Adriana Hidalgo, 2018. 300 páginas.
Diego de Zama está haciendo carrera en las indias y desde una primera persona interior y reflexiva asistimos a sus desventuras: un romance que no acaba de arrancar, un hijo bastardo criado en la miseria, la búsqueda de un forajido con un pelotón de soldados.
Lo mejor de Di Benedetto es el lenguaje, sin duda alguna. Las desventuras de Zama me importaban más bien poco, por no decir nada. Pero están tan bien contadas, tiene una voz tan particular, que te dejas acunar por el ritmo de las olas. Eso sin contar con algunas frases luminosas que aparecen sin aviso y te alegran la lectura.
Sigo prefiriendo sus cuentos, algunos insuperables. Pero el buen hacer de su prosa hacen de esta novela una lectura estupenda. Es lo que Handke deberÃa ser y no es. Hay una pelÃcula que no he llegado a ver.
Muy recomendable.
Merced a una sonrisa de amigo, que bien podÃa parecerlo por asemejarse escasamente a lo que se supone sea un funcionario, Ventura Prieto pudo hacer que ese espÃritu clausurado se entregara brevemente.
La mirada baja, una respetable pesadumbre gravando el acento de su voz, dijo aquel mozo que fue apuesto y estaba prematuramente marchito:
—Yo era un tenaz fumador. Una noche, con espanto, observé que me habÃa nacido un águila de murciélago…
Se interrumpió.
Con la escasa declaración nos inquietó lo suficiente como para desear que no enmudeciera de nuevo. No lo hizo. HabÃa advertido que las palabras no respondÃan enteramente a su pensamiento y procuraba, mediante un repaso mental, una justa coordinación. Muy luego, recomenzó y compuso su discurso:
—Yo era un tenaz fumador. Una noche quedé dormido con un tabaco en la boca. Desperté con miedo de despertar. Parece que lo sabÃa: me habÃa nacido un ala de murciélago. Con repugnancia, en la oscuridad busqué mi cuchillo mayor. Me la corté. CaÃda, a la luz del dÃa, era una mujer morena y yo decÃa que la amaba. Me llevaron a prisión.
No habló más.
Compartimos su silencio.
DebÃa acudir al despacho. No me hacÃa mal saberlo, porque permanecÃa bajo la influencia del sueño y de la mano blanca, otro sueño. Mal me causaba, eso sÃ, que lo real me resultase inasible y, si una mujer venÃa a mÃ, lo hiciera en sueños, nada más.
¿Nunca serÃa el visitado del amor? No el amor de Luciana, si es que lo conseguÃa, sino el de una mujer de otras regiones, un ser de finezas y caricias como podÃa haberlo en Europa, donde siquiera unos meses hace frÃo y las mujeres usan abrigos suaves al tacto como los cuerpos que cobijan.
Europa, nieve, mujeres aseadas porque no transpiran con exceso y habitan casa pulidas donde ningún piso es de tierra. Cuerpos sin ropa en habitaciones caldeadas, con lumbre y alfombras. Rusia, las princesas… Y yo ahÃ, sin unos labios para mis labios, en un paÃs que infinidad de francesas y de rusas, que infinidad de personas en el mundo jamás oyeron mentar; yo ahÃ, consumido por la necesidad de amar, sin que millones y millones de mujeres y de hombres como yo pudiesen imaginar que yo vivÃa, que habÃa un tal Diego de Zama, o un hombre sin nombre con unas manos poderosas para capturar la cabeza de una muchacha y morderla hasta hacerle sangre.
Yo, en medio de toda tierra de un continente, que me resultaba invisible, aunque lo sentÃa en torno, como un paraÃso desolado y excesivamente inmenso para mis piernas. Para nadie existÃa América, sino para mÃ; pero no existÃa sino en mis necesidades, en mis deseos y en mis temores.
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