Recopilación de los artículos de Álvaro Cunqueiro en la revista Destino entre 1961 y 1976. La sección se llamaba Laberinto y Cía, de ahí el título del libro. Casi trescientos artículos agrupados por temas en vez de cronológicamente, lo que tiene sus ventajas y como inconveniente que hay información que se repite, aunque no es mucha.
Son unos artículos más pegados a la actualidad y de opinión que otros artículos recopilados en otras publicaciones, por lo que su interés para alguien que no sea cunqueiriano es relativo. Nada que ver con Viajes imaginarios… o La bella del dragon, que tienen interés para todo el mundo.
De paso me he enterado de algunas curiosidades sobre el autor: que era perezoso, lo que me pasma dada la gran cantidad de cosas que dejó escritas. Pero algún amigo le reprocha no ser organizado y tener un horario de escritura. También que en 1974 se daba a sí mismo 5 años de vida y falló por poco; todavía le quedaban 7.
Pese a no tener una prosa y unas historias de tanta altura como otros artículos suyos es una lectura aprovechable.
Recomendable.
La bestia llamada Terror
En el libro cuarenta y seis de Fa-Yuen-Tchu-Lin se cuenta la historia de la bestia llamada «Terror». Un día, un rey de cierto país, reunió a los sabios de su casa, y les dijo que en los antiguos libros conservados en un templo había leído que, en tiempos remotos, el rey preguntaba a los malandrines y a los letrados:
—¿Qué criatura será el Terror? ¿A qué podríamos compararla?
En aquel reino pacífico nadie tuvo respuesta que dar a las preguntas del rey. El cual envió mensajeros a los reinos vecinos para que se informaran acerca de la bestia llamada «Terror», y si podían, que adquirieran una, costase lo que costase. Una de los mensajeros encontró la bestia Terror en un mercado. Era como una cerda gigantesca. Valía un millón de piezas de oro, y el vendedor —un espíritu maligno que quería castigar la curiosidad del rey— dijo que comía un haz de agujas por día. Llevada Terror al reino, hubo que alimentarla, y para ello fueron confiscadas todas las agujas que había en el país, incluso las que poseían los sastres, que no pudieron coser. Los fabricantes de agujas no daban reunidos los haces que comía Terror, con su apetito insaciable. El precio de una aguja llegó a igualar el de una esmeralda. Todo el pueblo trabajaba agujas, hasta que un día, cansado, se sublevó, y estalló una guerra civil en la que murieron cien mil hombres. Y a todo esto, el rey en su palacio, esperando que le llevasen la bestia Terror, que quería admirarla. Al fin, el mandarín que había comprado la bestia, escribió al rey pidiéndole permiso para abatir a Terror. El rey, asustado por las noticias de revuelta y de hambre, ordenó que Terror fuese muerta. Pero a Terror, de piel dura como hierro, no le entraban cuchillos ni flechas. Decidieron quemarla en una inmensa hoguera, pero semejante a un balón de fuego, ardiendo por los cuatro costados, huyó, y a su paso quemó pueblos enteros, entró en la propia capital real, que ardió por completo, muriendo en su palacio el rey curioso entre las llamas. Crías de la bestia llamada Terror andan todavía por ahí. Los que una vez vieron alguna, no pueden olvidarse de ella.
Así Carolina Ludwig, una polaca que vivía en Londres, y que había pasado tres años en un campo de concentración nazi. Carolina recibió, en su casa londinense, una carta del Gobierno de la República Federal de Alemania. Carolina creyó que la carta contenía una orden en virtud de la cual debía ir otra vez al
campo de concentración. Había visto una vez una cría de la bestia Terror, y ahora tendría que ir a verla de nuevo. Y como no quería ir, se suicidó, aspirando el gas de su estufa. El sobre, en realidad, contenía un cheque por valor de mil quinientas libras, indemnización por la pérdida de una pequeña granja, que la señora Ludwig había perdido cuando fue llevada al campo de concentración. Sí, la señora Ludwig debió leerla carta antes de suicidarse. Pero, ¿cómo se le va a pedir sosiego a una persona que ha visto la bestia llamada «Terror», o a una de sus crías?
Yo he leído recientemente ese pequeño y delicioso libro de Roger Caillois que se titula La incertidumbre en que nos dejan los sueños, y le conté a mi amigo cosas aprendidas en él. En julio de 1952, una noche, en un hotel de la plaza Kleber, en París, Caillois encontró a Denis de Rougemont. (Aparte: cenaron salmón ahumado con ensalada de trufas, y el vino, un Burdeos). Rougemont le contó a Caillois que había estado hacia poco con Nicolás Nabokov, llegado de Londres en avión. Hacía el viaje con él un chino, que apenas había ocupado su asiento se quedó profundamente dormido. Pero, en cierto momento, despertando súbitamente, le preguntó en inglés a Nabokov:
—¿Vende usted quincalla?
