Janet Malcom. El periodista y el asesino.

septiembre 11, 2020

Janet Malcom, El periodista y el asesino

Ensayo periodístico que mete leña a los periodistas por aprovecharse, siempre, de la ingenuidad de los entrevistados. La autora se centra en un juicio por difamación que Jeffrey MacDonald, que había sido condenado por el asesinato de su esposa embarazada y sus dos hijas tuvo contra Joe McGinniss, el periodista que había escrito un libro basándose en el proceso.

Uno imaginaría que, teniendo de un lado a un asesino convicto de un crimen brutal, y en el otro un periodista protegido por un contrato y la libertad de expresión el sentir del jurado se inclinaría por el segundo. Pero lo que pasó fue lo contrario, y el periodista y su editorial llegaron a un acuerdo para indemnizar al primero.

La autora cuenta los entresijos del caso y nos explica el por qué ocurrió esto. Mientras McGinniss se decía amigo de MacDonald mientras transcurría el juicio e incluso después de condenado y encarcelado, y defendía frente a él su inocencia, el libro que estaba escribiendo lo presentaba como un asesino despiadado y psicópata.

Expuestos los hechos mi opinión, como la de un jurado externo que no tiene ningún dato y se basa sólo en apariencias, va en contra de todos los implicados. MacDonald es pintado como un tipo gris que en el libro se ve acusado de extrañas perversiones. Si nos vamos a las figuras de otros psicópatas conocidos es un perfil bastante más común de lo que parece. Recordemos El adversario de Carrere, un asesino mentiroso patológico que pasaba sus días en el parque dando de comer a las palomas. Evidentemente no he realizado ninguna investigación pero creo probable que cometiera el crimen. La excusa de que vinieron cuatro intrusos estilo Charles Manson me parece bastante peregrina.

McGinniss parece alguien que por pasta sería capaz de vender a su madre o, al menos, contar que le pegaba de pequeño si con eso puede escribir un libro que se venda. No digo que tengas que ir siempre con la verdad por delante, pero no puedes decir ‘eres mi amigo, creo que eres inocente, estás sufriendo una injusticia’ mientras por detrás lo estás poniendo a parir. Estas dos opiniones mías coinciden con las de los dos jurados.

El plantel de expertos psicológicos que hablan de traumas y de sexualidad reprimida me parecen un atajo de farsantes capaces de acusar al que se le ponga por delante. Por último la autora del texto hace de la parte el todo y por un periodista cabrón hace sombra a toda la profesión. Y no digo que no haya un porcentaje elevado de mala gente entre el gremio, pero una anécdota no es un estudio.

Aquí tienen un artículo interesante sobre el tema: Si eres periodista temerás a Janet Malcolm sobre todas las cosas

Recomendable.

En el verano de 1984, un individuo inició un pleito contra un autor en el cual, notablemente, el relato subyacente de amor traicionado no estaba expresado como en uno de esos relatos convencionales sino que antes bien estaba expuesto de manera tan apremiante y precisa que en el juicio cinco de los seis miembros del jurado estaban persuadidos de que un hombre que cumplía tres sentencias consecutivas por el asesinato de su esposa y de dos hijas pequeñas merecía más simpatía que el autor que lo había engañado.

Me enteré de ese caso sólo después de haber finalizado el juicio, cuando recibí una carta fechada el lº de setiembre de 1987 de un tal Daniel Kornstein. La carta —que había sido enviada a unos treinta periodistas de todo el país— comenzaba así:

“Soy el abogado que defendió a Joe McGinniss, autor de Visión fatal en un juicio de seis semanas recientemente concluido en Los Angeles. Como usted tal vez sepa, el pleito fue entablado por el convicto del triple asesinato, Jeffrey MacDonald, el personaje del libro de McGinniss.

El juicio terminó habiéndose manifestado el Jurado en desacuerdo. Aunque el demandante no logró nada, la posibilidad de que se reabra el juicio significa en un sentido muy real que las cuestiones planteadas por esa causa judicial están todavía vivas, abiertas y no decididas. A decir verdad, uno de los miembros del Jurado —quien admitió que no había leído un libro desde la época de la escuela secundaria— habría dicho posteriormente que daría ‘millones de dólares por sentar un ejemplo para todos los autores y mostrarles que no pueden decir mentiras’ a los sujetos entrevistados”.

Kornstein continuaba caracterizando el litigio como un intento de “establecer un nuevo precedente en virtud del cual el periodista o autor se vería legalmente obligado a revelar sus verdaderos pensamientos y actitudes respecto de la persona entrevistada durante el proceso de redacción e investigación” y luego hablaba de la “grave amenaza a las libertades periodísticas establecidas” que representaría semejante precedente:

“Por primera vez, se ha permitido que una persona entrevistada y descontenta entablara pleito a un autor por motivos que nada tienen que ver con la verdad o falsedad de lo que se publicó… Ahora, por primera vez el proceder y puntos de vista de un periodista durante todo el proceso creativo se ha convertido en una cuestión que debe ser resuelta por el Juicio del Jurado… La reclamación de MacDonald sugiere que los periodistas de diarios y revistas así como los autores de libros pueden ser sometidos a Juicio por escribir veraces pero poco halagadores artículos, si alguna vez obraron de manera que indicara alguna actitud de simpatía respecto del sujeto entrevistado”.

Kornstein acompañaba su carta con copias del testimonio de William F. Buckley hijo y de Joseph Wambaugh, que habían declarado como testigos expertos por la defensa, y con resúmenes de su propia declaración final, “en la que trataba yo de subrayar la gravedad y alcance de esta nueva amenaza a la libertad de expresión”. Kornstein concluía diciendo: “Joe McGinniss y yo sentimos que el peligro es suficientemente claro para merecer que usted atienda a él y se ocupe de este asunto”.

Me dejé atrapar por el lazo que me tendía Kornstein —no sé si algún otro de los periodistas a quienes escribió el abogado hizo lo mismo que yo—, y unos pocos días después me encaminaba a Williamstown, Massachusetts, para hablar con Joe McGinniss en su casa. Traté de imaginar cómo se desarrollaría la entrevista, que sería la primera de una serie de conversaciones grabadas en cintas magnetofónicas que McGinniss y yo habíamos convenido en mantener las semanas siguientes. Yo nunca antes había entrevistado a un periodista y sentía curiosidad por lo que podría pasar con un periodista ducho que ciertamente no sería una persona ingenua. Evidentemente en la entrevista no se sentiría esa especie de incomodidad moral que el individuo ingenuo obliga a soportar al periodista como precio de la oportunidad que éste tiene de comprobar una vez más la fragilidad de la naturaleza humana. McGinniss y yo seríamos menos experimentador y persona entrevistada que dos experimentadores, quienes después de la jornada de trabajo pasada en el laboratorio regresarían juntos a su casa departiendo amablemente sobre los problemas de la profesión. El aparato de grabación conservaría todo cuanto dijéramos; la conversación sería seria, se desarrollaría en un nivel elevado y tal vez sería vivaz y hasta ingeniosa.

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