Carles Cano. Cuentos para todo el año.

noviembre 26, 2008

Grupo Anaya, 1997. 118 páginas.
Tit. Or. Contes per a tot l’any

Carles Cano, Cuentos para todo el año
Jardinero cuentista

Amplio mi campo de acción al cuento infantil. Mi incipiente carrera como contador de cuentos me obliga a ello. Y ¡que caray! que uno disfruta leyendo estos cuentos igual que los críos.

Clara es una niña afortunada, cada vez que va a visitar a su abuela Aurora -que es bibliotecaria- su jardinero, Pompeyo, aprovecha para contarle cuentos… ¡Y tiene cuentos para cada estación! Juguetes que se rebelan, árboles de mariposas, estrellas de mar que ocultan secretos y oledores de vientos.

Me habían recomendado a este autor y no se equivocaban, los cuentos son buenos y originales. Las ilustraciones de Francisco Delicado -supongo que nada que ver con La lozana andaluza– acompañanan muy bien al texto. Mis preferidos, el del abeto friolero y el de los juguetes que se rebelan. Como epílogo hay una pequeña entrevista a autor e ilustrador.

¿Eres niño o te sientes como tal? Acerca la oreja a las historias de Pompeyo.

Escuchando: Honky Tonk Heroes. Waylon Jennings.


Extracto:[-]

«Había una vez un árbol, un abeto, que había nacido donde nacen la mayoría de los abetos, en un país frío del norte de Europa. Era increíblemente grande y majestuoso y desplegaba sus enormes ramas en todas direcciones. Era tan grande porque tenía tanto, tanto frío, que había crecido más que ninguno de sus hermanos buscando un poco de sol en las alturas del espeso bosque. Pero ni aun así podía quitarse aquel terrible frío que recorría hasta la última de sus hojitas en invierno, y en ese país los veranos y las primaveras eran tan cortos…

Así que, cuando se enteró de que el dueño de unos grandes almacenes de un país del Sur lo había comprado para trasplantarlo al jardín de la puerta principal de su tienda y decorarlo como árbol de Navidad, le entró tal alegría que le salieron brotes nuevos.

Lo transportaron, con sumo cuidado en un camión gigantesco, tumbado y con una buena cantidad de tierra para que no sufriera ningún daño, y a los pocos días ya estaba plantado a la puerta de los grandes almacenes, viendo pasar oleadas de gente. Era divertidísimo mirar las caras e imaginar sus pensamientos, pero lo mejor de todo era que ¡no pasaba frío!

De todas formas, como se acercaban las Navidades, lo llenaron de adornos de arriba abajo, y esto no fue lo peor, porque al encargado de los grandes almacenes se le ocurrió la brillante idea de cubrir el abeto de nieve el día de Nochebuena. Para ello, hizo traer un camión cargado de nieve de las montañas.

¡El pobre árbol no estaba dispuesto a aguantar aquello! Había permitido que lo llenaran de lucecitas intermitentes, de bolas brillantes, de paquetes de regalo, de figuritas de Papá Noel y ni siquiera había gritado cuando le clavaron la estrella en la coronilla, pero ¡aquello era demasiado! Había venido huyendo de los terribles fríos de su país y de las horrorosas heladas, y se negaba en redondo a pasar más frío. Ya pensaría cómo solucionarlo.

Aquel día lo cubrieron de nieve para que hiciera bonito y navideño, pero, al llegar la noche, cuando ya se habían apagado los últimos ecos de las zambombas y panderetas y nadie lo veía, con un esfuerzo descomunal, el abeto enrolló sus ramas alrededor del tronco y, al desenrollarlas con todas sus fuerzas, lanzó los copos de nieve tan lejos, tan lejos, que la mayoría cayeron en países muy distantes y produjeron curiosas historias.

Unos alcanzaron un lugar donde nunca antes habían visto la nieve y en su camino arrastraron algunas nubes que aliviaron la larga sequía que padecía aquella zona: aquello se interpretó como un milagro.

Otros copos fueron a parar a los agujeros de los cañones de dos países que estaban en guerra: las armas se estropearon y tuvieron que firmar la paz. Otros cayeron justo en el momento en que se producía un incendio en un hermoso bosque y lo apagaron.

Los paquetes de regalo aterrizaron en un pueblo tan pobre que apenas si les llegaba para comer, de modo que aquellas Navidades todos tuvieron bonitos regalos. Por fin, los copos que quedaron se convirtieron en estrellas fugaces que surcaron la noche y concedieron pequeños deseos a los que estaban tristes y no podían dormir.

Al día siguiente, por la mañana, sólo quedaban las tiras de espumillón por el suelo y la estrella que, obstinada, continuaba prendida en lo alto, pero todo el mundo se maravilló, porque nunca habían visto un abeto tan verde y resplandeciente como aquél.»

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