Voy leyendo las últimas obras de Alejo que me quedan por leer. Esta, no muy extensa, me ha gustado mucho.
En teoría los sucesos transcurren durante la representación de la sinfonía Heroica de Beethoven, aunque no hay una estricta unidad de tiempo puesto que los recuerdos del protagonista reconstruyen la historia anterior. Un joven que fue a estudiar pero se dio a la vida muelle al final se ve introducido en el mundo del activismo político. Tras un atentado fallido es descubierto. En el relato, perseguido, se refugiará en el teatro.
Muy bien escrito y construído, la atmósfera es opresiva, acosándonos como lectores. Los pocos personajes (el acomodador, la prostituta, la anciana que es la casera del protagonista, y éste, joven atormentado) son magistralmente descritos con breves trazos.
Una buena reseña aquí: El Acoso de Carpentier y mi recomendación; una obra breve pero densa y sabrosa, llena de escenas memorables.
Calificación: Muy bueno.
Extracto:
Ahora le sorprendía el absurdo de haber querido contemplar esos pellejos inalcanzables, como si su remoto olor a desolladero, a salazón, hubiese podido serle de algún alivio. Madera, barro, hollín. «Cuando los campesinos fueron concentrados en las ciudades por la maldad del Capitán General de España —le había contado la vieja—j se hinchaban de tanto tomar agua.» Abrió el grifo y, recibiendo el agua en las manos, se dio a bebería ávidamente, para llenarse el vientre. Pero aquella agua entibiada por el sol que caldeaba los caños llegaba a sus entrañas con una frialdad pesada, ahuecadora, de serrín mojado. Fue quebrado por una contracción violenta, y, cayendo sobre los puños, vomitó lo bebido, hasta quedar en un espasmo seco, que le hundía el vientre, cada vez, con un sordo empellón en la nuca, arqueándole el espinazo, como el de un perro que espumarajea el veneno. Agotado, se echó al pie del muro, con el cuerpo sacudido de latigazos. Estaba tan invadido por la idea de comer, que esa idea, única que le fuese concebible en aquel momento, se volvía un mandato de índole casi abstracta. No pensaba ya, como el primer día de ayuno, en algún alimento preferido por su paladar, ni se pintaba ya en su mente, con añoranzas de niñez, la gran cocina familiar oliente a pescadilla recién sacada del aceite —con los verdes untuosos del chícharo, el arroz teñido de azafrán, la crujiente tiesura de los hojaldres rendidos al dentazo—, que ponían inalcanzables sabores en su boca estragada por tanta saliva ansiosa. Los alimentos habían dejado de diversificarse, para quien sólo pensaba en el alimento, cualquiera y único, aceptado de antemano, vuel.to al hambre del recién nacido a quien abandonaron al pie de un campanario, y aulla su miseria buscando la madre en la piedra. . . Oyó voces. Dentro del caracol de la escalera, la modista de abajo llamaba a la sobrina para probarle un vestido. Esperó impacientemente a que sonaran los zapatos de tacón, alejandose, en la madera de los peldaños, y que las voces se situaran en el plano de la máquina de coser, sacada al patio con la fresca. Quitando trancas y puntales, abrió la puerta que lo aislaba del resto de la casa desde hacía cuatro días. La vieja, dormida, gemía quedamente con el resuello, bajo sus palmas de Domingo de Ramos. A su lado, en una silla, había un plato sopero, lleno de avena hervida. Como la cuchara era de postre, una mano crispada se hundió en la masa resquebrajada por azúcares derretidos. Y fue luego la lengua, ansiosa, presurosa, asustada de comer robando, la que limpió el plato, con gruñidos de cerdo en las honduras de la loza, y saltó pronto al esparto de la silla, para lamer lo derramado. Levantóse luego el cuerpo sobre sus rodillas, y fue la mano, otra vez, en el envase del Cuáquero, escarbando con las uñas en la avena cruda. Después, la puerta quedó cerrada. Caía la tarde. La barcaza de arenas pasó lentamente a la altura del Mirador, sobre un sol que teñía de anaranjado la Sala de Conciertos. Bajo las pérgolas del parque, varios perros en celo acosaban un grifo barcino, que gritaba ante el embate de los machos. En lo alto del edificio moderno sonaba una música: la misma de otras veces. Primero agitada; luego triste, lenta, monótona. Quien yacía en el piso, de entrañas a la vez doloridas y ahitas, con sueño, atravesado de borborigmos, yendo de la felicidad a la náusea, confundía esas notas sordas, a ratos, con el sordo ruido de la imprenta de tarjetas de visita. Detrás de la puerta, la anciana empezó a llamar a la sobrina con voz irritada, reveladora de mejor salud. «Usté no puede comer tanto, tía», gritaba la parda, que regresaba con su vestido nuevo, al ver que apenas quedaba avena en el cartón del Cuáquero. «Usté no debe comer tanto.» Y como el Soldado la esperaba frente a la casa, se fue taconeando de prisa en el caracol de la escalera.
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