Roca editorial, 2011. 400 páginas.
Tit. or. Delusions of gender. Trad. Juan Castilla Plaza.
Que hay diferencias sociales entre hombres y mujeres está claro y no hace falta ni decirlo. Hay muchas teorías supuestamente científicas que explican esa diferencia por que vienen ‘de serie’, hombres y mujeres somos diferentes estructuralmente y, por lo tanto, también mentalmente, con capacidades, actitudes y gustos diferentes. ¿Es esto cierto? Después de leer este estupendo libro queda claro que no, que no hay pruebas en las que sustentar esto a pesar de los muchos libros (algunos verdaderos superventas) que se han escrito al respecto.
Desengañémonos: ni los hombres son de marte, ni las mujeres de venus. Las diferencias en la sociedad pueden explicarse por la cultura en la que estamos inmersos, y todos los supuestos estudios que han encontrado diferencias estructurales bien en capacidad (los hombres tienen mejor capacidad para rotar cosas mentalmente, las mujeres para entender el lenguaje) o en gustos (a los niños les gustan las construcciones, a las niñas las muñecas) no resisten un análisis detallado. O hay pocos casos de estudio, o hacen inferencias precipitadas, o ignoran efectos sociales, o directamente son falsos.
En los extractos dejo algunos fragmentos que dan que pensar pero me gustaría destacar solo un par de cosas. En las olimpiadas matemáticas de EEUU hay muy poca representación femenina. Podríamos estar tentados de buscar alguna causa fisiológica (menor capacidad, menor competitividad…) hasta que nos fijamos en que las chicas inmigrantes de países como Rusia o Ucrania (con otros condicionantes culturales) tienen cien veces más probabilidades de participar en estos campeonatos que las chicas locales.
Se suele decir que aunque eduquemos a nuestros niños de un modo neutro las niñas tiran a las muñecas y los niños a los camiones. En el libro se explica el caso de una familia que realmente educa a sus niños en un ambiente neutro y nos damos cuenta de lo imposible que es. O para resumirlo en una anécdota: Una madre comenta que su hija juega con un martillo y que lo acuna y lo mete a dormir, supuestamente porque lo lleva en los genes, hasta que le preguntan ¿A ella quién la mete a dormir?
No deja de ser curioso que todos estos estudios demuestran que hombres y mujeres están interesados en las mismas cosas que se pensaban en el siglo XIX. Las mujeres a cuidar y los hombres a cazar animales. A mí, personalmente, me daría que pensar. Pero incluso aunque finalmente se demostrara que existen diferencias no importaría demasiado. Porque las diferencias entre personas son mucho más grandes que la diferencia de la media de los géneros. Supongamos que un estudio demuestra que el IQ de las mujeres es, de media, 2 puntos menor que el de los hombres ¿Demostraría esto que los hombres son más inteligentes que las mujeres? No, porque entre el hombre más listo y el más tonto hay una diferencia de 100 puntos y el género es poco relevante.
Aún así nos siguen dando la matraca de estas diferencias que no se han conseguido demostrar. Para hacerles frente libros como éste son muy necesarios.
Muy bueno.
Patricia Fara, en su libro Scientists Anonymous [Científicas anónimas] describe cómo, a finales del siglo XIX, la botánica Jeanne Baret y la matemática Sophie Germain fueron obligadas a hacerse pasar por hombres para poder proseguir sus investigaciones[1]. Al contrario que Baret, las biólogas de hoy en día no tienen que simular ser hombres para poder desempeñar su labor, ni tampoco las matemáticas contemporáneas necesitan recurrir al subterfugio de Germain de estudiar por correspondencia bajo un seudónimo masculino. Sin embargo, aún hoy en día, las evidencias demuestran que sería muy perspicaz por parte de las mujeres disfrazarse de hombres. Las personas que han transformado su identidad de esa manera —principalmente transexuales que han pasado de ser mujeres a hombres— han comentado las muy beneficiosas consecuencias que eso les ha reportado en su trabajo. Ben Barres es profesor de neurobiología de la Universidad de Stanford y un transexual que cambió su sexo femenino por masculino. En un artículo publicado en Nature nos dice que «poco después de cambiarse de sexo, oyó a un miembro de la facultad decir: “Ben Barres ha dado un gran seminario hoy; no hay duda de que su trabajo es mucho mejor que el de su hermana[2]”». En un reciente estudio realizado con veinte transexuales que cambiaron de sexo femenino a masculino aparecieron muchas historias muy parecidas. Kirsten Schilt, una investigadora de la Universidad de Houston’s Rice, entrevistó a los hombres acerca de sus experiencias laborales antes y después del cambio de sexo. Su estudio demuestra que muchos lograron un gran reconocimiento y respeto inmediatamente después. Thomas, un abogado, relató que uno de sus colegas elogió a su jefe por haberse librado de Susan, a la que calificó de incompetente. Luego añadió que el «muchacho nuevo», Thomas, era «una persona encantadora», sin darse cuenta de que ambos eran la misma persona. Roger, que trabaja en el comercio minorista, comenta que, ahora que es un hombre, las personas pasan por encima de su jefa y lo buscan a él para hacerle preguntas. Paul, que trabaja en la enseñanza secundaria, observó que empezaban a reclamar su presencia en las reuniones por sus innovadoras y valiosas opiniones. Y algunos obreros afirmaron que su trabajo es mucho más sencillo desde que cambiaron de sexo.
