Andrzej Sapkowski. El último deseo.

febrero 15, 2018

Andrzej Sapkowski, El último deseo
Bibliópolis, 2008. 256 páginas.
Tit. Or. Ostatnie zyczenie. Trad. José María Faraldo.

Geralt de Rivia es un brujo, se dedica a matar monstruos por encargo. Sigue su propio código y es letal, así que mejor no encontrarse en su camino. En un mundo feudal donde se va imponiendo la civilización, pero donde todavía subsisten peligros sobrenaturales, iremos asistiendo a diversas aventuras.

Tenía ganas de leer algo de esta saga porque, aunque personalmente no me gusta demasiado la fantasía, algunos amigos me lo habían recomendado. Y ciertamente no está mal, entretenimiento de calidad, algo que siempre se echa de menos. Porque no siempre apetece alta literatura, pero siempre quieres leer algo bien escrito, que no te patee las neuronas.

Al autor no le falta inteligencia y evita caer en los tópicos del género, aunque los bordee. Muchas de las aventuras son, además, adaptaciones de cuentos populares, como Blancanieves o la bella y la bestia. He disfrutado de su lectura y seguramente caerán más de la saga.

Bueno.

Las dos versiones en la historia de Blancanieves:
—Está claro —interrumpió Geralt de nuevo—, y seguramente tampoco le gustaba demasiado la heredera. Quería que el trono lo heredaran sus propios hijos. El resto me lo imagino. Que no se encontraba por allí a nadie que le retorciera el pescuezo. Y ya puestos, a ti también.
Stregobor suspiró, alzó los ojos al cielo del cual todavía colgaba un arco iris multicolor y pintoresco.
—Yo era partidario de que solamente se la aislara, pero la condesa decidió otra cosa. Mandó la niña al bosque con un esbirro a sueldo, un cazador. Lo encontramos después entre la maleza. No llevaba pantalones, así que no fue difícil descubrir el curso de los acontecimientos. Le había clavado el alfiler de un broche en el cerebro a través de la oreja, seguro que cuando tenía la atención concentrada en algo completamente distinto.
—Si piensas que me da pena —murmuró Geralt—, te equivocas.
—Organizamos una batida, pero el rastro de la pequeña se había perdido. Yo tuve entonces que abandonar Creyden a toda prisa porque Fredefalk comenzó a sospechar algo. Hasta tres años más tarde no me llegaron noticias de Aridea. Había encontrado a la pequeña, vivía en Mahakam con siete gnomos, a los que había convencido de que era más lucrativo asaltar mercaderes por los caminos que envenenarse los pulmones en la mina. Era conocida como Córvida porque le gustaba ensartar a los que cogían vivos en una estaca afilada y echarlos a los cuervos. Aridea mandó varias veces asesinos a sueldo, pero ninguno volvió. Después resultó difícil encontrar quien estuviera dispuesto a hacerlo, la pequeña era ya bastante famosa. Aprendió a usar la espada de tal modo que pocos hombres podían enfrentársele. Me llamaron y acudí a Creyden para enterarme solamente de que alguien había envenenado a Aridea. Por lo general se consideraba que había sido el propio Fredefalk, quien se supone estaría preparando un matrimonio más joven y consistente, pero yo pienso que fue Renfri.
—¿Renfri?
—Así se llamaba. Como te dije, envenenó a Aridea. El conde Fredefalk murió poco después en un extraño accidente, y su hijo mayor desapareció sin dejar rastro. También todo ello fue seguramente obra de la pequeña. Digo «pequeña», pero tenía ya por entonces diecisiete años. Y no estaba mal desarrollada. Por entonces —añadió el hechicero tras un momento de pausa—, ella y sus gnomos eran ya el terror de todo Mahakam. Cierto día se pelearon por algo, no sé, el reparto del botín o el turno de noche para la semana, hasta que sacaron los cuchillos. Ninguno de los siete gnomos sobrevivió
al debate de los cuchillos. Sólo sobrevivió Córvida. Ella sola, l’cro para entonces yo ya estaba por los alrededores. Nos encontramos cara a cara: en un abrir y cerrar de ojos me reconoció y se dio cuenta del papel que yo había tenido en Creyden. Ya te digo, Geralt, apenas alcancé a lanzar el hechizo y las manos me temblaban como no sé el qué, cuando aquella gata loca se tiró a por mí con la espada. La metí en un lindo bloque de cristal de roca, seis codos por nueve. Cuando cayó en letargo arrojé el bloque a una mina de gnomos y sellé el pozo.
—Vaya una chapuza —comentó Geralt—. Eso se puede desencantar. ¿No podías haberla reducido a cenizas? ¡Con todos los simpáticos hechizos que conocéis!
—Yo no. No es mi especialidad. Pero tienes razón, fue una chapuza. La encontró un príncipe idiota, aflojó un montón de cuartos por un contraembrujo, la desencantó y se la llevó triunfalmente a casa. Su padre, un viejo saqueador, mostró mejor entendimiento. Le dio una zurra al hijo y se propuso interrogar a Córvida sobre el tesoro que había logrado reunir con los gnomos y que, presumiblemente, había escondido. Su error radicó en que, cuando la tendieron desnuda en el potro de tortura, le asistía su hijo mayor. De algún modo todo acabó en que al día siguiente el hijo mayor, ya huérfano y habiendo perdido a toda su familia, comenzó a gobernar en el reino, y Córvida tomó el lugar de la primera favorita.
—Lo que quiere decir que no es fea.
—Cuestión de gusto. No fue favorita durante mucho tiempo, sólo hasta el primer motín de palacio, por hablar fino, que aquel palacio más recordaba a una cuadra que a otra cosa. Al poco resultó que no se había olvidado de mí. En Kovir perpetró tres intentos de asesinarme. Decidí no arriesgarme y aguardar en Pontar. Me encontró de nuevo. Esta vez huí a Angren, pero allí también me encontró. No sé cómo lo hace, siempre cubro bien mis huellas. Debe de ser una característica de su mutación.


