se editaron en 2003, «la escritura del diario está estrechamente relacionada con la búsqueda de una prosa, la ambición de dotarse de un lenguaje concreto que le permita un día escribir una novela».9
Me interesa su anhelo por la prosa, claro está, pero también me interesan las múltiples maneras en que ese anhelo, aunque cumplido a cabalidad según críticos de entonces y ahora, se vio frustrado ante los ojos de la propia poeta. Porque así como abundan en su diario las declaraciones de su interés por la prosa, también lo hacen los testimonios de su imposibilidad y, al decir de Pizarnik, de su fracaso. Aunque las razones aducidas son, como es de esperarse, muchas, casi todas ellas van a dar y parten de ese «idioma espantoso» del que se compone, en sus propias palabras, el decir y el hacer de la poeta argentina. Lo que sigue es un esfuerzo por identificar y llevar a sus últimas consecuencias el espanto de ese idioma que aqueja y produce la realidad de Alejandra Pizarnik, la prosista.

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