Montesinos, 2012. 157 páginas.
La vuelta al pueblo desde el exilio por motivo de un funeral es la excusa para hacer arqueología de la memoria, reconstruir las vidas de toda una generación de españoles que abandonaron el país por el hambre y reflexionar acerca de la muerte porque ¿Es menos la muerte si la escribimos?
Todo un descubrimiento: una prosa de mucha calidad y una arquitectura sólida, tanto que es extraño que el autor no sea más conocido. Yo ya voy a por el siguiente libro del autor.
Su mujer se llamaba madame Baas porque en Francia las mujeres se llaman como sus maridos. Un día me mandó madame Bass a comprar tomates a la tienda de monsieur Champarle y cuando se los dejaba en la mesa del comedor le dije que la mujer de mi maestro en Los Yesares se llamaba Anita. Ella me pasó una mano por la cara y me dijo que volviera a la escuela. De ese día me acuerdo porque cuando entré en el aula monsieur Baas estaba sentado en su sillón de madera y respiraba como si le faltara aire. Los ojos se le habían cerrado y eran como una piel blanda y postiza en una máscara de carnaval. Nadie se le acercaba y en la pizarra había unos números quebrados que eran como uno de esos rezos que se cantan en las casas cuando alguien se muere. Ese día no se murió monsieur Baas y cuando abrió los ojos y respiraba más tranquilo, se levantó del sillón, fue a la pizarra, borró con el cepillo de fieltro los números quebrados y nos dijo que la vida que hay debajo de los ojos cuando duermes se parece a la muerte. En la casa de Teresa estaban rezando cuando llegamos y en la habitación donde habían colocado el ataúd se respiraba un silencio rasposo que se añadía al susurro de las mujeres sentadas en las sillas de anea. Los números quebrados de monsieur Baas son como un hilo de voces que se cierran sobre la quietud de la muerte en esta mañana de febrero. En una de las paredes de la entrada hay un cuadro con la fachada del Cine Musical antes de que lo derribaran y en la de enfrente un recorte de periódico enmarcado donde se habla de Claudio, el marido de Teresa. Lo escribí cuando hacía diez años que se había muerto. Habla desde atrás Alfons y abraza a Marie-Pierre y me palmea la espalda como hacía en todos los encuentros. No sé si la muerte es menos muerte cuando la escribimos, dice. Pasamos a la cocina, donde los rezos resultan apenas perceptibles. Su madre ha estado año y medio muñéndose, sentada en una silla, respirando como la mañana en que fui a comprar tomates para su esposa respiraba con los ojos cerrados monsieur Baas en la escuela de Orange, buscando en el silencio la última escenificación del abandono. Decía que quería morirse pero era mentira, nadie quiere morirse, y nos cuenta las noches en que su respiración se escuchaba en las habitaciones altas de la casa y yo le cuento lo del maestro y lo que nos dijo cuando despertó de un sueño que a nosotros nos pareció lo mismo que la muerte. Entre la muerte y la vida, qué diferencia existe. Una y otra son una metáfora de lo mismo, aunque no lo sepamos y nos guste separar a los muertos de los vivos para que tenga más sentido ese falso abismo que hay entre la memoria y el olvido. Le digo que escriba eso, que cuente la historia de su madre muerta, del tiempo que vivió con los ojos cerrados, como monsieur Baas, aunque no se muriera ese día y sí muchos años después, en el accidente que sufrió un avión Concorde el veinticinco de julio del año dos mil. Madame Baas ya había muerto unos años antes y él viajaba de París a Nueva York para visitar a una hija suya y a sus tres nietos. Escribir la muerte, dice Alfons mientras le sirve agua a Marie-Pierre en un vaso con adornos azules. La mañana en que estuvo a punto de morirse no le dije a monsieur Baas lo del hombre y la mujer que dormían abrazados bajo un árbol al lado del canal. Los veía cuando iba a la escuela, todos los días, tapados con una manta en invierno y sin nada encima cuando era verano en Orange y la ciudad se llenaba de gente que venía para trabajar en las campiñas del sur. Habían llegado sin que nadie supiera de dónde y un día, cuando el verano se asomaba por los alrededores de la rué de la République y la place Lucien Larroyenne, salí de casa para ir a la escuela y no había nadie bajo el árbol del canal. Ya no los volví a ver y muchos días, cuando paseo con Marie-Pierre cerca del Are dc Triomphe y pasamos junto a la casa donde vivíamos entonces, veo dos bultos de sombra ocultos entre la hierba que ha crecido bajo las ramas del árbol. En la casa viven ahora familias magrebíes que han venido a heredar los restos de aquel tiempo. El tiempo siempre es el mismo, siempre se repite. Tú sabrás lo que dices, y se giraba Emile en el mostrador del Café des Glaces para abrir la espita de la cafetera y dejar salir un ruidoso chorro de vapor, como hacían las viejas locomotoras cuando entraban y salían de las estaciones francesas en los días de furia y extranjeros.
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