Nabokov respondió que no y el chino volvió a quedarse dormido. Rougemont sostenía que la pregunta hecha por el chino a Nabokov formaba parte de un sueño que había tenido aquél. Caillois pensaba que era probablemente Nabokov quien había soñado la pregunta. Se había quedado dormido un instante y había soñado que el chino le preguntaba. Despierto, no se había dado cuenta de que se había quedado dormido. Su sueño se le presentó como el recuerdo de un episodio realmente vivido. Semanas después, hablando Caillois acerca de los sueños, contó lo acontecido a Nabokov, y se dio cuenta entonces de que Rougemont pudo haber soñado el episodio de Nabokov y el chino, y que también él mismo —en la lenta digestión del salmón con la ensalada de trufas— pudo haber soñado que Rougemont le había contado la extraña pregunta del chino a Nabokov.
Era, pues, aquel un sueño suelto, un sueño sin dueño. Como en el célebre apólogo de Choang-Tsey, ¿quién soñaba? «Antaño, una noche, fui coloreada mariposa que revoloteaba contenta de su suerte; pero desperté, y era Choang-Tseu, el erudito. Mas, ¿soy verdaderamente el erudito Choang-Tseu que soñó que era una mariposa o soy una mariposa que está soñando ahora mismo que es el erudito Choang-Tseu?» Caillois cuenta una graciosa anécdota, la acción en el siglo xvm. Una jovencita que no puede conciliar el sueño, se pone a contar corderinos blancos. Ya ha contado quinientos, cuando llaman suavemente a su ventana. La abren desde fuera. Entra un joven caballero. La toma en brazos, se la lleva por la ventana, y por una escala de seda descienden a un jardín donde les espera un caballo. El desconocido galopa en la noche con la muchacha. Llegan a un bosque, a un pabellón de caza. Entran. El joven deposita la hermosa carga en un sofá y comienza a besar a la jovencita. Esta vuelve en sí, protesta, rechaza las caricias del desconocido. El cual, retrocediendo unos pasos, la saluda con su tricornio, orlado de encajes, mientras, respetuoso, exclama:
—Pardon, mademoiselle! ¡El sueño es vuestro!
Hay, pues, sueños con dueño y sin él.
El consolador de los tristes
En las revistas italianas es donde más anuncios de este tipo se encuentran: «fulano o mengana se ofrecen, no solo a averiguar el desenlace de una determinada situación personal, sino que darán consejos que destruyan las dificultades que se oponen al sujeto que acude a ellos, y, además, lo consolarán, con pláticas adecuadas, haciéndole olvidar lo que ha sufrido, y poniéndolo ingenuo y limpio ante un futuro nuevo». Todo, naturalmente, previo pago y, en casos urgentes, por teléfono. Uno de estos «consoladores» —por otra parte poseedor de irreprochables filtros de amor—, para echarle más patética al asunto, profetiza su muerte para abril de 1973, dando día y hora.
Cuenta Plutarco en su Vidas de los diez oradores I, que hallándose en Corinto, abrió una tienda en la que vendía «consuelos», y en el rótulo que puso anunciaba que «podía consolar a los tristes con discursos adecuados». Cuando algún cliente aparecía, lo escuchaba atento y, habiendo comprendido la desgracia que lo afligía, «se la borraba del espíritu» con conferencias consoladoras. Burckhardt comentó que «esto debe corresponder a lo más alto de cuanto el discurso humano ha pretendido». Sea así. Este Antifón era un alma serena. Cuando se defendió a sí mismo de una petición de pena de muerte, acusado de antidemócrata, sorprende por la areté a Tucídides, quien confiesa que no conoce defensa más hermosa que la suya. Probablemente, hoy Antifón sería un sabio y famoso psiquiatra.
Otra posibilidad hay de consolarse, y consiste en comprar un sueño. Cuando lady Stanhope —la amante del general sir John Moore, el de la batalla de Elviña
contra las tropas napoleónicas, el enterrado en el jardín de San Carlos, en A Corada: a veces se acerca a la tumba del héroe un harapo de niebla que pasa sobre los rosales, y es lady Stanhope que acude a acariciar al amante en la noche—; digo que lady Stanhope, cuando vivía en Siria, en Hama «la melodiosa», le compró a un persa, ciego a consecuencia de un sacrificio ritual, un sueño en el que llovía. Por una libra esterlina, llovía lenta y mansamente en el parque de Raven Castle. Por una libra esterlina, soñaba lady Stanhope que llovía en el paisaje natal. Lo que es lo mismo este soñar que hacer llover verdaderamente, desde Hama de Siria, en Inglaterra…
El ciego era un mocito de veinte años, siempre sonriente. Vendía toda clase de sueños. A un mendigo le hacía soñar que era un poderoso emir, y al emir que era un niño, mamoncete en el regazo materno. Los lectores de Shakespeare saben que los príncipes pagan su alta condición mamando miedo de las tinieblas nocturnas tan pronto como dejan la leche del seno materno. Me refiero, claro está, a los príncipes antiguos, no a los que ahora van, en Suecia o en Holanda, en bicicleta por la senda constitucional.
