Tenía ganas de encontrarme con la inspectora Petra Delicado. En su momento evité con mucho cuidado ver algún fragmento de la adaptación televisiva, por mucho que aprecie a Ana Belén y Santiago Segura. Lo acabé de leer en los jardines de Salvador Espriu.
La inspectora Petra trabaja en el servicio de documentación pero le piden que se encargue de un caso de violación. Le asistirá el veterano Fermín Garzón. En la policia no tienen excesiva confianza en las cualidades de ninguno de los dos, pero aunque el caso se complica consiguen sacarlo adelante.
Una de las mejores bazas es el contraste entre los dos investigadores, entre los que surge la química contra todo pronóstico. Otra es como van creciendo como investigadores, ya que cuando empiezan están muy verdes. Y la fauna de alrededor.
Seguiremos con las aventuras de Petra. Más reseñas: Ritos de muerte de Alicia Giménez Bartlett y Ritos de muerte de Alicia Giménez Bartlett .
Calificación: Bueno.
Extractos:
—Estoy segura de que lo superará.
Lo superó, y comió con enorme apetito: aguacates rellenos de gambas y chuletitas de cordero lechal. Pedí una botella de cava que, antes de que hubieran servido el postre, se acabó. Encargué otra sin que Garzón protestara. Entraba bien, hacía bailar los pensamientos sobre un cojín efervescente.
—¿Se da cuenta, Petra? La felicidad debe ser algo así.
—¿Ópera y champán?
—No exactamente. Me refiero a que debe ser magnífico haber heredado de tus antepasados tanta finura y dinero que ya no sea necesario preguntarse si es lícito disfrutar de los placeres.
—A nadie le está vedado disfrutar.
—Yo debo pertenecer a la octava o novena generación de esclavos, siempre se me ha indicado el valor de las cosas, siempre el deber, siempre trabajar para pagar lo poco que tengo. Cuando la cosa viene de atrás es mejor.
—Se supone que usted hubiera podido variar su suerte.
—Y puede que sea verdad, pero ¿para qué me hubiera servido descornarme si mi madre no habla francés? Eso ya no tiene remedio. Lo vi una vez en una película, el colmo de la clase es que tu madre hable francés.
—Es usted la hostia, Garzón.
—Salvadas las distancias, puede que lo sea.
Nos reímos de buena gana. El rellenó las copas alegremente, vació la suya de un trago.
—Vámonos, la nuestra es la única
—Hábleme de la culpa, Garzón.
—¿De la culpa?
—Sí, de ésa que siente cuando se extralimita. Se le borró la sonrisa, bebió coñac.
—Es una vieja historia, Petra.
Se frotó los ojos enrojecidos por el humo del tabaco. Suspiró.
—Mi madre era muy religiosa. Me enseñó que nunca debía sentir demasiado placer. «Cuando te comas un buen trozo de carne, piensa que hay gente que no tiene nada que llevarse a la boca —me decía—: Cuando estés calentito en la cama acuérdate de los que no tienen donde dormir.» Siempre cosas por el estilo, y si le contestaba: «Madre, no conozco a ningún necesitado», saltaba como si le hubieran picado y contestaba: «¡Pues los hay!, aunque sea muy lejos, en el Perú. En el mismo momento en que a ti se te deshace una onza de chocolate en la boca, en ése mismo momento, un niño pobre está muriéndose de hambre, en ese instante, dando el último suspiro, entregando el alma a Dios».
Apartó sus ojos cansinos de su recuerdo y los fijó en mí.
—¡Qué barbaridad! —dije por decir algo.
—Pues ya ve. Lo malo era que yo no podía hacer nada por aquellos batallones de hambrientos que llegaban hasta Perú. Pero daba igual, la merienda ya no me sentaba bien. A veces tiraba el chocolate a una cloaca con vistas a que, cuando el niño de turno expirara, a mí me cogiera comiendo sólo pan. Creo que por eso me hice policía, para ayudar a los más débiles. Y luego, lo que son las cosas, me he pasado toda la vida jodiéndolos y enviándolos a chirona. Porque casi siempre son los más débiles o los más pobres los que cometen delitos ¿o no?
—Supongo que así es.
—Y no era sólo la merienda o el calorcito de la cama lo que me echaba en cara, luego estaba todo lo demás: las diversiones, los amigos. Hasta me casé con la mujer que más me convenía espiritualmente, y no con una que me gustara de verdad.
—Pero usted ha sido muy feliz con su mujer.
Se quedó callado un momento. Apuró el coñac y pidió otro al camarero. Cuando se lo trajeron dio a la copa un trago vehemente que era casi un mordisco.
—Eso he querido pensar siempre para no volverme loco. Pero mi mujer era igual que mi madre, o peor, porque con mi madre no tenía que compartir la cama y con ella sí. Sus manías de limpieza, su beatería, su estupidez, sus remilgos. A saber por qué siempre le fui fiel. No se podía hacer el amor en viernes, ni en Cuaresma, ni por Navidad, porque era indecoroso estar haciendo «esas cosas» mientras nacía nuestro Salvador. Y cuando la operaron de los ovarios y no pudo tener más hijos, entonces argumentaba: «¿Para qué Fermín, para qué vamos a estar juntos si Dios ya no nos quiere como marido y mujer?». No se imagina lo que es para un hombre aún joven y fuerte acostarse bien afeitado, con pijama limpio y agua de colonia para recibir siempre la misma respuesta.
Me miraba sin verme. Supe que no debía decirle nada, sólo dejar que hablara.
—Luego llegaba a comisaría y me veía metido en aquel ambiente de miseria mental. Los compañeros bromeando con las putas que a veces deteníamos. Las cenas de homenaje cuando alguno se jubilaba, todos borrachos en la mesa, muertos de risa, operando de fimosis a una salchicha. Eso ha sido mi vida, Petra, poca cosa. Así que ahora, cuando sería el momento de sentirme a gusto con mis recuerdos, sólo pensar en ellos me pone a parir.
—Tiene usted a su hijo.
—¿A mi hijo? Cuando fui a verle a Nueva York no sabía qué hacer conmigo. Me presentaba a gente que sólo hablaba inglés. Al cabo de quince días se le notaba que andaba loco porque me fuera y le dejara libre el sofá de su pequeño apartamento. Sólo tenía amigos raros, gente con quien yo no hubiera podido estar ni cinco minutos. Ahora apenas me escribe. A lo mejor también está traumatizado por la educación que le dio su madre, como yo, como usted dice que le pasa a ese violador que perseguimos.
Estaba abotagado, pálido, con las facciones desencajadas y las ojeras violáceas. Había bebido y hablado demasiado, le afloraba todo el cansancio de la noche, de la semana, de la vida quizá.
—No piense que es el único que está solo, Fermín. Yo también lo estoy, tantos errores… cambios bruscos, proyectos súbitos, matrimonios fracasados… Todo el mundo está solo, pero las cosas son así, si vives tienes que ir trampeando. Además, da igual que decidas ingresar en la Trapa o irte a una isla desierta, no hay descanso, al final acabas cabreándote con el padre prior o te molestan los graznidos de los pajarracos que hay en el cocotero bajo el que has decidido dormir. Lo importante es la paz interior, y la paz interior nadie sabe cómo se consigue.
Se quedó sonado como un viejo boxeador.
—Habla usted bien —dijo—. Se nota que ha estudiado.
Nos quedamos vacíos y exhaustos, silenciosos.
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