La cirugía, la rama más prestigiosa de la medicina, era, con diferencia, donde se manifestaba mayor hostilidad hacia las mujeres. Sin embargo, el tema recurrente en las entrevistas de seguimiento llevadas a cabo por Hinze con las residentes no era la rabia, ni el trato discriminatorio, sino si las mujeres eran demasiado sensibles al tratamiento sexista o peyorativo. Por ejemplo, una mujer que repetidamente tuvo que soportar que un anestesista le tocase el trasero se preguntaba si esa incomodidad que sentía no era señal de que era extremadamente sensible. Dudó si debía mencionárselo a sus compañeras por temor a que dijeran que «era una buscona, una neurótica o demasiado sensible…». Otra residente se puso furiosa cuando un miembro masculino de la facultad, al verla temblar, le dijo: «Ya me gustaría sentarte en mis rodillas como hago con mi hija pequeña, abrazarte y darte calor». Como le dijo en tono de enfado a la entrevistadora: «Yo no he llegado hasta aquí para recordarle a su hija. ¿He llegado tan lejos en la vida para recordarle a su hijita?». Sin embargo, otras personas trataron de animarla diciéndole que no había nada censurable en ese comentario. Y algunas estudiantes de medicina, ofendidas por la costumbre de que uno de los cirujanos las llamase siempre «niñitas», fueron denunciadas por «hipersensibilidad» por un compañero masculino que afirmó que las «terminaciones nerviosas» de las mujeres estaban «desnudas» y eso hacía que se sintieran ofendidas
Ese tipo de cambio de dirección teórico siempre ha obstaculizado la neurociencia de las diferencias de sexo. Por ejemplo, en el siglo XIX, cuando se creía que la base del intelecto se encontraba en los lóbulos frontales, un cuidadoso examen del cerebro masculino y femenino reveló que esa región era más grande y estaba estructurada de forma más compleja en los hombres, mientras que los lóbulos parietales estaban más desarrollados en las mujeres. Sin embargo, cuando los científicos creyeron que eran los lóbulos parietales los que proporcionaban una mayor capacidad de pensamiento intelectual abstracto, las posteriores observaciones revelaron que los hombres tenían más desarrollados los lóbulos parietales
De hecho, eso es algo que puede verse muy claramente en Norteamérica. Tener muy baja representación en el equipo de la IMO, o en el Programa de Verano de la Olimpiada Matemática (MOSP) no es, como imaginarás, un problema de chicas, sino algo más sutil e interesante que eso. Primero, si eres hispana, afroamericana o nativa americana, no importa si tienes dos cromosomas X o uno, más vale que te olvides de la posibilidad de pasarte nueve horas sudando y resolviendo ejercicios. Además, entre las chicas surgen unos patrones muy interesantes. Las chicas asioamericanas no están escasamente representadas en comparación con su población. Sin embargo, eso no significa que sea sencillamente un problema de chicas blancas. Las chicas blancas no hispanas nacidas en Norteamérica están muy escasamente representadas: hay unas veinticinco veces menos en los equipos de la IMO de lo que debía esperarse dado el número de población y, prácticamente, jamás llegan a la fase selectiva. Sin embargo, ese no es el caso de las chicas blancas no hispanas que nacieron en Europa e inmigraron de países como Rumania, Rusia y Ucrania, ya que, por regla general, consiguieron llegar hasta el más alto nivel cuando participaron en esas prestigiosas competiciones o programas. El éxito de ese grupo de mujeres continúa en su carrera. Esas mujeres tienen cien veces más oportunidades de entrar a formar parte de la facultad de Harvard, el MIT, Princeton, Stanford o la Universidad de California-Berkeley que sus homólogas blancas nativas. Realizan todos los ejercicios tan bien como los varones blancos en comparación con el número de su población.
Hace 40 años, los psicólogos Sandra y Daryl Bem decidieron educar a sus hijos, Jeremy y Emily, de forma neutral en lo referente al género. Su meta consistía en evitar que sus hijos absorbieran los «correlatos culturales» de género, al menos hasta que fuesen lo suficientemente mayores para ser críticos con los estereotipos y el sexismo.
¿Qué implicaba aquello?
