Patrick Modiano. Un pedigrí.

abril 16, 2020

Patrick Modiano, Un pedigrí
Anagrama, 2007. 130 páginas.
tit. Or. Un pedigree. Trad. María Teresa Gallego.

Autor que empecé a leer antes de que le dieran el premio Nobel pero lo comento ahora, tanto tiempo después, porque lo que estoy poniendo en estas semanas de confinamiento son fragmentos de libros que leí hace tiempo pero que no me dio tiempo de reseñar. Con el tiempo que ha pasado apenas me acuerdo del contenido por lo que las reseñas son aún más breves que lo habitual.

Biografía breve (todas las obras de Modiano lo son y se agradece mucho ese no extenderse en palabrería) escrita con esa voz personal, algo distante, con la que el autor escribe sus textos. Es su libro que más me ha gustado y tiene momentos excesivamente tristes, como el fragmento que dejo al final.

Ya que hago omisión de mis labores de opinador dejo enlaces de gente que se lo ha tomado más en serio: Un pedigrí, Un pedigrí y Un pedigrí.

Muy recomendable


Vacaciones de Pascua de 1959 con un compañero que me lleva con él, para que no me quede en el internado, a Monte Cario, a casa de su abuela, la marquesa de Polignac. Es una norteamericana. Me enteré más adelante de que era prima de Harry Crosby, el editor de Lawrence y de Joyce en París, que se suicidó a los treinta años. Conduce un Citroen negro. Su marido se dedicaba a los vinos de Champaña y tenían trato antes de la guerra con Joachim von Ribbentrop en los tiempos en que él también era representante de champaña. Pero el padre de mi compañero es ex miembro de la Resistencia y trotskista. Ha escrito un libro sobre el comunismo yugoslavo con prólogo de Sartre. De todo eso me enteraré más adelante. En Monte Cario me paso tardes enteras en casa de la marquesa hojeando álbumes con las fotos que ha ido reuniendo, a partir de los años veinte, que ilustran la grata y despreocupada vida que llevaron ella y su marido. Quiere enseñarme a conducir y me cede el volante de su 15 CV en una carretera llena de curvas. Tomo mal
una y estamos en un tris de caernos al vacío. Nos lleva a Niza a su nieto y a mí a ver a Luis Mariano en el circo Pinder.
Estancias en Inglaterra, en Bornemouth, en 1959 y en 1960. Verlaine había vivido en aquella zona: chalets rojos salpicados entre las frondas y los caserones blancos de los balnearios. No tengo intención de regresar a Francia. No sé nada de mi madre. Y me parece que a mi padre le vendría bien que me quedase en Inglaterra más tiempo del previsto. La familia con quien vivo no me puede seguir alojando. Me presento entonces en la recepción de un hotel con los tres mil francos antiguos que tengo y me dejan dormir gratis en un salón que no se usa de la planta baja. Luego, el director de la escuela adonde voy todas las mañanas a clase de inglés abre, para albergarme, algo así como un cuarto trastero que hay bajo el hueco de la escalera. Me escapo a Londres. Llego por la noche a la estación de Waterloo. Cruzo el puente de Waterloo. Estoy aterrado de hallarme solo en esta ciudad, que me parece mayor que París. En Trafagar Square, desde una cabina roja, llamo a mi padre a cobro revertido. Intento que no se dé cuenta del pánico que siento.

Vacaciones de Todos los Santos de 1961. La calle Royale de Annecy bajo la lluvia y la nieve derretida. En el escaparate de la librería la novela de Moravia El tedio con aquella faja: «Y su diversión: el erotismo.» Durante estas vacaciones grises de Todos los Santos leo Crimen y castigo y eso es lo único que me reconforta. Cojo la sarna. Voy a ver a una doctora cuyo nombre he encontrado en la guía de teléfonos de Annecy. El estado de debilidad en que me hallo parece asombrarla. Me pregunta: «¿Tiene usted padres?» Ante esa solicitud y esa ternura maternal tengo que contenerme para no echarme a llorar.

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