Alan Sokal. Más allá de las imposturas intelectuales.

octubre 13, 2011

Paidós, 2008. 576 páginas.
Tit. Or. Beyond the hoax: Science, Philosophy and Culture. Trad. Miguel Candel.

Alan Sokal, Más allá de las imposturas intelectuales
La verdad

El físico Alan Sokal se hizo famoso en 1997 con su famoso escándalo. Cansado de ver como ciertas ramas de las humanidades saqueaban el vocabulario científico sin rigor ni mesura decidió hacer algo para remediarlo.

Le molestaba, sobre todo, cómo conceptos con una definición exacta en física o matemáticas eran utilizados para ilustrar cosas que no tenían nada que ver. En algunos casos una leve analogía, pero en otros ni siquiera eso: su uso se reducía a jerga pseudofísica que podía parecer ciencia a ojos profanos, pero que cualquier científico detectaría enseguida como engaño.

Si hubiera escrito algún artículo de denuncia, o incluso un libro, seguramente hubiera pasado desapercibido. En vez de eso decidió escribir un artículo titulado «Transgressing the Boundaries: Towards a Transformative Hermeneutics of Quantum Gravity» (Transgrediendo los límites: hacia una hermeneútica transformadora de la gravedad cuántica). Una parodia de lo que quería criticar. A pesar de que no decía más que tonterías, fue publicado en un número de una importante revista académica de humanidades: Social Text. Cuando reveló que todo había sido una broma se montó el escándalo. Pero se estuviera a favor o en contra del método utilizado, reveló de una manera clara y contundente que el emperador estaba desnudo. Nadie del equipo de redacción se dio cuenta de que se trataba de una patraña.

El artículo junto con una explicación de las notas se publicó en forma de libro (Imposturas intelectuales) y se incluye en este libro (en versión actualizada) junto con una serie de artículos y reflexiones que van más allá de la denuncia inicial, pero que constituyen una crítica coherente a lo que se podría denominar la posición postmodernista o relativista frente a la ciencia. El autor se explica y justifica desde el comienzo:

Siento un rechazo visceral hacia los libros confeccionados a base de juntar una serie de ensayos vagamente relacionados entre sí y ya publicados con anterioridad. Y me desagradan de entrada (aunque esto sea rebatible) las famosas figuras del mundo académico que endosan semejantes pseudoli-bros a sus confiados lectores.

Así que el lector puede legítimamente preguntarse si no estoy publicando aquí precisamente una recopilación de ese tipo. ¿Acaso me imagino, con toda arrogancia, que estoy exento de respetar mis propias exigencias?

La respuesta, por supuesto, es que no. Los ensayos recogidos en este libro fueron ciertamente todos publicados anteriormente (con la excepción de los capítulos 4, 9 y 10), pero forman, a mi modo de ver, un todo coherente. En un plano superficial, el tema es la relación entre ciencia y sociedad; pero el tema de fondo es la importancia, no tanto de la ciencia, sino de la visión científica del mundo —concepto que definiré de manera más rigurosa en capítulos sucesivos, y que no se limita en absoluto a las ciencias de la naturaleza— en la toma colectiva de decisiones por la humanidad. Tanto si el blanco de mis críticas son los posmodernos de izquierda como si son los fundamentalistas de derecha o quienes tienen una empanada mental, sea cual sea la franja política o apolítica de la que procedan, mi lema es el mismo: el pensamiento claro, combinado con el respeto por la evidencia —especialmente aquella que resulta incómoda y no deseada, aquella que desafía nuestros prejuicios— son de la máxima importancia para la supervivencia de la especie humana en el siglo xxi.

Vivimos en un mundo en el que cada vez es más importante conocer la ciencia para la toma de decisiones (¿Es seguro un medicamento? ¿Puedo tener una antena de móviles en mi casa? ¿Debemos detener la energía nuclear?) y sin embargo vemos que este conocimiento es cada vez más escaso, y que son precisamente las llamadas izquierdas las que con más simpatía miran las críticas a todo lo científico. Como dice Chomsky y aparece en este libro:

Los intelectuales de izquierda tomaban parte activa en la viva cultura de la clase obrera. Algunos trataban de compensar el carácter de clase de las instituciones culturales mediante programas de formación para obreros, o escribiendo libros de amplia difusión sobre matemáticas, ciencia y otros temas destinados al público en general. Llama la atención que sus homólogos de la izquierda actual traten con frecuencia de privar a los trabajadores de esas herramientas de emancipación, diciéndonos que el «proyecto de la Ilustración» está muerto, que debemos abandonar las «ilusiones» depositadas en la ciencia y la racionalidad: mensaje que alegrará los corazones de los poderosos, encantados de monopolizar esos instrumentos para su propio uso.

