Anagrama, 1997. 278 páginas.
Tit. or. The Calcutta chromosome. Trad. Benito Gómez Ibáñez.
En un futuro indeterminado un objeto provoca un parón en un proceso de catalogación automático y Antar, que es quien está al cargo, descubre que se trata de un carnet antiguo de un antiguo compañero que desapareció hace años. Con la ayuda de una especie de IA realizará una investigación acerca de las circunstancias de ese hecho misterioso, que parece estar ligado a una organización escondida que puede estar detrás del descubrimiento del ciclo de la malaria.
Una trama bastante confusa que se alarga hasta lo indecible, en la que las cosas se cuentan y no se muestran, que dejó de interesarme a la mitad del libro. Lo acabé para ver si mejoraba pero no. No está mal escrito, es algo entretenido, pero en general me pareció aburridísimo. Las historias de sociedades secretas que guían a la humanidad en las sombras están sobadas hasta el hastío.
Alguna página tiene buena, pero los personajes son pocos y nada profundos, sus encuentros son inverosímiles -empezando por el arranque en ese futuro- aunque claro, si juegas la carta de la sociedad que maneja los hilos pues te sirve como Deux ex machina.
Se deja leer.
—Qué raro —dijo Urmila—. Justo el otro día estaba leyendo un libro de ensayos de Phulboni, ya sabes, el escritor a quien ayer dieron el premio en el Rabrindra Sadan. Lo que acabas de contarme me ha recordado algo que escribió hace mucho tiempo. Casi me sé el pasaje de memoria. «Nunca he sabido», así empieza, «si la vida consiste en palabras o en imágenes, en el habla o en la vista. ¿Cobra vida una historia en las palabras que suscito con la imaginación o ya existe en alguna parte, encerrada en barro y arcilla…, en una imagen, es decir, en la imitación artesanal de la vida?».
»Al parecer —continuó Urmila—, Phulboni escribió un relato hace muchos años sobre una mujer que se estaba lavando… —Su voz cobró un tono profundo, imitando la del escritor—. Una mujer en nada diferente a los cientos de mujeres que se ven todos los días desde la ventanilla del coche o del autobús, una mujer que se lavaba en el parque la suciedad del día en el agua viscosa y llena de algas de un estanque; un estanque entre los muchos de nuestra ciudad, como el del parque Minto, el Poddo-pukur o cualquier otro de las docenas que hay. La mujer se arrodilla en el barro blando, pegajoso, el agua se alza como una cortina negra hasta su cuello, permitiéndole retirar momentáneamente de los hombros el borde del sari manchado de barro marrón y pasarse por los pechos la punta de los dedos, restregar un trozo de jabón por los pezones de piel curtida por mordiscos de niños, y luego bajar la mano por los pliegues de un vientre devastado, y aún más allá, abajo, abajo, frotando el espumeante trozo por los labios abiertos que han vomitado una docena de hijos en la cama del marido, y aún más abajo, cerca de la aterciopelada humedad del barro, con el jabón aferrado a sus dedos, y entonces, bruscamente, se le resbala el pie y, durante un momento de pánico, se encuentra agarrándose al barro, que de repente es tan suave, flexible y complaciente como la misma muerte, sus manos arañando la insondable tiniebla, y entonces, cuando el rostro de la aniquilación parece mirarla seriamente a los ojos, con el borde de la uña roza de pronto algo sólido, algo que raspa, algo con bordes redentores, salvadores, que dan vida, algo benditamente duro, algo que puede darle el momentáneo asidero que necesita para izarse de nuevo a la superficie y aspirar un soplo de los hálitos de nuestra ciudad, cenagosos y vivificantes.
»Y cuando su torso se eleva por encima del agua, los pechos desnudos, el pelo negro colgándole hasta las rodillas, sus brazos describen un arco húmedo en el aire y grita: “Ella me ha salvado; me ha salvado”, e inmediatamente los demás bañistas se zambullen, mientras sus pies agitan la sedosa agua marrón en una turba espumosa, y, cogiéndola de los brazos, la llevan arrastrando a la orilla al tiempo que ella sigue gritando, entre buches de agua: “Ella me ha salvado; me ha salvado.”
»Cuando está tendida en la hierba, le abren el puño a la fuerza y ven que aferra un objeto, una bruñida piedra gris con un remolino blanco en el centro que mira fijamente como un ojo que todo lo viera. Ella grita, balbuceando entre bocanadas de agua y barro tragados; no quiere desprenderse de aquella forma minúscula que le dio el asidero necesario para no ahogarse, pero los otros se la arrancan de la mano, porque saben que la piedra que la salvó, que el trozo de piedra que daba vida, no era sino una milagrosa manifestación de…, ¿de qué? No lo saben; sólo creen en la realidad del milagro…
Deteniéndose a tomar aliento, Urmila se volvió a Murugan.
—Y entonces —prosiguió—, un día, muchos años después, Phulboni pasaba por un parque y ¿qué vio sino un pequeño templo adornado con flores y ofrendas? Se detuvo a preguntar, pero nadie pudo decirle de quién era aquel templo ni por qué estaba allí. Resuelto a averiguarlo, fue a Kalighat, a una de esas callejas donde hacen esas figurillas. Y allí encontró a alguien que le contó una historia muy parecida a la suya, aunque el artesano nunca había oído hablar de Phulboni y jamás había leído ninguna de sus obras, y cuando terminó, Phulboni ya no sabía qué había ocurrido primero ni si todas aquellas circunstancias eran aspectos de la aparición de la imagen: el hallazgo en el barro, la creación de su relato, el descubrimiento de la bañista o la narración que acababa de oír en Kalighat.
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