La recitadora
Con un amigo folklorista, he ido a una aldea luguesa a escucharle unos romances antiguos a una anciana. Llevábamos de regalo una tarta de Mondoñedo y una botella de moscatel. Pero llegamos a casa de la recitadora cuando ya esta, según propia confesión, se había olvidado de los romances, o mejor dicho, ya no sabía cuáles versos eran de un romance y cuáles de otro, y los tres o cuatro que supiera se habían hecho uno en su memoria, y mezclaba el conde Olinos con Delgadiña, aquella dulce niña de la que se enamoró su padre, y con la princesa que íbase hacia París, «do padre y madre tenía». Sentados al amor del fuego, en la vieja cocina, hicimos un esfuerzo por recoger de su boca el material que pudiéramos, pero fue trabajo inútil Nos miraba con sus ojos extrañamente claros, muy seria, y de pronto, poniéndose en pie, me preguntó:
—¿No me vendrán a citar como testigo? ¡Díganle al juez que no recuerdo nada, que todo lo que cuento es de oídas, que yo no vi las muertes!
—¿No vio cómo mataban al conde Olinos?
—¡No! Estábamos desgranando maíz un domingo por la tarde cuando llegó la noticia. La trajo, cantando, una de la Regueira. Ya había sucedido el crimen en tiempos de su abuela, que sí vio la muerte, en un camino que llevaba al mar. ¡Debía ser muy hermoso el conde Olinos!
Ella le llama Claudiolinos. Se sienta de nuevo, se arregla el pañuelo de la cabeza, y le pregunta al folklorista:
—Era moi pequeniño, non si?
Lo pregunta de esa manera tan peculiar de preguntar del gallego en su lengua, adelantando la negación y la afirmación, «¿no, sí?», y que forma parte de nuestra dialéctica del escepticismo. El conde Olinos, en la memoria de la anciana, es como un niño. La dejamos con la tarta y la botella de moscatel en el regazo.
—¡Vaya con el alma del conde Olinos!
La anciana —noventa y dos años cumplidos por San Martín pasado— se santigua. Cuando salimos de la casa, le escuchamos el comienzo del romance y nos detenemos. Pero no recuerda más que la primera estrofa, y se queda en «a la ori-llica del mar». Una y otra vez repite el verso, que se va transformando poco a poco en una nana monótona, como si su Claudiolinos se volviese niño, y ella lo acunase.
Las próximas elecciones
El gallego es un tipo muy electoral, y electorero, que desde Cánovas hasta febrero del 36, ha dominado la técnica de las listas y de la urna, y sacado de esta lo que querían los grandes jefes, Viturro, Montero Ríos, Bugallal, Pepe Benito, por no citar más que los mayores y más notorios. Había un pacto de fidelidad, y jefes y clientes se servían mutuamente. Algunos jefes perdieron, en el ejercicio de la jefatura, su fortuna personal. Pues ahora, hablando yo con mis paisanos, los encuentro desconcertados ante posibles y futuras elecciones, porque hacen como yo, que confunden todas las siglas y no conocen a nadie del cotarro. ¿Cómo va a votar un gallego por la dpe o la std? El de Lugo votaba por Pepe Benito, por don José Benito Pardo Montenegro. Iban a verle los de Vilameá, por ejemplo, y le decía, dándole vueltas a la gorra que sostenían con las dos manos:
—Pues, don José, los contrarios se hicieron radicales…
—¡Vaya, hombre, radicales!
En Galicia nunca se dijo «el enemigo». La palabra para designar al del otr: bando era «el contrario».
—Pues, don José, pensamos que nosotros podíamos hacernos socialistas…
—Bueno, si así os parece…
—Sí, señor, pero ya sabe que en las próximas, usted manda lo mismo, dice par quién hay que votar y se vota.
—Pues muchas gracias, y ya sabéis que aquí estoy para serviros.
Y la verdad es que lo estaba. Pero, repito, lo de tantas siglas trastorna a nñ paisanos, que no entienden lo que ocultan. Lo más decente sería el que se ofrecieran unos rostros, unos nombres y apellidos; no hay jefe si no puede ser vista, oído, tocado, consultado. A las ferias de mi pueblo iba un «óptico autorizado», d cual vendía anteojos, especialmente a los ancianos. Les probaba unos tras otr» hasta que el cliente sonreía.
—¡Estos le convienen!
La sonrisa del que buscaba mejorar de vista nacía de que había logrado ver perfectamente lo que el «óptico» tenía en el cartel, que no eran letras como suelen tener los oculistas en sus clínicas, sino un fotografía de Julita Fons, envuelto en una mantilla española el desnudo cuerpo, o de las hermanas Pinillos, con las ‘indas piernas alegres.
Pues algo así tendrán que hacer los partidos políticos: dejarse de siglas y ofrecer caras conocidas. Y hablar llano. Se nos ofrecen tantas democracias que no parece posible que acertemos con la que nos conviene.
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