La ciencia es un lenguaje universal y democrático; cualquiera puede entenderlo por encima de clases, etnias o sexo, y sin embargo se asocia equivocadamente a una élite en connivencia con el poder. Pero la cosa va aún más lejos. No sólo se intenta socavar la credibilidad de la ciencia, sino que incluso axiomas básicos del pensamiento parecen ponerse en entredicho. Dentro de un discusión sobre la llegada de los nativos americanos al continente vio cuestionada su autoridad no sobre el tema, sino sobre el pensamiento:

Bien, ¿qué puedo decir? ¿Con «qué autoridad» hablo? Obviamente, con ninguna. No soy arqueólogo. Soy un profano que casualmente está interesado en cuestiones de historia humana. Si no estás interesado en estas cuestiones, es cosa tuya; nadie te está forzando a decidir nada. Tampoco estoy yo haciendo una afirmación sustancial acerca de unos hechos de la historia humana. Estoy simplemente señalando un principio lógico: que dos teorías contradictorias entre sí no pueden ser ambas verdaderas. Y sinceramente, si desde la izquierda hemos de dedicar varias horas a debatir un asunto tan elemental, sabe dios cómo vamos a ser capaces de realizar cambios sociales radicales.

La cultura del consenso está muy bien -es indispensable- en determinados ámbitos. Pero en la ciencia las cosas no funcionan por consenso; los físicos no deciden que existe la gravitación, la descubren o la describen mediante fórmulas. Sin embargo, hay mucha gente que piensa que la ciencia es un constructo social que tiene tanta validez como los mitos:

Y, sin embargo, algunos sociólogos y especialistas en estudios literarios se han vuelto demasiado codiciosos a lo largo de los últimos treinta años: dicho a grandes rasgos, quieren atacar la concepción normativa de la indagación científica como búsqueda de verdades, exactas o aproximadas, acerca del mundo; quieren ver la ciencia simplemente como una práctica social más, que produce «narraciones» y «mitos» cuya validez no es mayor que la de los producidos por otras prácticas sociales; y algunos de ellos pretenden, además, que esas prácticas sociales codifican una visión del mundo burguesa y/o eurocéntrica y/o masculinista. Esto, por supuesto, como todo resumen sucinto, es una drástica simplificación; y, en todo caso, no hay ninguna doctrina canónica de la «nueva» sociología de la ciencia, sólo una desconcertante variedad de individuos y escuelas. Lo que es más importante, la tarea de resumir se hace aquí más difícil por el hecho de que la literatura a la que me refiero es, a menudo, profundamente ambigua en sus afirmaciones fundamentales (tal como mostraré con los ejemplos de La-tour y Barnes-Bloor). Sin embargo, creo que la mayoría de los científicos y filósofos de la ciencia quedarían atónitos al leer que «el mundo natural desempeña un pequeño o nulo papel en la formación del conocimiento científico», tal como sostiene el destacado sociólogo de la ciencia Harry Collins; o que «la realidad es la consecuencia más que la causa» de la llamada «construcción social de los hechos», como afirman Bruno Latour y Steve Woolgar.

Esta es con seguridad la variante más peligrosa del pensamiento posmoderno. Aunque quienes así lo afirmen no se dan cuenta del presupuesto ontológico que este pensamiento trae consigo: que no existe algo a lo que podamos llamar ‘universo real’ y cuyas leyes podamos descubrir aunque sea por aproximación. Si la ciencia es algo que construimos entre todos lo mismo puede decirse del universo, y aunque haya mucha gente que crea que por desear algo con mucha fuerza la realidad se adaptará a sus deseos, lo cierto es que a la realidad le importa bien poco lo que pensemos los humanos. Podemos decir que es el sol quien sale o que es la tierra la que gira, pero por más que lo intentemos no podemos parar ese movimiento.

Lo curioso del caso es que estas personas, en su vida cotidiana, no aplican estos principios. Se despertarán sabiendo que la ducha estará en el mismo sitio que ayer, y que no habrá desaparecido porque alguien se ha olvidado de pensar en ella. Todos aplicamos a diario el método científico, de mejor o peor manera:

La cuestión básica, en mi opinión, es que no existe ninguna diferencia «metafísica» fundamental entre la epistemología de la ciencia y la epistemología de la vida cotidiana. Historiadores, detectives y electricistas —en definitiva, todos los seres humanos— utilizan los mismos métodos básicos de inducción, deducción y evaluación de los datos que los físicos o los bioquímicos. La ciencia moderna intenta llevar a cabo esas operaciones de manera más cuidadosa y sistemática —utilizando controles y ensayos estadísticos, insistiendo en la repetición, etc.—, pero nada más.

