Carles Boiz. Partidos políticos, crecimiento e igualdad.

noviembre 18, 2024

Carles Boiz, Partidos políticos, crecimiento e igualdad
Alianza, 1996. 408 páginas.

Frente a la teoría de que los partidos políticos pueden hacer poco para cambiar las condiciones socioeconómicas por el poco margen de autonomía que le dan las estructuras subyacentes, el autor defiende que hay diferencias significativas en la marcha de un país dependiendo de las políticas que los partidos en el poder ponen en marcha.

Para ello analiza con extensión dos casos que podrían llamarse opuestos. Las políticas que el partido socialista con Felipe González al frente implantó en España frente a las del gobierno conservador de Margaret Thatcher en Reino Unido. Con un análisis en profundidad de los datos macroeconómicos analiza en profundidad las políticas que se llevaron a cabo y sus consecuencias.

Es curioso, en primer lugar, ver que ni el partido socialista fue tan de izquierdas (esto ya lo sabíamos) ni los conservadores tan liberales (pues conservaron buena parte de las políticas sociales para mantener contento al electorado). En segundo lugar se constata que a pesar de eso si que hay cambios en el país dependiendo de la tendencia del partido en el poder, sobre todo en conceptos como la desigualdad de renta.

Aunque ha sido excesivamente técnico para un diletante como yo está repleto de contenido muy interesante y, siempre que leo libros serios de economía, me doy cuenta de lo insustanciales que son los debates que nos podemos encontrar en cualquier sitio sobre el tema. Por suerte hay libros como éste que nos hacen reflexionar.

Bueno.

Una vez la economía recuperó su pulso, el gobierno decidió relanzar sus planes de racionalización del sector público empresarial británico. Ian MacGregor, que se había distin guido por sanear British Steel, fue nombrado presidente del Consejo Nacional del Carbón (National Coal Board) para reducir sus enor mes pérdidas. En respuesta a los planes de MacGregor de recortar la plantilla en 64.000 personas (alrededor de un tercio de los empleados) a lo largo de tres años, el NUM puso en marcha en marzo de 1984 una huelga nacional que se extendió durante casi un año entero y que deprimió el PIB de 1984 alrededor de un 1 por ciento (OCDE, 1985). Sin embargo, a pesar de piquetes generalizados y en ocasiones violen tos, los huelguistas no pudieron paralizar totalmente la industria del carbón y la producción continuó a casi un tercio de su nivel normal. A medida que avanzó el invierno, los miembros del NUM empezaron a regresar al trabajo y, a principios de marzo, la huelga fue ofi cialmente desconvocada. Con el NUM derrotado, todo proyecto de restablecer una política de rentas centralizada quedó definitivamente sepultado y el gobierno pasó a disfrutar de absoluta libertad para reestructurar el sistema de relaciones laborales.

La reforma legal del sistema de relaciones laborales se aceleró en la segunda mitad de la década de los ochenta. La estrategia conserva dora con relación a los sindicatos, ya incorporada en el libro verde Democracy in Trade Unions, cuya primera versión fue preparada por Norman Tebbit en enero de 1983, y luego ampliada en varios docu mentos de trabajo a finales de la década de los ochenta, se centró en dos principios fundamentales: la introducción de un principio de res ponsabilidad democrática en el modo en que los sindicatos conducían sus asuntos, y el reconocimiento y la protección de los derechos indi viduales de los miembros de base del sindicato frente a sus represen tantes. En línea con el diagnóstico Tory sobre las causas del malestar que afectaba al mercado británico de trabajo (véase Capítulo 8), el gobierno creyó que esos cambios situarían a los sindicatos en el lugai adecuado en la economía británica. A medida que el miembro medio del sindicato ganase en poder con respecto al dirigente sindical, los sindicatos se moderarían y los líderes sindicales, sujetos a elecciones abiertas y regulares, tendrían que abandonar sus objetivos tradiciónalmente politizados en favor de una estrategia mucho más cooperativa respecto a cuestiones salariales y de productividad. Además, el gobierno calculó que, al poner énfasis en los valores de representáti-vidad, derechos individuales y capacidad de elección, dichas reformas podrían introducirse sin despertar ninguna resistencia seria por parte de los sindicatos (Dorey, 1993).

En consecuencia, la Ley de Empleo de 1984 exigió que las huelgas se aprobasen en votaciones secretas, sometió a los dirigentes sindicales a reelecciones periódicas y obligó a establecer votaciones regulares entre los afiliados para determinar la existencia y el uso de fondos sindicales. La nueva legislación de 1988 limitó de manera estricta el sistema de sindicación obligatoria de la plantilla (closed shop) al declarar ilegales el despido de cualquier empleado que se negara a afiliarse a un sindicato (con independencia de que el 80 por ciento de los trabajadores hubiera aprobado un acuerdo de sindicación obligatoria en votación secreta, tal y como exigía la Ley de 1982) y toda acción laboral emprendida por un sindicato para imponer el sistema de sindicación obligatoria. El gobierno introdujo una gama de nuevos derechos que permitían actuar a cada miembro individual contra su propio sindicato, y decidió apoyarlos con un Comisionado financiado por el Estado encargado de respaldar las acciones emprendidas por los miembros de los sindicatos. La institución de la closed shop, contra la que los parlamentarios conservadores más radicales ya se habían estado oponiendo desde finales de la década de los setenta, se abolió finalmente en 1990. Ese mismo año se impusieron nuevas restricciones a las huelgas y los piquetes de apoyo.

La legislación del gobierno sobre los sindicatos tuvo efectos importantes, aunque sobre todo indirectos, sobre el sistema de la negociación colectiva y la afiliación sindical (Metcalf, 1991). Los sindicatos se vieron debilitados, asimismo, por una tendencia secular hacia una mayor proporción de trabajos no industriales y el desempleo masivo23. La afiliación sindical, que había alcanzado su cota máxima en 1979, con el 55 por ciento de la población activa empleada, bajó al 37,5 por ciento una década más tarde (Purcell, 1993).


El propósito fundamental de este libro ha consistido en sugerir un modelo generalizado de la manera en que los partidos políticos y los gobiernos influyen en la economía mediante la exploración de la interacción y los efectos de tres estratos de variables: las preferencias de los partidos, las ideas o modelos instrumentales (sobre cómo funciona y cómo puede alterarse la economía) que manejan los partidos, v la dimensión institucional (de tipo económico o político-electoral) dentro de la que operan los gobiernos.

En primer lugar, los objetivos de los partidos se han definido en términos amplios; mucho más amplios, de hecho, que los conceptos empleados por la anterior literatura sobre modelos de partidos. Más allá de las diferencias que mantienen en torno a los costes de la inflación y el desempleo, lo que distingue a socialdemócratas y conservadores es el énfasis que cada fuerza política pone en el principio de igualdad. En segundo lugar, el libro subraya que los partidos políticos adoptan diferentes políticas económicas siempre y cuando estén convencidos de que estas políticas constituyen estrategias factibles para conseguir sus objetivos finales. Las ideas instrumentales desempeñan, por consiguiente, un papel casi tan importante como los intereses (redistributivos): si se demuestra (teóricamente o en la práctica de gobierno) que ciertas políticas económicas dañan al crecimiento, todo gobierno acabará por rechazarlas, aun cuando ello suponga sacrificar ciertos principios centrales[…]

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