Christian Bobin. Autorretrato con radiador.

diciembre 25, 2020

Christian Bobin, Autorretrato con radiador
Árdora, 2006. 144 páginas.
Tit. or. Autoportrait au radiateur. Trad. José Areán.

Diario en el que un hombre, que ha sufrido una pérdida, nos narra un día a día mínimo, en el que no ocurre nada, salvo la compra cada semana de dos ramos de flores, apuntes breves del natural y reflexiones acerca de la vida y, sobretodo, de la muerte.

Libro que cayó en mis manos de casualidad; a una amiga no le gustó y al hojearlo me sedujo la calidad poética de sus breves textos y la melancolía que desprende cada página. Cualquiera puede fotografiar el cañón del Colorado y obtener una foto magnífica. Pocos pueden hacer lo mismo con un vaso en una mesa de cocina y que se te encoja el corazón.

Lloré, sí, con muchas de sus páginas. En un libro con la presencia omnipresente de la muerte, con unas flores que siempre se marchitan, es un canto a la vida que permanece, porque a un ramo le sucede otro ramo, y la luz siempre está presente para iluminar a la oscuridad.

El autor es creyente y lo afirma en múltiples ocasiones. Pero no es un creyente empalagoso que confía en la resurrección de las almas. Es un creyente en el amor vivo que podemos darnos los unos a los otros cada día, en el amor de un texto que te salva la vida, en el poder del recuerdo que, como la literatura, mantiene vivo lo que ya no está.

Simplemente magnífico. Dejo abundantes muestras para que se hagan una idea. Otras reseñas: Autorretrato con radiador, Autorretrato con radiador y Autorretrato con radiador.

Muy recomendable.

Dios mío, por qué habéis inventado la muerte, por qué habéis permitido que venga una cosa semejante, es tan agradable la vida en la tierra, vuestro paraíso tendrá que ser deslumbrante para que la ausencia de esta vida terrenal no se haga sentir en él, necesitaréis ingenio para darme una alegría tan pura como la del aire fresco de una mañana de abril, sí, necesitaréis mucho talento y por consiguiente amor para que no llegue a vuestro paraíso, ninguna nostalgia de esta vida,


[…]esta noche, de repente seria en su albornoz amarillo, mirándome fijamente a los ojos, me pregunta: «Los que se mueren son los mayores, nunca los niños, ¿no?» Contesto cualquier cosa, contesto para detener la pregunta, no para aclararla, contesto: «Sí.» Me mira. Tiene en sus ojos la malicia y la dulzura de un viejo sabio oriental. Después de un tiempo de silencio, me dice: «¿No te acuerdas de la pequeña Sofía en mi escuela, no te acuerdas de lo que te dije, que murió en un accidente de coche? ¿Por qué mientes? Eso no está bien, hay que decir siempre las cosas que se saben, hay que decir lo que existe, incluso la muerte.» Luego se ríe y vuelve a sus juegos. El ángel de la vida acababa de pasar por el cuarto de baño, imprevisible siempre, preciso en sus consejos.


Esta mañana, en el bulevar, mi muerte andaba a mi ido, bajo los plátanos. Como yo, ella buscaba el fres-co. Llegó sin avisar: de golpe, yo no tenía ningunas ganas de vivir. Eso no se notaba. Por lo demás no tema por qué notarse. Si alguien me hubiera mirado, tan sólo hubiera visto a un hombre un poco torpe caminando bajo la sombra de los árboles, echando dos carias al correo, luego volviéndose a subir al coche y marchándose a almorzar a casa de sus padres. Allí, éramos cinco a la mesa : mi padre y detrás de él, como un ángel rendido, la desesperación de estar perdido en una edad avanzada. Mi madre estaba sola con ella misma. Mi muerte se quedó en mis rodillas durante toda la comida. Uno puede muy bien no querer vivir y comer carne y patatas salteadas. Me volví a casa, me eché en la cama. Mi muerte parecía tan agobiada como yo por el calor. Pasaron unos minutos. Me levanté, preparé un café y abrí un libro de poemas. Del libro >alía luz. Creo que en ese instante mi muerte se fue de la casa atravesando la puerta, sin hacer ruido. No era su hora, y además estaba tal vez súbitamente deprimida por la belleza de ciertas palabras, sí, tal vez mi muerte no soporta los libros y prefiere la compañía jaquecosa de las emisoras de radio y de la televisión.