Por suerte gozamos de más sentido común en el día a día que en nuestras elucubraciones filosóficas. Zenon demostró que el movimiento no existe, pero Diógenes, sencillamente, se levantó y echó a andar. Como dijo Euler, citado en el libro:

Cuando mi cerebro provoca en mi alma la sensación de un árbol o de una casa, yo afirmo, sin dudar, que un árbol o una casa existen realmente fuera de mí, de los cuales conozco la ubicación, el tamaño y otras propiedades. De conformidad, no hay hombre o animal que cuestione esta verdad. Si a un campesino se le metiera en la cabeza concebir una duda tal y dijera, por ejemplo, que no cree que el alguacil existe, aunque lo tuviera delante, lo tomarían por loco, y con razón. Pero cuando un filósofo formula tales pensamientos, espera que admiremos su sabiduría y su sagacidad, las cuales sobrepasan infinitamente las aprehensiones del vulgo.

A salvo de tormentas metafísicas, en nuestra vida cotidiana manejamos una ontología realista (más nos vale). Pero los intelectuales posmodernos se empeñan en redefinir términos como verdad. Es cierto que, en ocasiones, la verdad es algo relativo. ¿Es un buen escritor Dan Brown? Algunos afirmarán que sí. ¿Es correcta la pena de muerte? Pero no debemos confundir esta noción de verdad con lo que podríamos denominar hechos. O está lloviendo o no lo está. O se está embarazada o no se está. En una ocasión hubo un juicio en el que dos personas afirmaban cosas contradictorias (uno decía haber enviado un documento y el otro que no lo recibió). Un experto consultado por una cadena de noticias se descolgó con la declaración siguiente:

La verdad trascendente no existe. Así pues, no creo que el juez Doutréwe o el policía Lesage estén escondiendo nada: ambos están diciendo su verdad.

La verdad va unida siempre a una estructura organizativa y depende de los elementos que se perciben como importantes. No es extraordinario que estas dos personas, que representan dos universos profesionales tan distintos, proclamen cada uno verdades distintas. Dicho esto, creo que, en el presente contexto de responsabilidad pública, la comisión únicamente puede proceder tal como lo está haciendo.

A lo que el autor replica:

Esta respuesta ilustra de forma impactante las confusiones en las que han caído algunos círculos de profesionales de las ciencias sociales a base de usar un vocabulario relativista. La disputa entre el juez y el policía se refiere a un hecho material, el traspaso de un documento. (Es posible, desde luego, que el documento se enviara y que se perdiera por el camino, pero esto seguiría siendo una clara cuestión fáctica.) Sin duda, el problema epistemológico es complicado: ¿cómo descubrirá la comisión lo que ha ocurrido en realidad? Sin embargo, existe una verdad: bien se envió el documento, bien no se envió. Cuesta ver qué se gana al redefinir la palabra «verdad» (tanto si es «parcial» como si no) estrictamente como «una creencia compartida por un número mayor o menor de personas».

La verdad no es un consenso: si creemos que existe un universo real, con leyes propias, debemos esforzarnos por aprender cuanto podamos sobre ellas. Esto no es una búsqueda de acuerdo, ni una construcción social. Se trata de averiguar como funcionan las cosas. Si esto significa que nos convertimos en realistas ingénuos, que así sea:

Un amigo nuestro dijo una vez: «Soy un realista ingenuo, pero admito que el conocimiento es difícil». Este es el quid de la cuestión. Conocer las cosas tal como son es la meta de la ciencia; esta meta es difícil de alcanzar, pero no imposible (al menos, en lo que respecta a algunas partes de la realidad y a ciertos grados de aproximación). Si cambiamos la meta —si, por ejemplo, en su lugar buscamos un consenso o (menos radicalmente) aspiramos a la adecuación empírica—, entonces las cosas resultan más fáciles, por supuesto. Pero tal como Bertrand Russell observó una vez en un contexto similar, eso tiene todas las ventajas del robo frente al trabajo duro y honesto.

No sólo, hoy por hoy, tenemos en la ciencia la mejor manera de obtener conocimiento del mundo, sino que tamién es el único sistema con capacidad de autocorrección, mediante verificación y falsación de sus postulados. Como afirma Robin Fox, citado también en el libro:

Nos guste o no, la ciencia, con su objetividad (aun cuando ésta pueda verse comprometida en ciertos casos) y su disposición a someterse a validación o refutación, sigue siendo el único lenguaje internacional capaz de brindar conocimientos objetivos sobre el mundo. Y es un lenguaje que todos pueden usar, compartir y aprender. […] Los desheredados de la tierra quieren ciencia y los beneficios que ésta aporta. Negárselo es otra forma de racismo.

