Ana Gallego Cuiñas y Erika Martínez. A pulmón.

julio 31, 2023

Ana Gallego Cuiñas y Erika Martínez, A pulmón
Esdrújula, 2017. 176 páginas.

Recopilación de artículos y entrevistas sobre la edición independiente en español. Se incluyen mayoritariamente editoriales españoles pero también algunas latinoamericanas. Por un lado me ha decepcionado un poco porque pensaba que sería un manual para orientar a editores incipientes, pero por otro las reflexiones que se incluyen aquí me han resultado de mucho interés.

Cada vez se conforma más un mercado dual, por un lado las editoriales gigantescas que se suelen centrar en los libros superventas -aunque tengan colecciones de más prestigio- y las pequeñas editoriales que pelean por buscar un hueco en el mercado y que a veces consiguen el éxito suficiente para tener un tamaño decente sin perder su carácter.

Me ha gustado mucho -y divertido- el artículo de Tiffany Martínez Sánchez y he disfrutado mucho con el de Pilar Adón (Impedimenta), pero en general resulta curioso asomarse a la trastienda de un oficio que tiene más de apostolado que de industria.

Interesante.

En tercer lugar, algunos de ustedes —acaso los más— se preguntarán con desconcierto creciente ¿quiénes son esas? o ¿quién es esa y a qué grupo representa? o mejor ¿quiénes son las representadas por esa chica que nos está enunciando un párrafo bastante errático y surrealista? Trataremos de responder.
Dijo Borges que «dijo Tennyson que si pudiéramos comprender una sola flor sabríamos quiénes somos», pero por desgracia no nos dedicamos a la floricultura y no sabríamos comprender una flor en su totalidad ni en mil años de adustas e improductivas noches de estudio universitario. Hablemos de eso, de Universidad; de ahí surgimos.
Al principio —no nos remontaremos a la Grecia Clásica ni al Big Bang en esta ocasión— éramos solo unas cuantas personas que frecuentaban de cuando en cuando las mismas clases de la Facultad, cuando en la cafetería hacía mucho frío o demasiado calor. Eso lo teníamos en común. También un ligero interés, cada quien el suyo, por la literatura y todo lo que la rodeaba. Pero lo que de verdad nos unió fue que éramos idiotas, y usaré palabras de Ernesto Sevilla para afirmar que no, «no hay nada más divertido que la amistad entre idiotas».
Así las cosas, empezamos a idear maneras de juntar estas tres cosas anteriores: la cafetería, la literatura y las idioteces. Nos encerramos durante lo que nosotras pensamos fueron dos semanas y un día (pero que en realidad fueron tres días y dos horas de la mañana del cuarto) a pensar maneras, formas, soluciones a nuestros problemas mientras tocábamos la flauta dulce por diversos orificios, bebíamos cerveza y vino, leíamos poemas y/o cuentos y/o relatos y/o cuentos infantiles y/o anuncios por palabras y/o etiquetas de champú y/o captchas y/o las hojas del té, y acompañábamos todo eso por nuestras ya más que conocidas idioteces. Al final no llegamos a ninguna conclusión y, tras una semana y ocho días sin salir de casa, decidimos hacer eso mismo en un bar. El problema fue que descubrimos que había mucha gente a la que le gustaba hacer lo mismo y el primer bar se llenó y lo tomamos por costumbre y cada vez que nos encerramos durante dos días y una tarde por la mañana para hacer lo que más nos gusta, después solemos ir a un bar a celebrar nuestra libertad haciendo lo mismo que encerrados, pero en otro sitio y siempre viene gente, mucha gente a vernos, a verse a ellas mismas leyendo, bebiendo, o haciendo lo que sea en ese espacio que hemos tenido a bien llamar Noches Literarias.
Respecto al nombre, simplemente era más sencillo que Compuglobalhipermeganet, e igualmente improbable que alguien se decidiera a poner tan mal nombre a cualesquiera de las empresas que emprendiere. O eso parecía, porque ya les hemos dicho que existe una molesta coincidencia onomástica con una extraña editorial mexicana. Eso nos llevó a darnos cuenta de que más allá del borgeano mecanismo de unir letras al azar (o el burnsiano mecanismo de poner a monos frente a máquinas de escribir) la originalidad —al menos la originalidad lingüísticamente coherente— es imposible.
A partir de ahí, fijamos nuestro objetivo esencial: no ser originales. Habrá quien arguya que eso ya constituye una forma de originalidad, pero hay un profesor de universidad gringo que ya postuló que la literatura no «debía» ser original; su originalísima propuesta nos salvó a nosotras de la originalidad.

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