Cabaret Voltaire, 2012.264 páginas.
Tit. or. Al-jubz al-hafi. Trad. Rajae Boumediane El Metni.
Una infancia marcada por el hambre en el Rif, una emigración a Tánger que no consigue sacar a la familia de la pobreza, un padre maltratador, una miseria general en un ambiente violento capaz de destruir a cualquier ser humano.
Autobiografía del autor narrada con un estilo sobrio pero poético en una primera persona que contrasta con una brutalidad en la que la violencia campa a sus anchas. La vida en los márgenes es muy dura y no hay compasión, a pesar de los breves interludios de ternura, siempre escasos, siempre pendientes de un hilo.
El protagonista, en sus breves años de vida, trabajará en un restaurante donde fumará y se emborrachará, vivirá con prostitutas, dormirá en la calle, ayudará a traficantes, conocerá la prisión y casi al final, siendo todavía menor de edad, intentará aprender a leer. Una buena reseña: El pan a secas
Muy recomendable.
Entré. Ella le pidió a un tal Antonio que le trajese agua y una toalla. Antonio era guapo; llevaba kohl en las pestañas y la cara empolvada, de color rosa, el pecho incipiente como el de una niña y el pantalón muy ajustado al culo. Ella me preguntó si no pensaba darle nada a aquel hombre. Le di dos pesetas y desapareció. Después, intenté pagarle a ella las quince pesetas por adelantado.
—No, no. Eso después. Porque no vas a salir corriendo, ¿verdad que no?
Me lavó el pene con agua tibia y jabón. Después lo apretó con suavidad entre sus manos, a lo largo, desde la base y hasta la punta, y lo examinó con la precaución de una experta. Las marroquíes no solían ser tan cuidadosas y precavidas. Empezamos a reírnos: no pude evitar la erección.
—Eres fuerte, ¿eh?[21]
Se desnudó por completo. No lo tenía afeitado como las marroquíes. «¿Por qué se lo dejan tapado?». El pelo del pubis tenía forma de lengua y le llegaba hasta el ombligo. Imaginé que ella también se lavaría, pero no lo hizo. «¿Significaba eso que ya lo tenía limpio?». Se tendió bocarriba en la cama y levantó ligeramente las piernas, juntando los muslos. Su coño desapareció. «¿Por qué lo esconde?». Sus senos eran como dos panecillos redondos. Esta vez fue diferente, no caí prisionero entre sus piernas. Permanecía tendida como una sirena. «Al profeta Jonás se lo tragó un gran pez», pensé. Cruzó las piernas. Era una postura que yo no conocía. Me dejó besar suavemente sus labios. Una boca carnosa. Un perfume dulce detrás de las orejas.
—¡Ah! —gritó, dolorida—. Sácala. Mejor cambiamos de postura.
Pensé que no me dejaría penetrarla de nuevo, pero la nueva postura me gustó tanto como la primera. Me dejó que besase sus pechos, y tuve que contenerme para no morderle los pezones. Ella parecía no tener prisa. Una sola pega: a mi glande no le gustaron sus pelos.
Tafersiti estaba ansioso:
—Dime. ¿Qué tal se porta?
—La mejor de todas. Ella sí que se entrega. Está limpia y perfumada, y no tiene tanta prisa como las demás.
—¿En serio?
—Ya verás. Ojalá me llegue la muerte penetrando un cuerpo como el suyo.
Aquella noche soñé que mamaba del pecho de una mujer. Era tanta la leche que brotaba que estuve a punto de ahogarme.
Mi hermano Achor también murió. No me entristeció su muerte. Lo veía gatear por la casa y, aunque recuerdo cómo berreaba, nunca llegué a preocuparme por él. Mi apetito sexual no me dejaba pensar en otra cosa. Mi hermana Rhimo había crecido y empezaba a hablar, pero tampoco me interesaba. Mis penas y los placeres de la vida me tenían ocupado. Dormía más en las calles que en mi propia casa.
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