RBA, 2013. 480 páginas.
Tit. or. The 5th wave. Trad. Pilar Ramírez Tello.
Una invasión extraterrestre ha exterminado a la mayoría de la humanidad. Sucesivas olas han destruído todas las defensas. Los pocos supervivientes apenas pueden fiarse de los demás porque se han infiltrado entre nosotros y cualquiera puede ser el enemigo. La protagonista sigue luchando en una guerra que parece perdida.
Novela con protagonistas adolescentes que plantea un escenario bastante atractivo que sirve de telón de fondo a las aventuras trepidantes que van sufriendo. Cumple su misión de tenerte enganchado con el a ver qué pasa aunque una vez acabada la lectura pues poco más hay. Es la primera parte de una trilogía que voy a dejar pasar.
También hay adaptación a película que ha pasado sin pena ni gloria. Entretenimiento postapocalíptico sin más trascendencia.
Se deja leer.
A veces pienso que tal vez sea el último ser humano de la Tierra.
Lo que significa que soy el último ser humano del universo.
Sé que es una tontería: no pueden haberlos matado a todos… aún. Sin embargo, no me extrañaría nada que al final lo consiguieran. Entonces se me ocurre que eso es lo que los Otros quieren que piense.
¿Recuerdas a los dinosaurios? Pues eso.
Vale, probablemente no sea el último ser humano de la Tierra, pero sí uno de los últimos. Completamente sola (y con bastantes probabilidades de seguir así) hasta que la cuarta ola me barra y acabe conmigo.
Es una de esas cosas en las que pienso por las noches. Ya sabes, pensamientos típicos de las tres de la madrugada, en plan: «Estoy jodida». Cuando me hago un ovillito, tan asustada que no logro cerrar los ojos, y me ahoga un miedo intenso, tanto que tengo que recordarme respirar y pedir a mi corazón que siga latiendo. Cuando el cerebro se me declara en huelga y empieza a patinar como un CD rayado. «Sola, sola, sola, Cassie, estás sola».
Así me llamo: Cassie.
No Cassie por Cassandra, ni Cassie por Cassidy. Es Cassie por Casiopea, la constelación, la reina atada a su silla del cielo del norte; la que era bella, aunque vanidosa, de modo que el dios del mar, Poseidón, la subió a los cielos como castigo por presumir tanto. Su nombre significa «la de las palabras excelsas» en griego.
Mis padres no sabían nada de ese mito, pero les gustó el nombre.
Nadie me llamaba nunca Casiopea, ni siquiera cuando aún quedaba gente a mi alrededor que pudiera llamarme. Solo mi padre, cuando me tomaba el pelo, y siempre con un acento italiano pésimo: Casss-i-oo-peee-a. Me volvía loca. No me parecía ni gracioso ni mono, y lo único que conseguía era que acabara odiando mi nombre. «¡Me llamo Cassie! —le chillaba—. ¡Solo Cassie!». Ahora daría lo que fuera por oírselo decir una vez más.
Cuando iba a cumplir los doce (cuatro años antes de la Llegada), mi padre me regaló un telescopio por mi cumpleaños. Una fresca noche de otoño de cielo despejado, colocó el telescopio en el patio de atrás y me enseñó la constelación.
—¿Ves que parece una uve doble? —me preguntó.
—¿Por qué la llamaron así si tiene forma de uve doble? —repuse—. ¿Uve doble de qué?
—Bueno… No sé si se corresponderá con algún nombre —respondió con una sonrisa.
Mi madre siempre le decía que era su rasgo más atractivo, así que la usaba a menudo, sobre todo cuando empezó a quedarse calvo. Ya sabes, para desviar la atención de su interlocutor hacia su sonrisa.
—Total, ¡que la uve doble puede ser por lo que quieras! ¿Qué te parece «windsurf»? ¿Y «wow»? ¿«Wonder Woman»?
Me puso la mano en el hombro mientras yo miraba a través de la lente las cinco estrellas que ardían a más de cincuenta años luz del punto en que nos encontrábamos. Notaba el aliento de mi padre en la mejilla, cálido y húmedo comparado con el aire frío y seco del otoño. Su respiración tan cerca y las estrellas de Casiopea tan lejos.
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