Si tuviera que hacer un currículo — esa especie de papel que se tiene que presentar a un futuro patrón, como en otros tiempos el esclavo tenía que enseñar el buen estado de su dentadura—, tendría partes en blanco por todos sitios, ausencias de varios años como esa gente que sale de la cárcel o de un estado de coma. La mayor parte del tiempo ya no sé dónde estaba yo, y tal vez es porque no estaba en realidad.


Debajo, está el abismo. Para no resbalar en él, me agarro a una brizna de hierba. Desde hace cuarenta y cinco años me agarro a ella y resiste, milagrosamente resiste.

El libro es la madre del lector.


La literatura eterna — cuentos, mitos, leyendas — apareció en la tierra con los primeros hombres. Les permitió habitar la tierra sin morir de frío. El fuego y la voz que narra se inventaron al mismo tiempo, dando el mismo calor y logrando el respeto de los animales salvajes. La literatura eterna debió de venir así: alguien se inclina sobre alguien que está enfermo, empieza a contarle la gran leyenda de los albores, el torbellino de los fines, el carnaval de los dioses, y mediante esa voz que inventa, llega un poco de luz a la oscuridad. La literatura eterna ya estaba allí, entera, en ese tiempo en el que los hombres iluminaban las cavernas con coloreados fantasmas de caballos. Llegó al mismo tiempo en el que el miedo entró por vez primera en un alma, por una grieta de la carne — un cazador mordido en el talón por una serpiente, un niño con los ojos brillantes de fiebre, una mujer perdiendo su sangre, tumbada cerca de las cenizas, un pintor de bisontes, que se volvió ciego, un anciano, con sus piernas atrapadas por el hielo. La literatura eterna es la medicina más antigua del mundo. Es anterior a la escritura. Antes de depositarse sobre unas tablas de arcilla, purificó voces, sosegó almas. Sigue haciéndolo cada vez que una madre se inclina sobre su hijo adormecido por el cansancio, y cuenta un cuento, canta una cancioncilla. Nunca ha existido una distinción real entre la palabra y la escritura. La escritura es la hermana pequeña de la palabra. La escritura es la hermana tardía de la palabra en la que un individuo, viajando desde su soledad a la soledad del otro, puebla el espacio entre las dos soledades con una vía láctea de palabras. Lo que nos habla, es lo que nos ama. Una palabra privada de amor es una cosa sorda, sin consecuencia. «No sé hablarte, luego te mato»: el amor es un esfuerzo para salir de ese crimen natural de cada uno por cada uno de nosotros. El amor es esa bondad elemental a partir de la cual una soledad puede hablar a otra soledad y, si es necesario, acompañarla hasta en la oscuridad. No quiero que sufras. No quiero que tu mirada desaparezca tras un telón cargado de sangre. Escucha. Escúchame. Escucha atentamente cada historia, cada nombre de personaje. No quiero que te mueras y despliego para ti los vendajes de la literatura eterna — cuentos, mitos, leyendas, novelas, relatos, poemas, plegarias. Venus, Eva, Ifigenia, Beatriz, Fedra, Ana Karenina… — incontables las enfermeras que surgen de la literatura eterna, a la primera llamada. Bienhechora es la literatura eterna y su manía de hablarnos con un susurro bajo, con un ruido de fuente. Maravillosa la creencia en torno a la cual ella segrega sus historias, como la hiedra en torno a su árbol: mientras que alguien nos hable, es imposible morir.

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