Como no encuentro Mundo inmundo del mismo autor aprovecho para leer este quimérico inquilino, novela corta y paranoica sobre un joven que alquila un apartamento porque su anterior dueña se acaba de tirar por la ventana y es posible que muera pronto. Las circunstancias que le van ocurriendo son de todo menos normales.
Excelente ambiente asfixiante que tuvo su traslación a la pantalla, el polémico Polanski se encargó de dirigir y protagonizar la adaptación (que no he visto pero me he apuntado). La historia se va torciendo hasta llegar a un increíble final.
Muy recomendable.
Esa carne lechosa del muslo, sombreada, pero de una luminosidad extraordinaria junto a las regiones oscuras del centro, hipnotizaba a Trelkovsky. Lamentó tener que abandonarla para remontarse hasta el rostro, que era absolutamente vulgar. Pelo castaño, ojos marrones y una gran boca con los labios embadurnados de rojo.
—La verdad es que —comenzó Trelkovsky después de aclararse la voz— no soy exactamente un amigo, ya que la conozco muy poco.
El pudor le impedía confesar que no la conocía en absoluto.
—Pero créame, estoy profundamente apenado por lo que ha ocurrido.
La chica le sonrió.
—Sí, es terrible.
Entonces dirigió su atención sobre la accidentada, que parecía totalmente inconsciente a pesar de su ojo abierto.
—Simone, Simone, ¿me reconoces? —preguntó la chica en voz baja—, es Stella la que está aquí. Tu amiga Stella, ¿me reconoces?
El ojo permanecía fijo, contemplando siempre el mismo punto invisible en el techo. Trelkovsky se preguntaba si no estaría muerta pero, en ese momento, un gemido ahogado acudió a aquella boca abierta, y fue creciendo poco a poco hasta concluir en un grito insoportable. Stella empezó a llorar ruidosamente y Trelkovsky se sintió mortalmente cohibido. Hubiera deseado hacerle «Chss». Sentía que toda la sala los estaba mirando, que le tomaban por el responsable de aquellas lágrimas y lanzó una mirada furtiva hacia los vecinos más próximos para sondear su reacción. A la izquierda un anciano dormía con sueño agitado. Murmuraba continuamente palabras incomprensibles y movía las mandíbulas como si estuviera chupando un gran bombón. Un hilillo de saliva mezclada con sangre le caía hasta perderse bajo la sábana. A la derecha un grupo de visitantes desenvolvía vituallas y bebidas bajo la mirada deslumbrada de un campesino grueso y alcohólico. Trelkovsky se tranquilizó al comprobar que nadie les prestaba la menor atención. Al cabo de un rato se acercó una enfermera para anunciarles el final de la visita.
—¿Existe alguna posibilidad de salvación? —preguntó Stella, que todavía sollozaba, aunque ahora entrecortadamente.
La enfermera la miró con agresividad.
—¿Usted qué cree? Si podemos salvarla, lo haremos. ¿Qué más quiere que le diga?
—Pero ¿usted qué cree? ¿Es posible?
La enfermera, irritada, se encogió de hombros.
—Pregúntele al doctor, aunque no le dirá mucho más que yo. En estos casos —continuó en un tono grave— nunca se sabe lo que puede ocurrir. ¡Bastante es que haya salido del coma!
Trelkovsky estaba desmoralizado. No había podido hablar con Simone Choule, y el hecho de que la pobre mujer estuviera a un paso de la muerte no le servía de consuelo. Él no era una mala persona, y, sinceramente, habría preferido no poder solucionar su problema si hubiera un medio de salvarla.
«Voy a hablar con esta Stella —se dijo—, quizá pueda contarme algo».
Pero no sabía cómo iniciar la conversación, pues Stella continuaba llorando. Era difícil abordar sin preámbulos el tema del apartamento. Por otra parte temía que al salir del hospital Stella se despidiera antes de que él se hubiera decidido a hablarle. Para aumentar su embarazo, unas repentinas ganas de orinar le impidieron de pronto concebir ningún pensamiento coherente. Tuvo que hacer un esfuerzo para andar despacio, porque tenía unos deseos incontenibles de salir corriendo hasta perder el aliento hacia el urinario más próximo. Finalmente atacó con coraje:
—No hay que abandonarse a la desesperación. Vayamos a beber algo, si le parece bien. Creo que una cerveza le devolverá el aplomo.
Se mordió los labios hasta sangrar para contener su urgencia, que se volvía cada vez más monstruosa.
Stella intentó hablar, pero el hipo se lo impidió. Se limitó a aceptar con un movimiento de cabeza, acompañado de una triste sonrisa.
Trelkovsky sudaba ahora la gota gorda. Como un puñal, las ganas le horadaban el vientre. Habían salido del hospital. Justo enfrente había un gran café.
—¿Y si vamos ahí enfrente? —sugirió con una indiferencia mal disimulada.
—Si quiere.
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