Aunque el libro se dirige, principalmente, sobre el citado mal uso de los términos científicos y de la distorsión de la noción de verdad que parecen traer los nuevos usos, hay capítulos dedicados a reflexionar sobre temas cercanos. Así también se habla de pseudociencia y religión, que reciben las mismas críticas, ya que se oponen a los hechos. Aunque no estoy muy de acuerdo con el siguiente párrafo:

El hecho de que se pueda distinguir (en muchos casos, en seguida) entre la ciencia genuina y la pseudociencia no significa que sea posible trazar una frontera rígida entre ambas ni, aún menos, una frontera basada en «criterios de demarcación» estrictos, como los que propuso el filósofo Karl Popper.13 Sería mejor imaginar un continuo (fig. 8.1) donde la ciencia bien asentada (por ejemplo, la idea de que la materia se compone de átomos) se sitúe en un extremo; a continuación se encontraría la ciencia puntera (las oscilaciones del neutrino, por ejemplo) y la ciencia dominante pero especulativa (la teoría de cuerdas); después, mucho más allá, la ciencia de mala calidad (los rayos N, la fusión fría), y al final, tras un largo recorrido, la pseudociencia. A pesar de que no hay un lugar concreto donde dibujar una línea de separación, existe una diferencia fundamental entre las ciencias naturales asentadas y las pseudociencias[…]

Aunque no le guste el criterio de demarcación de Popper no estoy seguro de que haya un contínuo entre la ciencia y la pseudociencia. Puede que sí en nuestro conocimiento actual sobre el estatus verdadero de alguna (por ejemplo, la teoría de cuerdas). Pero, a la postre, serán científicas o no. La fusión fría puede parecer más científica que la homeopatía, pero si los experimentos demuestran que no existe, no es científica.

Comparto, eso sí, la libertad de cualquier adulto a estar equivocado y ser estafado por la pseudociencia de su elección:

¿Acaso importa que algunas personas crean en la homeopatía o en el Toque Terapéutico? Quizá no mucho. Personalmente, me fastidia que los proveedores de charlatanería (muchos de los cuales son ya empresas gigantes) aligeren las carteras de los crédulos; no obstante, al contrario de lo que ocurre en la mayoría de los fraudes de consumo, en este timo, la víctima participa, deseosa, en su sacrificio. Mis instintos libertarios me empujan a adoptar una actitud distante frente a los actos pseudocientíficos consentidos entre mayores de edad.

De igual modo, ¿acaso importa que algunas personas —reconozcámoslo, en su gran mayoría intelectuales— crean que la verdad es una ilusión, que la ciencia es simplemente una especie de mito y que los criterios para juzgar la racionalidad y la correspondencia con la realidad dependen por completo de la cultura de cada uno? Una vez más, quizá no: en la sociedad abundan doctrinas muchísimo más perniciosas; además, de todas formas, la influencia de los intelectuales más allá de su torre de marfil es mucho menor de la que nos ilusionamos en creer.

Pero considero que sí que importa que las personas piensen en la ciencia como una especie de mito. Esas personas tendrán que decidir si financiar la búsqueda de medicamentos o la homeopatía, si invertir en ciencia básica o no, o si permitir poner una antena de móviles en su casa. Además, creo que es un deber informar de que pseudociencias como la homeopatía no tienen detrás nada que las avale; si después de informados deciden seguir creyendo, muy bien, pero que no elijan por ignorancia.

La religión tampoco sale muy bien parada. ¿Tenemos razones para creer en algún tipo de Dios? Pocas:

Tenemos calificativos para las personas que tienen muchas creencias para las que no hay justificación racional. Cuando sus creencias son extremadamente comunes, las llamamos «religiosas»; de no ser el caso, es probable que se las llame «locas», «psicóticas» o «ilusas». […] Y, sin embargo, es un mero accidente histórico que se considere normal en nuestra sociedad creer que el Creador del universo puede escuchar nuestros pensamientos, mientras que se considera prueba de enfermedad mental creer que él se comunica contigo haciendo que la lluvia repiquetee en código Morse contra la ventana de tu dormitorio.

