Claire Vaye Watkins. Nevada.

noviembre 14, 2022

Claire Vaye Watkins, Nevada

Incluye los siguientes relatos:

Fantasmas, cowboys
Lo que menos falta nos hace
Rondine al nido
Pasado perfecto, pasado continuo, pasado simple
Ojalá estuvieras aquí
Carabela portuguesa
La archivista
Las excavaciones
Virginia City
Graceland
Ambientados en el estado de Nevada que titula al libro y que nos cuentan historias que van de la crudeza de Rondine al nido, aventura de dos adolescentes que se meten en una historia turbia hasta la ambientada en la fiebre del oro Las excavaciones donde dos hermanos intentan labrar su fortuna con escaso éxito. Todos muy bien escritos, en este estilo del realismo norteamericano que retrata la vida al margen del éxito que nos venden las películas.

Si donde lo lei recomendado: Nevada (te echaremos de menos) se comentaba que la juventud de la autora lo hubiera mantenido (por desgracia) lejos de estos textos, si yo hubiera sabido que la autora es hija de Paul Watkins, mano derecha de Charles Manson también se habrían activado mis prejuicios. Sin embargo el cuento Fantasmas, cowboys donde habla de su padre es uno de los mejores del libro.

Personalmente me ha encantado. Otra reseña más: Nevada

Muy bueno.

Ella se dirige al fondo del restaurante, hasta un lavabo improvisado con pladur a última hora. En una hilera de fregaderos de metal fuera del lavabo, dos repartidores friegan los platos. Uno de esos chicos, uno de diecinueve años llamado Jeremy, se ha autoconvencido de que ama a nuestra chica, pese a que ella ya ha declinado una invitación para ver El amanecer de los muertos en la casa prefabricada que tiene para él solo en la parcela del novio de su madre.

En el lavabo, las baldas de plástico están repletas de tubos fluorescentes y papel térmico y unos cubos de plástico de siete litros usados en su día para almacenar un helado que la franquicia ya no oferta. Se quita el gorro, el mandil, las en su día blancas zapatillas de tenis y los calcetines tobilleras. Se desabrocha la placa con su nombre de la camisa con colores patrióticos en el cuello y se quita la camisa por la cabeza. Granos amarillos de harina de maíz se le esparcen por las pestañas y por la raya del pelo. Se desprende de los pantalones de faena, rígidos por la masa reseca y aceites oscuros sin identificar.

Se planta delante del espejo en sujetador y bragas, escuchando los ruidos metálicos, sordos y a cámara lenta del fregadero triple. Se desprende de las bragas. Suzie brama desde la entrada, y las suelas de las botas de trabajo de alguien rechinan en las baldosas. En el lavabo, nuestra chica usa el jabón rosa granulado del dispensador para restregar las bragas y eliminar de ellas su propio olor. Más tarde, la humedad que quedará en ellas tras lavarlas le recordará a la pizzería y al pobre y patético Jeremy, el repartidor, y a otros retazos de una vida que ya desea poder olvidar.

Mientras espera a Lena en el banco de delante del mostrador, observa cómo madres cargadas van y vienen de sus coches al ralentí con sus pizzas y sus pringosos palitos de queso envueltos en papel de aluminio. Seis horas y media antes, en el aparcamiento del Wal-Mart, en el arcén opuesto de la autopista, Kyle Peterson, saxo tenor en la banda de jazz del instituto, había dejado a Lena, su novia desde hacía un año, por la primera flautista, estudiante de primero y una versión más delgada y más descocada de Lena. Dos horas después, nuestra chica le limpió a Lena el maquillaje de debajo de los ojos, enrojecidos de tanto frotárselos, en el lavabo de pladur y le preguntó si le gustaría salir de esta mierda de pueblo de una puta vez. Dos horas después de eso, una vez segura de que su madre y su padrastro se habían ido a su reunión de los doce pasos’ del viernes noche, nuestra chica marcó su propio número de teléfono. Le dijo al contestador: Después del trabajo me voy a casa de Lena a pasar la noche; y: Os quiero, que es lo que siempre dice después de mentirles. Cuando Lena sale, dentro de ambas se inflama ya esa osadía inalterada digna de toda adolescencia, y una de las dos tiene carné de conducir y un Dodge Neón como nuevo y el verano no ha hecho más que empezar, lo que significa que por el Strip, a unos seis kilómetros de allí, deambulan universitarios de lugares como Chicago y Florida y Nueva York que vienen a Las Vegas en busca de chicas dispuestas a hacer las cosas que ella y Lena creen que están dispuestas a hacer.

A las ocho en punto Lena se quita el uniforme y se humedece el pelo y las axilas en el lavabo y luego las dos caminan hasta el aparcamiento con sus uniformes sucios y hechos una bola bajo el brazo, arrastrando los cordones de los mandiles por el asfalto, como si no tuviesen que volver mañana para el jaleo de las cenas, como si no tuviesen que volver jamás.

En la carretera, no hay más que desierto y noche y las luces traseras de los coches frente a ellas. La radio va y viene. Entonces, sin apartar los ojos de la carretera, Lena dice: Tendría que haberlo hecho con él. No sé por qué no lo hice. Nuestra chica no dice nada, solo asiente.

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