Salamandra, 2014. 444 páginas.
Tit. or. Au revoir là-haut. Trad. José Antonio Soriano Marco.
La vida de tres combatientes de la primera guerra mundial se ven unidas cuando un teniente, para ocultar una infamia, intenta matar a un soldado. Pero otro conseguirá salvarle, aunque a costa de recibir metralla y quedar completamente desfigurado. Los dos soldados vivirán juntos a partir de entonces mientras el teniente inicia una escalada social y económica en la que no tiene miedo de llevarse por delante a cualquiera.
Ya había leído otra obra del autor que no me había gustado, pero por recomendación de una amiga le di otra oportunidad. Cierto es que este libro está mejor que aquel, pero sigue sin convencerme. Los personajes, incluso los protagonistas, están dibujados con trazos muy gruesos (el malo muy malo, el encerrado en su mundo muy suicida, el resignado igual…) y la historia, todo y tener bastante ritmo, no nos cuenta nada especial. Y eso que el planteamiento puede dar pie a ello.
Un libro en mi opinión flojito que se llevó el Goncourt y que aquí edita Salamandra, editorial cuyos libros siempre están -en mi opinión- lo suficientemente bien para separarse de superventas al uso, pero no lo suficiente para llegar a la buena literatura (hay de todo, por supuesto).
Al menos tiene algunas páginas y frases de nivel. Otras reseñas: Nos vemos allá arriba y Nos vemos allá arriba.
No está mal.
Al día siguiente, hacia las cuatro de la madrugada, cuando Albert acababa de desatarlo para cambiarle el empapador, Édouard quería tirarse por la ventana. Pero al bajar de la cama, como la pierna derecha no lo sostenía, perdió el equilibrio y se desplomó. Gracias a un inmenso esfuerzo de voluntad, consiguió levantarse; parecía un fantasma. Con los ojos desorbitados y las manos extendidas, cojeó pesadamente hasta la ventana aullando de pena y dolor. Albert lo abrazó, sollozando como él y acariciándole la nuca. Respecto a Édouard, Albert sentía la ternura de una madre. Se pasaba la mayor parte del tiempo dándole conversación para entretener la espera.
—El general Morieux —le contaba— es un completo gilipollas. Menudo general… ¡Quería enviarme ante un consejo de guerra! Y el cabrón de Pradelle…
Albert hablaba y hablaba, pero la mirada de Édouard estaba tan apagada que era imposible saber si lo comprendía. La disminución de las dosis de morfina lo mantenía consciente mucho rato, privando a Albert de la oportunidad de ir a preguntar por la dichosa ambulancia, que no llegaba. Cuando Édouard empezaba a gemir, ya no paraba. Su voz iba alzándose hasta que acudía una enfermera a ponerle otra inyección.
A primera hora de la tarde del día siguiente, cuando Albert llegó una vez más con las manos vacías —imposible saber si aquel traslado estaba o no planificado—, Édouard aullaba como un loco, sufría lo indecible y tenía la garganta en carne viva y salpicada de pústulas. El hedor era cada vez más insoportable.
Albert salió de la habitación a toda prisa y corrió al despacho de las monjas enfermeras. Nadie. «¡¿Hay alguien?!», bramó en el pasillo. Nadie. Cuando se disponía a volver, se detuvo en seco. Volvió sobre sus pasos. No, no se atrevía. ¿O sí? Miró el pasillo a derecha e izquierda, mientras los gritos de su compañero resonaban aún en sus oídos. Eso lo ayudó. Entró en el despacho. Hacía tiempo que sabía dónde la guardaban. Cogió la llave del cajón de la derecha y abrió la vitrina. Una jeringa, alcohol, ampollas de morfina… Si lo pillaban, estaba listo: robo de material militar, ya veía la jeta del general Morieux, que se acercaba por momentos, seguida por la siniestra sombra del teniente Pradelle… ¿Quién cuidaría de Édouard?, se preguntó angustiado. Pero no apareció nadie. Albert salió del despacho empapado en sudor, con el botín apretado contra el estómago. No sabía si hacía bien, pero aquellos dolores estaban volviéndose insoportables.
La primera inyección fue toda una aventura. Había ayudado a las monjas muchas veces, pero cuando tienes que hacerlo tú solo… Los empapadores, el hedor y ahora los pinchazos… Impedirle a un tipo que se tire por la ventana no es fácil, pensó mientras preparaba la jeringa. Limpiarlo, olerlo, pincharlo… ¿En qué estaba metiéndose?
Había encajado el respaldo de una silla bajo la maneta de la puerta para evitar sorpresas. La cosa no fue demasiado mal. Albert había calculado bien la dosis. Debería bastar hasta la siguiente que le administrara la hermana.
—¡Muy bien! Ya verás, ahora todo irá mucho mejor.
Vaya si mejoró. Édouard se relajó y se durmió. Pero Albert siguió hablándole de todas formas. Y pensando en el asunto de aquel traslado ilusorio. Llegó a la conclusión de que había que remontarse a la fuente: iría a la oficina de personal.
—Cuando estás tranquilo, no me gusta hacerlo, no creas —le explicó a Édouard—. Pero como no estoy seguro de que vayas a portarte bien…
Muy a su pesar, lo ató a la cama y lo dejó solo.
En cuanto salió de la habitación, empezó a mirar detrás e iba pegado a la pared, pero corriendo, para ausentarse el menor tiempo posible.
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