Pero, y esto es importante, hay una explicación psicológica. A las personas nos gusta pensar que nuestra vida tiene un sentido, una finalidad. Sea esta de tipo religioso o no:

La epistemología no es el punto fuerte de Lerner, pero la psicología sí. Basándose en su experiencia como psicoterapeuta en el Institute for Labor and Mental Health* (ILMH), Lerner ofrece un número extraordinario de ideas penetrantes sobre las experiencias cotidianas de la gente bajo el capitalismo contemporáneo y las variadas conceptualizaciones que construyen a partir de esas experiencias. «Mucha gente», observa Lerner,
ha tenido la sensación de una profunda carencia en sus vidas y ha comprobado que las recompensas que da el mercado no satisfacen su hambre de poseer algún marco de sentido y finalidad en ellas. […] Algo muy importante falta en el mundo en el que vivimos […] algo más profundo que la justicia social (aunque también necesitamos de ésta). […] Esa hambre de sentido y finalidad es tan fuerte y fundamental para la vida humana como el hambre de alimento y de placer sexual (págs. 3 y 10).

Algunas personas encuentran este sentido en la fe, otras, simplemente, en su trabajo o vida personal.

El autor también cree que el aumento del populimo de derechsa es una respuesta al paternalismo de los liberales de clase media-alta (teniendo en cuenta que la situación en Estados Unidos es muy diferente que en Europa, empezando porque lo que allí entienden por izquierda aquí se le llamaría centro derecha). Y cita un fragmento de Umberto Eco en el que cree detectar este paternalismo:

Para un análisis de prejuicios similares entre liberales y personas de izquierda en la Italia contemporánea, véase Ricolfi (2005). Un espécimen particularmente nauseabundo lo proporcionó el más célebre intelectual de Italia, Umberto Eco, la víspera de las eleccio nes de mayo de 2001 que llevaron al poder la coalición de derechas de Silvio Berlusconi, el Polo de la Libertad. Según Eco, el electorado de Berlusconi puede dividirse en dos cate gorías: «votantes motivados» y «votantes embaucados». El primer grupo está formado por
fanáticos de la Liga Norte a quienes les gustaría meter a los ciudadanos no comunitarios, y quizás a nuestros conciudadanos meridionales, en vagones sellados. […] Los moderados de la Liga que quieren defender los intereses de su región, imaginando que pueden llevar una vida próspera al margen del resto del mundo. […] hombres de negocios que calculan (correctamente) que los cambios fiscales prometidos por el Polo beneficiarían a los ricos. […] gentes que, habiendo tenido problemas judiciales, calculan que el Polo puede meter en cintura a los fiscales del Estado. […] gentes que no quieren que sus impuestos se gasten en las regiones deprimidas.
El segundo grupo está formado por personas que han adquirido su propio esquema de valores a través de décadas de abyecta formación televisiva. […] [que] leen pocos diarios y menos libros. […] No tiene sentido advertir a esa gente que Berlusconi cambiará la Constitución, porque esa gente no ha leído nunca la Constitución. […] ¿Por qué hablarles de «ultramar», si eso sólo significa para ellos playas exóticas a las que se puede ir en vacaciones? ¿Qué sentido tiene hablar a esos votantes de The Economista si ignoran los nombres de muchos diarios italianos? Compran indistintamente una revista de izquierdas o de derechas, con tal de que aparezcan unas bonitas nalgas en la cubierta (Eco, 2001).
En resumen, todos aquellos que no voten como a Eco le gustaría son unos egoístas (si no directamente unos malvados) o unos estúpidos. Ni que decir tiene que Eco no se digna aportar ninguna prueba estadística que respalde sus afirmaciones presuntamente fácticas acerca del electorado de Berlusconi.

Seguro que el señor Eco sabría defenderse mucho mejor, pero no puedo dejar de pasar esto sin un comentario. No creo que Eco critique a los que no votan como él, creo que busca una explicación a que se vote a Berlusconi. Que la gente votara a Hitler en su época requiere una explicación. Que en EEU votaran en su momento a Bush padre no requiere mucha explicación, pero que votaran a Bush hijo requiere algo de análisis. Que en Francia voten a Sarkozy nos puede gustar o no, pero no es raro. Que se vote a Berlusconi, imputado, ultraderechista y bastante impresentable sí que necesita una explicación. Como que en Valencia volviera a ganar Camps las elecciones. Y, sinceramente, que la gente de clase baja o media baja vote a las derechas siempre me ha parecido una contradicción.

El propio autor cae en el mismo paternalismo cuando afirma más adelante lo siguiente:

En primer lugar, es fundamental distinguir entre las ideas y las personas que las sostienen. Las personas que sostienen falsas ideas no son necesariamente estúpidas.[…]Pero las personas que sostienen falsas creencias no son necesariamente estúpidas ni irracionales.

