Cecilia Fanti. La invención de un lector.

octubre 24, 2025

Cecilia Fanti, La invención de un lector
Taller editorial Gris Tormenta, 2024. 112 páginas.

Reflexiones de Cecilia Fanti, escritora y librera en la librería Céspedes, donde habla de los problemas de tener una librería, su trayectoria profesional, y cómo consiguió, más o menos, tener éxito.

No está mal, pero creo que le falta un poco de pegada. Se queda bastante en la superficie y ni se adentra en los problemas reales, ni en esa construcción del lector de la que se habla en el título. Me ha gustado más el prólogo de Luigi Amara, del que dejo un extracto sobre los males de la afición a la lectura.

Bueno.

La afición a la lectura es la puerta de acceso a drogas duras como escribir, fundar editoriales independientes o hacerse librero. Si antes charlaban sobre libros y los encontraban aquí y allá con una sensación de hallazgo y de botín, ahora se alimentan de libros, duermen sobre libros, sueñan con libros, hasta que fatalmente sean enterrados por ellos.

La librería es una potenciación del disfrute de la lectura, pero también una manera de llevarla al límite: una vía de extremar el apasionamiento por el libro —entendido como vínculo y no solo como objeto —, de darle un marco y un techo, los metros cuadrados suficientes para que estalle en otras cabezas. Nace del impulso de proseguir la conversación, de la urgencia de levantar barricadas de papel para congregarnos, para descubrir lo que nos mueve y discutir sobre lo que nos importa. Surge del afán de poner las cartas sobre la mesa (de novedades o de rescates) con la idea de encontrar cómplices, de tender lazos de afinidad, hasta formar una cofradía de locos que, al menos por unas horas —como reza el tropo de los bibliómanos—, escapan de ese vasto manicomio desperdigado que son los libros.

A pesar de que haya quien se figure la librería como una variedad del paraíso, la tarea de vender libros es una de las más arduas y demandantes. En contraste con esas visiones que insisten en espectacularizarla y, quizá como nunca antes, destacan su perfil fotogénico por encima de su catálogo, celebran su escenografía más que a sus habitués o la privilegian como sitio turístico antes que como rincón comunitario, los libreros que han reflexionado sobre su lugar en el mundo parecen más preocupados por subrayar las dificultades y fastidios diarios, en detallar cómo lidian con el polvo, con los libros que no se venden, con las deudas y los ladrones, con los ejemplares apartados hace meses, con los clientes que llegan a cuentagotas y preguntan por libros imaginarios o de los que no recuerdan nada, aparte del color… Cuestión de perspectiva: mientras de un lado del mostrador la librería se confunde con una canonjía de lecturas y brindis interminables y discusiones sofisticadas, del otro lado lo que pesa es la materialidad del libro, su contundencia física que atrae polvo mientras pierde aura; ese cuarto de kilo empastado que, cuando más lo necesitamos, se esfuma y hace perdidizo. Un horizonte de cajas que se multiplican, de suciedad y desorden, de ejemplares apolillados y ratones.

George Orwell, quien trabajó un tiempo en una librería de lance, escribió un breve ensayo desmitificador en el que rememora el arco de su desencanto: antes que un ágora estimulante donde «caballeros encantadores hojean eternamente volúmenes en folio encuadernados en piel», descubrió que en torno a ella gravitaban más bien lunáticos y esnobs y ladrones de toda laya, en parte porque «una librería es uno de los pocos lugares donde se puede pasar un buen rato sin gastar un penique». Lo que más lo contrariaba era mentir como un bellaco y alabar títulos mediocres y recomendar autores infumables[…]

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