Lo suyo fue una estrategia de dos flancos. Primero, los Bem hicieron todo lo posible para reducir las cotidianas y ubicuas asociaciones de género en el medio de sus hijos; es decir, la información que permite que los niños sepan qué juguetes, conductas, destrezas, rasgos de personalidad, profesiones, intereses, responsabilidades, estilo de ropa, peinado, accesorios, colores, formas y emociones se relacionan con lo masculino y lo femenino. Eso implicaba, como base, el compromiso gestionado meticulosamente de compartir de forma equitativa la educación de los niños y las tareas domésticas. No hay que de decir que los camiones y las muñecas se ofrecían con igual entusiasmo a ambos niños, y se compartía también la ropa de color rosa y azul, así como los compañeros de juego masculinos y femeninos. Se tuvo cuidado en que los niños observasen a los hombres y las mujeres haciendo trabajos de género cruzado. Por medio de la censura y el uso prudente del material publicado, y a base de mucha goma de borrar y lápices correctores, los Bem también se aseguraron de que la biblioteca de sus hijos ofreciera una imagen igualitaria del mundo:
Mi marido y yo adoptamos la costumbre de revisar los libros con el fin de suprimir las correlaciones vinculadas al sexo. Lo hicimos, entre otras maneras, cambiando el sexo de los protagonistas, pintando el pelo largo y la línea del pecho en ilustraciones que antes eran de camioneros, médicos, pilotos y profesiones de ese estilo; y también borrando, o alterando, las secciones de texto que describían a los hombres y las mujeres de forma estereotipada. Cuando les leíamos cuentos en voz alta, buscábamos pronombres que evitasen las ubicuas implicaciones de que todos los personajes sin trajes o lazos rosa eran necesariamente masculinos: «¿Qué está haciendo este cerdito? Él o ella parece estar construyendo un puente[1]».
La segunda parte de la estrategia de los Bems implicaba, en lugar de proporcionarles la información usual acerca de lo que significa ser varón o hembra, fomentar la idea de que la diferencia entre hombre y mujer radica en su anatomía y sus funciones reproductivas. El típico preescolar disfruta adquiriendo un conocimiento detallado de los papeles de género, pero se queda un tanto confuso cuando se trata del contundente y biológico hecho de que los varones se diferencian de las hembras en que tienen pene y testículos en lugar de vagina[2].
No fue así para los hijos de los Bem:
Nuestro hijo Jeremy, cuando tenía cuatro años, decidió ponerse un pasador en el pelo cuando estaba en la guardería. Ese mismo día, varias veces, otro chico le dijo que debía ser una niña porque «solamente las niñas llevaban pasadores». Después de tratar de explicarle al niño «que llevar pasador no importaba» y que ser un niño significaba «tener pene y testículos», Jeremy se bajó los pantalones para terminar de convencerle. El otro chico no se impresionó y sencillamente respondió: «Todos tenemos pene, pero solo las niñas llevan pasadores».
Al contrario que sus compañeros, a Jeremy y Emily no les impidieron usar esas ceremonias determinadas socialmente como el peinado, la ropa, los accesorios o la profesión como pauta del sexo biológico de una persona. Si uno de sus hijos le preguntaba si alguien era hombre o mujer, los padres solían «negar saber el sexo de esa persona, aludiendo que, sin haber visto si tenía pene o vagina, no podían saberlo de forma definitiva[3]».
Que den un paso adelante los padres que llegan a tales extremos para evitar que sus hijos adquieran asunciones culturales preponderantes sobre el género. Y tú no te preocupes, que no te va a pisotear la muchedumbre.
Creo que todos estaremos de acuerdo en que los esfuerzos de los Bem superan con creces lo que normalmente, y generosamente, consideramos una educación de género neutro. No hay duda de que eran, en propias palabras de Sandra Bem, «una familia poco convencional[4]». Algunos lectores sentirán admiración por ellos, pero otros pondrán los ojos en blanco y soltarán un resoplido. Sin embargo, sea cual sea la opinión que se tenga de un padre que bromea diciendo: «¿Qué te hace pensar que porque Chris tenga el pelo largo es una niña? ¿Acaso el pelo de Chris tiene vagina?»[5], todos estaremos de acuerdo en que la intensidad y alcance de los esfuerzos de los Bem nos ofrecen una idea muy clara de hasta qué punto están sexualizados los medios que rodean la vida de un niño. Hasta la fecha, la estructura social, los medios de comunicación y los compañeros siguen ofreciendo un buen caudal de información relativa a la masculinidad y feminidad.
Los patrones sexualizados de nuestra vida nos resultan tan familiares que ya no los percibimos, tal como se observa maliciosamente en esta anécdota contada por la erudita legal Deborah Rhode:
Una madre que se empeñó en darle a su hija herramientas en lugar de muñecas terminó por darse por vencida cuando vio a su hija desnudando un martillo y cantándole para que se durmiera. «Debe de ser hormonal», fue la explicación de la madre, al menos hasta que alguien le preguntó que quién acostaba a la hija habitualmente[6
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