No son estúpidas, simplemente están equivocadas. Y puede parecer pretencioso señalarles su error, pero es mejor que no hacerlo. Es nuestro deber denunciar las estafas intelectuales, informar sobre los peligros de las pseudociencias, y defender la razón frente a la irracionalidad, venga ésta de la religión o de la ignorancia. Este es un gran libro sobre esta lucha, que todo escéptico debería leer y -ojalá- aquellos que todavía están equivocados.

7 comentarios

  • ericz octubre 13, 2011en2:56 pm

    Excelente post.
    El escándalo Sokal debería ser una materia de estudio, a aprobar un poco antes de salir bachiller.
    Saludos

  • Seikilos octubre 13, 2011en3:34 pm

    Un problema que yo veo es que muchos científicos, especialmente los que toman esta pose, se encumbran en una especie de domo higiénico donde la ciencia es pura y nada terrenal la toca. Pocos quieren pensar por qué hay tanta desconfianza hacia la ciencia, por qué las críticas vienen especialmente desde la izquierda, por qué la ciencia está asociada a la derecha. Es como si los científicos no hubieran tenido absolutamente nada que ver con el desarrollo de armas que perfeccionan la destrucción, con el poder absoluto de la industria farmacéutica, con el avance cada vez más acuciante de la tecnología como cumplidora de deseos que lleva a un consumismo deshumanizante. Los científicos pretenden separar todo eso y asignarlo a la tecnología, pretenden que ellos trabajan en una forma pura, y ponen un manto de olvido sobre los trabajos comisionados por la industria: armamentista, farmacéutica, genética, médica, lo que sea. Es casi como si dijeran: «nosotros hacemos arte y no somos responsables por lo que sucede después con eso», sin querer advertir que ellos son parte activa de este juego. No se preguntan por qué florecen las pseudociencias, qué lugar vienen a cubrir: prefieren pensar que es un problema de las masas, un problema sociológico más, un problema algo curioso y que sin dudas es asignable al trabajo deshonesto de otros, no de ellos. Por ejemplo, si existe una industria farmacéutica que todos saben que se maneja por intereses puramente económicos, donde los precios están decididos arbitrariamente y deciden la vida o la muerte de millones, donde los efectos colaterales son siempre una caja de Pandora en contraste con la seguridad científica con la que se presenta el medicamento, y donde la comunidad científica que investiga y desarrolla está condicionada por su interés comercial, ¿cómo no va se va a fortalecer la homeopatía o la acupuntura? Esas «alternativas» cubren el lugar vacante que deja la ciencia, el lugar donde acude la gente que mira con desconfianza a la ciencia, y no por falta de educación: por una estadística de atrocidades e intereses que los «científicos puros» quieren a toda costa ignorar. Los científicos no se quieren dar cuenta de que ya han perdido, con tantos fracasos, un sentido esencial de dignidad que pretenden recuperar demostrando la infalibilidad del método. La pregunta sobre la homeopatía no debería pasar tanto por su demostración científica, sino por qué lugar cubre. Cuando la gente no entiende por qué los científicos son felices en dilapidar los mayores presupuestos (la NASA, la carrera armamentista, las patentes bioquímicas) cuando los problemas más urgentes de la realidad siguen sin ser resueltos, o son resueltos de una manera especialmente adecuada al bolsillo de los empresarios (ciertos medicamentos, ciertos desarrollos genéticos para la industria agropecuaria, etc.), o cuyas consecuencias ambientales suelen ser desastrosas, es natural que la gente asocie todo discurso científico a la fruición con la que el estadounidense medio admira la construcción perfecta de una bomba. No es necesario publicar un libro con la cantidad de escándalos asociados a la deshonestidad de la comunidad científica respecto a qué intereses responden. Por eso atacar la pseudociencia desde el mismo discurso científico sólo genera en la gente más desconfianza: responden a la pregunta equivocada.

  • Palimp octubre 14, 2011en6:41 pm

    @ericz, gracias, estoy de acuerdo.

    Seikilos, aunque por culpa de la ciencia el mundo fuera un infierno controlado por las corporaciones y todos los científicos del mundo estuvieran dedicados a hacer el mal eso no cambiaría nada el tema del libro; que la ciencia es verdadera y la homeopatía no, que si un señor afirma que recibió un soborno y otro que no, hay uno que miente y no es que cada uno tenga su verdad y que aunque los pensamientos de alguien sean capaces de cambiar el mundo para mejor, si abusa de terminos científicos descontextualizados está engañando a la gente o a él mismo.

    Creo que existe un universo real independiente de nuestros pensamientos, creo que su funcionamiento puede conocerse, y creo que la ciencia es el mejor camino para hacerlo, que nos proporciona conocimiento objetivo y contrastable acerca del mundo. Creo también que las pseudociencias no tienen ninguna base empírica y suelen ser, siendo benignos, un autoengaño y en muchos casos un engañabobos.

