Acantilado, 2010. 220 páginas.
Tit. or. Contes carnivores. Trad. Marcelo Cohen.
Incluye los siguientes relatos:
Sanguina
El episcopado de Argentina
Qui habet aures…
Unos cuantos escritores, todos muertos
Quidproquopolis {De cómo hablan los yapus)
Mareas negras
Mezclas amorosas
Crónicas musicales de Europa y otros lugares
La invención de Gaudí (Bélgica, 1930)
Haciendo bramar la torre (Francia, 1962)
La dificultad no es nada (Argentina, 1945)
La música que flota en el aire (Columbia Británica, 1965)
Sinestesia (Alemania, 1987)
Noticias tristes de Eicher (Francia, 2006)
Recuerdos de un asesino a sueldo
I. El aburrimiento
II. El asunto Yavorov
III. Dylan
iv. Autorretrato
v. Dos pequeñas infidelidades
El cuaderno
Extraordinario Pierre Gould
El pájaro raro
Una borrachera perpetua
I. Una bibliografía pobre
II. Notas sobre mi padre
III. El manuscrito
IV. Una borrachera perpetua
Cuento carnívoro
El primer relato es magnífico, tanto en lo increíble de la situación (un hombre encuentra a una mujer naranja y lo que sucede a continuación le sorprenderá) como en el cierre, del todo prosaico y con un humor negro muy fino. La misma retranca tenemos en Mareas negras, donde una asociación de críticos de derrames petrolíferos se lamentan de la desgracia que supone una catástrofe de tal naturaleza, pero ya que ha sucedido… bien puede uno solazarse en su contemplación.
No todos los relatos tienen la misma altura, e incluso los hay bastante flojos. Pero me gusta juzgar los libros de relatos por los mejores, no por los peores. E incluso los menos buenos tienen algo original, incluyendo la invención de ese Pierre Gould, mistificador de opereta con un arsenal de anécdotas surrealistas en la chistera.
Recomendable.
Pierre Gould regresó de un largo viaje en compañía de una joven morena que por toda vestimenta llevaba un manto abigarrado. Iba descalza, mostrando los tobillos y parte de las pantorrillas. Callada y quieta, permanecía detrás de Pierre mirando al vacío.
—¿Quién es?—preguntó uno de nosotros.
—¿Perdón?
—La chica.
Como si se hubiera sorprendido, Pierre se volvió.
—¡ Ah, ella! La traje para acabarla en el metro, pero luego no me dio tiempo.
La respuesta nos dejó mudos.
—Es un libro. Presumo que es la primera vez que veis uno de éstos.
—Asentimos.
—Como en el país de donde vengo el papel está por las nubes, lo reservan para imprimir clásicos y diccionarios. Así que a los escritores no les queda otra solución que tatuarse los textos en la piel, ponerse una portada en la espalda y venderse ellos mismos como libros.
Observó pensativamente a la mujer-libro.
—Aquí, el primer capítulo está escrito en la garganta, los dos siguientes sobre los senos, el cuarto sobre el vientre y así hasta los muslos. Luego hay que darle la vuelta. Muchos autores se hacen grabar el final en las nalgas y el desenlace en la intimidad.
A modo de prueba, alzó el manto de la chica y vimos la piel cubierta de minúsculos caracteres de imprenta.
—No os imagináis cómo alienta esto el amor por la literatura—añadió—. Allí los jóvenes ya no leen los libros: los devoran.
Y añadió con ironía:
—La lectura, ese vicio impune…
A menudo Pierre decía que el alma de un país cabe en una frase o un poema. A propósito de Chile, donde tenía muchos amigos y cuya geografía alargada lo fascinaba, citaba un maravilloso poema de Vicente Huidobro:
Los cuatro puntos cardinales son tres: el norte
y
el sur.
En cuanto a los países comunistas, le gustaba evocar este cartel indicador que el escritor Jan Zabrana había visto en Checoslovaquia: «Debido a los trabajos en la vía de desvío, la carretera nacional se encuentra momentáneamente reabierta».
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