Muñecas y una casita para ellas, más grande que este cuarto tuyo. Y así era hasta el día en que tu Stregobor y esa puta de Aridea le mandaron al cazador llevarme al bosque, degollarme y traerles el corazón y el hígado. Bonito, ¿no es cierto?
—No, más bien horrible. Me alegro de que entonces te las arreglaras con el cazador, Renfri.
—¡Y una mierda me las arreglé! Le dio pena y me soltó. Pero antes de ello me violó, el hideputa, y me robó los pendientes y la diadema de oro.
Geralt la miró directamente a los ojos, jugueteando con el medallón. Ella no apartó la mirada.
—Y ése fue el fin de la princesita —continuó—. El vestido se rompió, la batista perdió irremediablemente su blancura. Y luego hubo suciedad, hambre, frío, palos y puntapiés. Dejarse hacer por cualquier cerdo a cambio de un plato de sopa o de un techo sobre la cabeza. ¿Sabes cómo tenía yo el cabello? Como terciopelo, y me llegaba hasta un palmo por debajo del trasero. Una vez pillé piojos y me lo cortaron con tijeras de esquilar ovejas, hasta la misma piel. Nunca más me volvió a crecer como es debido.
Se calló por un instante, se retiró de la frente los rizos desiguales.
—Robaba para no morir de hambre —comenzó—. Mataba para que no me matasen. Estuve en mazmorras que apestaban a orina, sin saber si al día siguiente me iban a colgar o simplemente a darme de azotes y expulsarme. Y durante todo este tiempo mi madrastra y tu hechicero me pisaban los talones, mandándome asesinos, intentándome envenenar, me lanzaban encantamientos. ¿Mostrar magnanimidad? ¿Otorgarle el perdón como una reina? Como una reina le voy a cortar yo la cabeza y puede que antes los dos pies, ya veremos.
—¿Aridea y Stregobor te intentaron envenenar?
—Por supuesto. Con una manzana empapada en extracto de ortigas. Me salvó cierto gnomo. Me dio un antídoto después del cual pensé que me daría la vuelta como una media. Pero sobreviví.
—¿Era uno de los siete gnomos?
Renfri, que justo en aquel momento estaba sirviendo, se quedó quieta, con el galápago sobre el vaso.
—Aja —dijo—. Sabes mucho de mí. ¿Y qué? ¿Tienes algo contra los gnomos? ¿O contra otros humanoides? Si hay que ser precisos, diré que fueron para mí mejores que la mayor parte de la gente.

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