    Puedo estar equivocado, pero esa es mi filosofía y mis creencias acerca de como funciona el mundo.

    Por otro lado opino de manera muy diferente acerca de casi todo lo que dices, pero esto ya es opinable y no tengo tan buenos argumentos.

    Creo que la ciencia y la tecnología nos han traído un mundo mejor. Yo vengo de una familia humilde, y tengo muchas historias de cómo era la vida sin los adelanto modernos -y hablo de tecnología, la ‘parte mala’. Cultivar un campo sin tractores, ser un albañil sin grúas, costurera sin máquina de coser… eso sin hablar de cuando se moría un niño ‘porque estaba de dios’ o por un ‘cólico miserere’ (apendicitis). Ni a mis abuelos, ni a mis padres les va a convencer nadie de que la tecnología es mala; han vivido sin ella y pueden comparar. No hablemos ya de cuando lees libros y ves como era la vida antes.

    También creo que un científico realmente no piensa en las aplicaciones tecnológicas de sus investigaciones. Yo no soy científico, pero como informático cuando tengo un reto delante no pienso en qué se va a usar, sino en cómo resolverlo. Igualmente creo que los que diseñan virus informáticos no piensan en el daño que pueden hacer, seguramente para ellos es un juego.

    No me parece justo acusar a la ciencia del uso de sus descubrimientos. Sí en algunos casos, siempre hay gente sin escrúpulos que investigará como hacer bombas mejores, o plagas para combatir al enemigo. Pero no sólo creo que el balance es positivo, sino que incluso el conocimiento que genere esa gente, en si mismo, será tan neutro como el que se haya hecho ‘para el bien’.

    Tampoco me parecen justas las eternas acusaciones a la industria farmaceútica. Mira que soy anti multinacionales, pero tanto ataque me obliga a ser abogado del diablo. ¿Es delito moverse por intereses económicos? Pues entonces quememos no sólo a las farmaceúticas, también al tendero de la esquina. Hay que exigir a cualquier empresa un comportamiento ético, pero sigo sin ver la maldad intrínseca de las farmaceúticas. Que nos proporcionan medicamentos que funcionan. Sin embargo nunca veo críticas a los laboratorios Boiron, que faturan cientos de millones de euros sin costes de investigación y sin eficacia. Parece que los farmaceúticos son malvados y codiciosos mientras que los homeópatas son buenos y alternativos. Pero una caja de paracetamol cuesta 85 céntimos y cura el dolor y el equivalente homeopático cuesta casi tres euros y es agua con sacarosa.

    Hace poco veía una entrevista a un biólogo y le mostraban una granja ecológica, donde los cerditos se criaban en un ambiente agradable y eran alimentados con productos de buena calidad. Al preguntarle su opinión el biólogo dijo que dar comida de personas a los animales era un capricho de nuevos ricos. El auge de la homeopatía y otras medicinas alternativas son un capricho de nuevos ricos; en una sociedad en la que la mayor parte de las enfermedades que hace cien años nos mataban han desaparecido las pequeñas molestias que la medicina no es capaz de curar se trata con efecto placebo.

    Incluso aunque estuviera de acuerdo con lo que dices, si la ciencia está secuestrada por el poder, la solución no es lanzarse a la irracionalidad. Antes la educación era una de las banderas de la izquierda. El conocimiento, antes reservado a los ricos, tenía que ponerse al alcance de todo el mundo. Yo soy hijo de esas ideas, y si soy el primer universitario de mi familia es porque me lo inculcaron desde pequeño. Sustituir el conocimiento verdadero por supersticiones sin fundamento no nos ayuda ni como personas ni como ideología.

