Antonio Di Benedetto. Zama.

abril 9, 2021

Antonio Di Benedetto, Zama
Adriana Hidalgo, 2018. 300 páginas.

Diego de Zama está haciendo carrera en las indias y desde una primera persona interior y reflexiva asistimos a sus desventuras: un romance que no acaba de arrancar, un hijo bastardo criado en la miseria, la búsqueda de un forajido con un pelotón de soldados.

Lo mejor de Di Benedetto es el lenguaje, sin duda alguna. Las desventuras de Zama me importaban más bien poco, por no decir nada. Pero están tan bien contadas, tiene una voz tan particular, que te dejas acunar por el ritmo de las olas. Eso sin contar con algunas frases luminosas que aparecen sin aviso y te alegran la lectura.

Sigo prefiriendo sus cuentos, algunos insuperables. Pero el buen hacer de su prosa hacen de esta novela una lectura estupenda. Es lo que Handke debería ser y no es. Hay una película que no he llegado a ver.

Muy recomendable.

Merced a una sonrisa de amigo, que bien podía parecerlo por asemejarse escasamente a lo que se supone sea un funcionario, Ventura Prieto pudo hacer que ese espíritu clausurado se entregara brevemente.
La mirada baja, una respetable pesadumbre gravando el acento de su voz, dijo aquel mozo que fue apuesto y estaba prematuramente marchito:
—Yo era un tenaz fumador. Una noche, con espanto, observé que me había nacido un águila de murciélago…
Se interrumpió.
Con la escasa declaración nos inquietó lo suficiente como para desear que no enmudeciera de nuevo. No lo hizo. Había advertido que las palabras no respondían enteramente a su pensamiento y procuraba, mediante un repaso mental, una justa coordinación. Muy luego, recomenzó y compuso su discurso:
—Yo era un tenaz fumador. Una noche quedé dormido con un tabaco en la boca. Desperté con miedo de despertar. Parece que lo sabía: me había nacido un ala de murciélago. Con repugnancia, en la oscuridad busqué mi cuchillo mayor. Me la corté. Caída, a la luz del día, era una mujer morena y yo decía que la amaba. Me llevaron a prisión.
No habló más.
Compartimos su silencio.


Debía acudir al despacho. No me hacía mal saberlo, porque permanecía bajo la influencia del sueño y de la mano blanca, otro sueño. Mal me causaba, eso sí, que lo real me resultase inasible y, si una mujer venía a mí, lo hiciera en sueños, nada más.
¿Nunca sería el visitado del amor? No el amor de Luciana, si es que lo conseguía, sino el de una mujer de otras regiones, un ser de finezas y caricias como podía haberlo en Europa, donde siquiera unos meses hace frío y las mujeres usan abrigos suaves al tacto como los cuerpos que cobijan.
Europa, nieve, mujeres aseadas porque no transpiran con exceso y habitan casa pulidas donde ningún piso es de tierra. Cuerpos sin ropa en habitaciones caldeadas, con lumbre y alfombras. Rusia, las princesas… Y yo ahí, sin unos labios para mis labios, en un país que infinidad de francesas y de rusas, que infinidad de personas en el mundo jamás oyeron mentar; yo ahí, consumido por la necesidad de amar, sin que millones y millones de mujeres y de hombres como yo pudiesen imaginar que yo vivía, que había un tal Diego de Zama, o un hombre sin nombre con unas manos poderosas para capturar la cabeza de una muchacha y morderla hasta hacerle sangre.
Yo, en medio de toda tierra de un continente, que me resultaba invisible, aunque lo sentía en torno, como un paraíso desolado y excesivamente inmenso para mis piernas. Para nadie existía América, sino para mí; pero no existía sino en mis necesidades, en mis deseos y en mis temores.

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