Icaria, 1992. 250 páginas.
Trad. Ana Mª Bejarano y Teresa Martínez.
Incluye los siguientes relatos:
UNA MUJER DE EL FAYYUM, Nava Semel
DE CAMINO HACIA CEDAR CITY, Savyon Leibrecht
VELO DE NOVIA, Amalia Kahana-Carmon
URINCA, Rut Almog
CUANDO EL KINNERET* ESTA LISO COMO UN ESPEJO, ¿COMO SE PUEDE ESTAR NERVIOSO?, Orly Castel-Bloom
EL TRIBUNAL DE LAS VACACIONES DE VERANO, Dalia Ravikovitch
EN EL CREPÚSCULO, Shulamit Hareven
BLANCO, Leah Einy
ENTRE LOS TIESTOS DE GERANIO, Hannah Bat-Shahar
EL BANQUETE DE MI AMIGA B., Yehudit Hendel
EL NEGOCIO, Shulamit Lapid
Que bajo una portada horrible y pixelada y un subtítulo ‘vida cotidiana en Israel’ que es de todo menos sugerente esconde una cuidada selección de escritoras de calidad con una traducción también buena aunque perjudicada por los errores que aparecen en el texto.
Una mujer de el Fayyum nos habla de un hombre que compra retratos antiguos, de la época romana. De camino a Cedar city una pareja de viaje en Estados Unidos debe compartir un minibus con otra pareja de Israel, pero árabes. El enfrentamiento entre los dos hombres no esconde la fragilidad de los dos matrimonios, donde la mujer es apenas un objeto decorativo. Velo de novia es una poética descripción del despertar al sexo de una preadolescente deslumbrada por un soldado de la ONU. Urinca nos habla de la maternidad de una mujer que dejó su carrera artística al casarse y como su hijo acaba viajando por el mundo y encontrando un rincón donde tocar. Cuando el Kinneret… es un relato breve pero moderno, donde la mujer es una profesional que busca la esperanza. El tribunal de las vacaciones de verano, posiblemente el que menos me haya gustado, describe la vida en un quibbuts. En Blanco un sastre hace un traje al hijo de una prostituta, de color blanco, que no llegará a ponerse. El banquete de mi amiga B. es el que me trajo a este volumen, relato de la cena de una moribunda. Para acabar, EL negocio nos presenta a dos niños que han tenido que crecer a la fuerza y que hacen negocios con una prostituta que utiliza el patio de su casa para llevar clientes.
Exquisito lenguaje, poesía, realidades descarnadas… un ejemplo perfecto de que no hay que juzgar un libro por su cubierta.
Muy recomendable.
El hombre se arrodilló, prendió un fuego cuyo calor no sentí en absoluto, y su sombra cayó sobre mí. Acepté la sentencia. Sopló un poco el fuego y cuando vio que ardía de algún modo, comprobó si las ventanas estaban cerradas, y después se paró a mi lado y dijo:
«La boda se celebró por la tarde»
Comprendí que esta frase era la ceremonia de nuestro casamiento, y permanecí muy en silencio como está la gente en las ceremonias importantes. Ésta será mi vida a partir de ahora, dije para mis adentros, es posible que no salga en absoluto de esta vivienda, en cuyas grandes estancias no entraré nunca, sólo este pequeño cuarto, y quizás un día vengan los soldados y me lleven a mí también a los camiones, a los trenes, con todos, con todos. Diré a todos los niños: esperadme. Diré: voy con vosotros, claro que voy con vosotros.
El cuarto se llenó súbitamente de gente, mujeres envueltas en bufandas, vecinas. Llegaron con caras afables trayendo regalos, cajones, cajas de cartón. Todas se pusieron en la puerta y dentro del pequeño cuarto, en el que no quedaba sitio, y felicitaron con alegría al unísono: «La boda se celebró por la tarde». El cuarto se llenó de gente y de cajones. Abrí uno de ellos, y hallé algunos juguetes que se me habían perdido en los días de mi infancia sin que nunca los hubiera encontrado. La vecina que me los había llevado estaba en pie junto a mí, sonriendo, angelical, y repitió emocionada:«La boda se celebró por la tarde». Sabía que su regalo daba en el blanco.
Luego salieron las vecinas, sus débiles voces, alegres con una menuda alegría de pájaros, se alejaron por las escaleras, y todos los bultos quedaron: cajones y cartones, y cajas adornadas con lazos. No me pareció necesario sacarlos de la habitación, a pesar de que no quedaba casi espacio para moverse.
«Aquí viviremos», dije al hombre que estaba conmigo en la habitación, y él movió la cabeza afirmativamente.
Así pasó un año. Vivimos como lagartijas, en las rendijas del cuarto, entre los embalajes vacíos. No recuerdo que nadie comprara comida, pero cada día iba a lo largo del largo corredor, al lado de las grandes habitaciones, ricas y sin calefacción en las que no vivíamos, para guisar algo en la cocina que parecía una gran caverna. Una vez salimos incluso de paseo. Detrás de nuestra casa, no del lado de la taberna sino del lado contrario, había un desierto que se extendía a lo largo de muchos quilómetros, y detrás del desierto, en la lejana bruma, se divisaba una cadena de picos, muy lejana. Nos paramos en la frontera de la casa, acompañados de unas decenas de personas, y contemplamos las distantes montañas.
«¿Qué hay allí?», pregunté a la gente que estaba con nosotros. Se rieron benévolamente y no quisieron decírmelo, al parecer hubiera debido saberlo por mí misma. Uno de ellos dijo: «Los Angeles», pero era una broma. Regresé adentro, a nuestro cuarto, me quité los zapatos; tenía los pies cansados como de un largo paseo.
De vez en cuando se escuchaba un grito procedente de una de las casas contiguas: los soldados habían ido y habían matado. A nosotros no llegaron. Completamente congelados nos tumbamos y esperamos que la operación caldera de aquella noche terminara, volviera el silencio oscuro, la tristeza vacía.
Hacia el final del año di a luz. El niño se separó de mí de golpe; y recordé confusamente que una vez, en mi otra vida, había amado muchísimo a un hombre, y había sentido exactamente lo mismo cuando se separó de mi cuerpo: como si una parte de mí se desgarrase de pronto para siempre. Aquella vez lloré mucho.
El niño se puso a andar al cabo de un día o dos. Después empezó a hablarme, a pedir algo, en un lenguaje muy mezclado que no entendí. Un día salió y no volvió. Cuando el hombre volvió a casa, se quitó el abrigo en silencio, y ambos comprendimos, el niño había corrido a la plaza de la ópera. Y no habíamos podido impedirlo.
Pasaron los días sin que se pudiera distinguir cuándo era de día y cuándo de noche. A veces venían a visitarnos vecinas de buen corazón. Una vez llegó una vecina con unos pedazos de tela, retales de costurera, una mañana entera nos sentamos a coser vestidos infantiles, pero al final del día era preciso descoserlos todos.
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