  • Seikilos octubre 15, 2011en8:36 pm

    Es que no estoy hablando a favor de la homeopatía ni en contra de la ciencia. Estoy hablando en contra de los científicos que creen que, si la homeopatía crece, no es algo que tenga que ver con ellos, de los científicos que creen que la ciencia es pura y no hay ética en un puñado de fórmulas, porque naturalmente es una posición muy cómoda. Los científicos son intelectuales que quieren que todo quede en el campo intelectual, quieren que las cosas que hacen, si tienen consecuencias, no tengan que tomar responsabilidad sobre ellas. Estoy de acuerdo con vos en que los científicos no piensan en qué sucede con sus investigaciones; en muchos casos, ni siquiera quieren pensar en quién los subvenciona, para qué, en tanto puedan hacer investigación. No me gusta esa posición irresponsable, fortalecida en libros como éste, donde todo se dirime en términos de metodología. La realidad es algo más complejo. Es un poco como decir que el ciudadano que votó a Bush no tiene responsabilidad por los muertos de Irak, porque él no hizo otra cosa que votar a Bush (o no ir a votar). Ahora, nada de esto quiere decir que la ciencia es mala o que la homeopatía es verdadera, hablo de estos libros en particular, de estas poses en particular, porque generan una ilusión, la ilusión del científico en una cámara aséptica. Si la gente percibe que la ciencia hace daño, si los médicos y los bioquímicos venden la idea de que el cuerpo es un mecanismo perfectamente explicado mientras la gente ve cómo mueren sus seres queridos sin explicación, si el mundo está cada vez más cerca del colapso ecológico, es natural que prefieran una «ciencia» de curar que no involucre químicos (la gente les tiene miedo, ¿hay algo más asociado al científico que los químicos?), que no involucre intereses enormes. ¿Qué significa la busca cada vez mayor de alimentos «sanos»? ¿Qué significa «sano» en ese contexto? ¿Libre de la ciencia como es percibida por la gente? Este es mi punto: no se trata de demonizar a la ciencia, pero sí de que los científicos entiendan que hay un descrédito intrínseco que hace que la gente tienda a buscar otras explicaciones que les resulten menos desconfiables. Los científicos deben preguntarse por qué una «ciencia» harto cuestionable como la homeopatía logra más confianza en la gente que la ciencia, en vez de seguir atacándola con las mismas armas que hacen que la gente salga corriendo en la dirección contraria.

  • panta octubre 16, 2011en10:03 pm

    @Seikilos: coincido con Palimp en que el tema del libro es otro.Sokal habla en cierta forma sobre la honestidad en la comunicación,algo que realmente necesitamos.
    La discusión sobre el papel de la ciencia en la sociedad es para llenar un libro( como prólogo:).
    Saludos.

  • Seikilos octubre 17, 2011en3:09 pm

    Creo que lo que originó mi comentario es el párrafo sobre la izquierda que desconfía de la ciencia, pese a que cita a mi admirado Chomsky. Y si hablamos de «honestidad en la comunicación», vamos, que a la ciencia le faltan muchos más libros de autocrítica que de autocongratulación en el método. Más Bourdieu y menos Sokal, digamos.

  • Palimp octubre 20, 2011en2:54 pm

    El libro, realmente, no habla mucho de pseudociencias y hasta es algo blando con ellas (para mi gusto). El punto principal de su anterior libro incluído en este es el saqueo del vocabulario científico por parte de ciertos intelectuales postmodernos, que lo utilizan mal y sin sentido. Es la única parte conectada con la ciencia, en rigor. Y no deja de ser curioso que los protagonistas del movimiento que intenta ningunear a la ciencia se intenten aprovechar del prestigio de ésta robando sus conceptos.

    La otra crítica más que apoyar la ciencia apoya el sentido común. Repito: si alguien dice que ha hecho algo y otro dice que no, no es que los dos estén diciendo su verdad. Uno de los dos miente. Esto no es ciencia, ni siquiera lógica. Es sentido común. En nombre de la corrección política y conceptos semejantes estamos llegando en ocasiones a absurdos. Esto también es muy grave.

    Los científicos a quienes calificas de ‘irresponsables’ puede que crean ser responsables de mejorar el mundo. No voy a defender que el progreso es intrínsecamente bueno, aunque lo crea y algún argumento tengo. Pero respeto sinceramente a quien crea lo contrario. Pero también debería respetarse a quien cree que el aumento del conocimiento nos traerá más beneficios que inconvenientes.

    ¿Percibe la gente que la ciencia hace daño? Lo dudo mucho. La ciencia sigue gozando de buen prestigio. Así lo demuestran las encuestas, que aunque muchos van al homeópata muchos más van a la medicina alopática y a que cada vez que en un periódico dicen ‘Un estudio demuestra que…’ la gente se lo cree (y aquí sí haria falta una buena autocrítica).

    ¿Por qué la gente prefiere lo natural? Seguro que por muchas razones, y la ciencia no será de las más importantes, si es que tiene alguna importancia. Repito que soy de pueblo, cuando empezó a ponerse de moda el turismo rural mi asombro no conocía límites ¿Había gente dispuesta a pagar por irse de vacaciones a un pueblo? Están locos estos de las ciudades…

    ¿Le faltan a la cencia libros de autocrítica? A lo mejor. Pero viendo lo poco que se divulga la ciencia, y la necesidad acuciante de entenderla mejor si queremos tomar decisiones con fundamento, todavía nos hacen más falta libros, programas de televisión, cursos y todo lo que se pueda para divulgarla. Tal y como es.

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